Por Teódulo López Meléndez
Paradójicamente la palabra griega Theatrón que ha dado lugar a nuestra palabra teatro se refiere al lugar donde se da el espectáculo, no al espectáculo mismo. Si mantuviésemos esa derivación tendríamos que decir que los actores somos quienes vemos el teatro, no quienes actúan. No obstante, la Venezuela de hoy es un teatro con unos actores que encajan a la perfección en el sentido actual de la palabra. Teatro es el espectáculo y teatro el lugar donde se escenifica.
Así, tenemos al actor que se presenta solo a las puertas del palacio a desafiar al príncipe con una carta y tenemos al jurista que se inventa una interpretación para descubrir lo que nadie -válgame Dios- había sido capaz de entrever. Cuando alguien se inventa un personaje es un actor. La paranoia hoy es calificada, creo, simplemente como un trastorno delirante.
Este venezolano es un teatro desordenado, uno donde hay dos espectáculos a la vez, que se entreveran ciertamente, pero se supone que esto es una república y no un teatro. Ahora bien, afirmar que esto es una república puede resultar una afirmación sujeta a duda. Si tengo un hueco fiscal por mi dispendio pues invento un nuevo impuesto, dado que la distribución del producto debe ir a calmar a algún sector que protesta, más cubrir lo que he derrochado y lo que me mantiene en el poder: un reparto que desconoce todas las reglas de la economía moderna. Así no se sostuvo ni el Imperio Romano, a pesar de sus legiones, y baste para ello mirar alguna hambruna que azotó a Roma. Si nadie ha dado con el argumento, yo jurista y no precisamente romano, -del lugar donde se ordenaron los códigos gracias a un emperador sabio- me invento una interpretación extensiva, como chicle pues, y saco de la manga el aseverar que si para derogar leyes se requiere una participación ciudadana de mayoría, pues la reforma constitucional se irá al fondo si simplemente nos abstenemos. Olvida el actor que semejante interpretación, tratándose de un texto planteado como reforma, necesitaría de un Senado romano absolutamente dócil y amenazado por los cuchillos largos, para ser admitido, aunque tal vez cabría observar que tal estiraje es simple argumento retórico que no tiene base ni en la más audaz de las interpretaciones teatrales.
Este país de espectadores aplaude a rabiar. Panem et circenses, cabría decir, sólo que el pan está por desaparecer. Un manejo de la economía a voluntad de quien desconoce los principios básicos de esta ciencia y que mueve los hijos para complacer sus políticas insanas, lleva a inflación y a parálisis. La falta de pan ha sido causa del trastoque de mucho gobierno en la historia de la humanidad. Muchos espectadores del teatro se han lanzado sobre los actores porque los gruñidos de sus estómagos le han impedido seguir riéndose. En el medioevo y en los inicios del renacimiento lanzaban frutas y verduras sobre los malos actores que no sabían interpretar sus papeles de juristas y de políticos con pretensiones de liderazgo. Tal vez por ello los italianos inventaron la Commedia, para tomarse un poco las cosas a lo bufón y marcharse rápidamente con su música a otra parte, sólo que la palabra evolucionó hasta llegar al poema y elevarla el Dante a la sublimidad. No era fácil el público que miraba a Shakespeare.
Hay públicos de públicos. Hoy se habla de comedia ligera para referirse a esos culebrones semi-humorísticos o de baja ralea a que ha sido reducido el teatro en Venezuela. Tal vez la expresión sea aplicable a esta degradación monumental que, no se sabe porqué causa, sigue llamándose política nacional. La palabra política no merecía esta desagradable suerte. Y el público de este teatro se divide entre quienes deliran con el bochorno que se ejecuta sobre las tablas, entre quienes bostezan y se aseguran que las puertas están bien cerradas y quienes se suman a los actores produciendo el efecto de integrar los espectadores a la actuación, vieja aspiración de algún dramaturgo innovador. No hay la menor duda: este país es un teatro. Hay actores de todo tipo, como el que ve “desestabilización” por todas partes y se llena la boca con la palabra Estado –aún no repuesto de la inmensa sorpresa que le causa estar en el poder-, el que se dedica horas y horas a inventar el argumento que nadie ha entrevisto (este pretende el honorable título de “original”), el que cree que basta un discurso emotivo y grandilocuente para alzarse sobre las masas hambrientas de alguien que le cante la canción del final anticipado.
Aquí no se puede seguir actuando. Esto no puede seguir siendo un teatro en su sentido más devaluado. La única manera de que esto comience de nuevo a parecer una república es que los espectadores dejen de serlo y dejen de gritar sandeces en el circo y se alcen a construir su propio destino, a procurarse dirigentes con sentido de Estado, a luchar por instituciones que garanticen el imperio del Derecho y no el imperio de la sorna. La única manera es que la gente se levante de las butacas y señale al bufón de turno y le diga que aquí queremos estadistas y no actuación. Aquí lo que se necesita es el abandono del bochorno y dejar a los bufones desnudos y solos en medio de la calle. Este país tiene que tomar la decisión de seguir echado en una butaca de espectador rascándose la barriga o hacerse protagonista de su propio destino. Quizás como en aquella famosa anécdota de nuestra historia, indebidamente edulcorada y falseada, donde se gritó a los que huían “Vuelvan carajos”.
Paradójicamente la palabra griega Theatrón que ha dado lugar a nuestra palabra teatro se refiere al lugar donde se da el espectáculo, no al espectáculo mismo. Si mantuviésemos esa derivación tendríamos que decir que los actores somos quienes vemos el teatro, no quienes actúan. No obstante, la Venezuela de hoy es un teatro con unos actores que encajan a la perfección en el sentido actual de la palabra. Teatro es el espectáculo y teatro el lugar donde se escenifica.
Así, tenemos al actor que se presenta solo a las puertas del palacio a desafiar al príncipe con una carta y tenemos al jurista que se inventa una interpretación para descubrir lo que nadie -válgame Dios- había sido capaz de entrever. Cuando alguien se inventa un personaje es un actor. La paranoia hoy es calificada, creo, simplemente como un trastorno delirante.
Este venezolano es un teatro desordenado, uno donde hay dos espectáculos a la vez, que se entreveran ciertamente, pero se supone que esto es una república y no un teatro. Ahora bien, afirmar que esto es una república puede resultar una afirmación sujeta a duda. Si tengo un hueco fiscal por mi dispendio pues invento un nuevo impuesto, dado que la distribución del producto debe ir a calmar a algún sector que protesta, más cubrir lo que he derrochado y lo que me mantiene en el poder: un reparto que desconoce todas las reglas de la economía moderna. Así no se sostuvo ni el Imperio Romano, a pesar de sus legiones, y baste para ello mirar alguna hambruna que azotó a Roma. Si nadie ha dado con el argumento, yo jurista y no precisamente romano, -del lugar donde se ordenaron los códigos gracias a un emperador sabio- me invento una interpretación extensiva, como chicle pues, y saco de la manga el aseverar que si para derogar leyes se requiere una participación ciudadana de mayoría, pues la reforma constitucional se irá al fondo si simplemente nos abstenemos. Olvida el actor que semejante interpretación, tratándose de un texto planteado como reforma, necesitaría de un Senado romano absolutamente dócil y amenazado por los cuchillos largos, para ser admitido, aunque tal vez cabría observar que tal estiraje es simple argumento retórico que no tiene base ni en la más audaz de las interpretaciones teatrales.
Este país de espectadores aplaude a rabiar. Panem et circenses, cabría decir, sólo que el pan está por desaparecer. Un manejo de la economía a voluntad de quien desconoce los principios básicos de esta ciencia y que mueve los hijos para complacer sus políticas insanas, lleva a inflación y a parálisis. La falta de pan ha sido causa del trastoque de mucho gobierno en la historia de la humanidad. Muchos espectadores del teatro se han lanzado sobre los actores porque los gruñidos de sus estómagos le han impedido seguir riéndose. En el medioevo y en los inicios del renacimiento lanzaban frutas y verduras sobre los malos actores que no sabían interpretar sus papeles de juristas y de políticos con pretensiones de liderazgo. Tal vez por ello los italianos inventaron la Commedia, para tomarse un poco las cosas a lo bufón y marcharse rápidamente con su música a otra parte, sólo que la palabra evolucionó hasta llegar al poema y elevarla el Dante a la sublimidad. No era fácil el público que miraba a Shakespeare.
Hay públicos de públicos. Hoy se habla de comedia ligera para referirse a esos culebrones semi-humorísticos o de baja ralea a que ha sido reducido el teatro en Venezuela. Tal vez la expresión sea aplicable a esta degradación monumental que, no se sabe porqué causa, sigue llamándose política nacional. La palabra política no merecía esta desagradable suerte. Y el público de este teatro se divide entre quienes deliran con el bochorno que se ejecuta sobre las tablas, entre quienes bostezan y se aseguran que las puertas están bien cerradas y quienes se suman a los actores produciendo el efecto de integrar los espectadores a la actuación, vieja aspiración de algún dramaturgo innovador. No hay la menor duda: este país es un teatro. Hay actores de todo tipo, como el que ve “desestabilización” por todas partes y se llena la boca con la palabra Estado –aún no repuesto de la inmensa sorpresa que le causa estar en el poder-, el que se dedica horas y horas a inventar el argumento que nadie ha entrevisto (este pretende el honorable título de “original”), el que cree que basta un discurso emotivo y grandilocuente para alzarse sobre las masas hambrientas de alguien que le cante la canción del final anticipado.
Aquí no se puede seguir actuando. Esto no puede seguir siendo un teatro en su sentido más devaluado. La única manera de que esto comience de nuevo a parecer una república es que los espectadores dejen de serlo y dejen de gritar sandeces en el circo y se alcen a construir su propio destino, a procurarse dirigentes con sentido de Estado, a luchar por instituciones que garanticen el imperio del Derecho y no el imperio de la sorna. La única manera es que la gente se levante de las butacas y señale al bufón de turno y le diga que aquí queremos estadistas y no actuación. Aquí lo que se necesita es el abandono del bochorno y dejar a los bufones desnudos y solos en medio de la calle. Este país tiene que tomar la decisión de seguir echado en una butaca de espectador rascándose la barriga o hacerse protagonista de su propio destino. Quizás como en aquella famosa anécdota de nuestra historia, indebidamente edulcorada y falseada, donde se gritó a los que huían “Vuelvan carajos”.
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