Por Emilio J. Urbina Mendoza
Muy a pesar de la definición que Goethe da del demonio: “Der geist, der stets verneint” (el espíritu que siempre niega), la negación puede manifestarse -en ciertos casos- como la mejor respuesta ante los avatares o encrucijadas de la vida. Negar no implica negativismo, que es la objeción sistemática frente a todo, el espíritu destructor.
En cada “no” razonado y argumentado bajo la ética o también en la sana ecuación valórica respetuosa de la modernidad; se retoma aquel viejo adagio popular: “Si o no, como Cristo nos enseña”. Así, expresar nuestra negativa bien ponderada para cada caso, implica tener un dominio del ser más allá de cualquier convencionalismo.
Lo diabólico será entonces decir “no” siempre, en deleitarse con la negatividad y condenando a otros a vivirla más allá de las clásicas privaciones. He allí la diferencia que debemos discernir al momento de enfrentarnos con personas o sociedades donde la práctica negatoria es recurrente.
Tanto en la oposición política venezolana, así como en mayor medida para los “revolucionarios del oficialismo” (heterodoxo oxímoron creado por el chavismo), la negación sistemática es moneda de curso legal como nunca se había experimentado en Venezuela. Desde el ascenso del Presidente Chávez en 1998, pasando por huelgas, renuncias mediáticas, un dudoso referéndum revocatorio y un proceso comicial legislativo corroído por una legitimidad raquítica; la negación de ambos bandos luce insostenible cuando no destructora. De ambas actitudes la más peligrosa la representa el gobierno, pues, para un país diseñado bajo un Estado de Derecho como herencia ilustrada según el texto de 1999, negarnos “el derecho a existir” al resto de venezolanos que no pensamos como ellos es sencillamente diabólico. He allí las razones que sustentan las consignas que gritan “no volverán” y otras más que subyace de la jerga bolivariana todavía en construcción.
Pero, más allá de lo subido que pueda sintonizarse la tonalidad de esta batalla política entre gobierno y oposición, nos preocupa el posible otorgamiento de rango constitucional a ese negativismo practicado desde 1999. La reforma constitucional impulsada por el mismísimo Señor Presidente es la más quimérica referencia de la negación absoluta de la pluralidad como esencia de la democracia. Por muy apegado a las formas de “parlamentarismo de calle”, por muy adicto que se manifieste de escamados “poderes populares y comunales”; una lectura al proyecto debe despertar las más inimaginables sospechas y no la apatía en que parece consumirse la mayoría de los venezolanos, sobretodo, por los adversos al proceso revolucionario. Sólo por citar un ejemplo, se elimina la constante histórica que ha inspirado a las Constituciones venezolanas desde 1811: el referente libertario. Éste último se borra del mapa constitucional por un abstracto “socialismo del siglo XXI” que oculta el verdadero proyecto totalitario de dominio sobre los venezolanos y su patrimonio. Y lo peor de todo, no se sabe qué es ese socialismo.
No tomar postura ante este asedio de la “negatividad” implica apoyar tácitamente a la reforma, cumpliéndole el macabro juego al demonio. Es tiempo de definiciones y no de volver a “negar” apáticamente como lo hicimos en 1998, en 2002, 2004 y 2006, lo que jamás debimos haber olvidado: aprender a decir atinadamente “No”.
Muy a pesar de la definición que Goethe da del demonio: “Der geist, der stets verneint” (el espíritu que siempre niega), la negación puede manifestarse -en ciertos casos- como la mejor respuesta ante los avatares o encrucijadas de la vida. Negar no implica negativismo, que es la objeción sistemática frente a todo, el espíritu destructor.
En cada “no” razonado y argumentado bajo la ética o también en la sana ecuación valórica respetuosa de la modernidad; se retoma aquel viejo adagio popular: “Si o no, como Cristo nos enseña”. Así, expresar nuestra negativa bien ponderada para cada caso, implica tener un dominio del ser más allá de cualquier convencionalismo.
Lo diabólico será entonces decir “no” siempre, en deleitarse con la negatividad y condenando a otros a vivirla más allá de las clásicas privaciones. He allí la diferencia que debemos discernir al momento de enfrentarnos con personas o sociedades donde la práctica negatoria es recurrente.
Tanto en la oposición política venezolana, así como en mayor medida para los “revolucionarios del oficialismo” (heterodoxo oxímoron creado por el chavismo), la negación sistemática es moneda de curso legal como nunca se había experimentado en Venezuela. Desde el ascenso del Presidente Chávez en 1998, pasando por huelgas, renuncias mediáticas, un dudoso referéndum revocatorio y un proceso comicial legislativo corroído por una legitimidad raquítica; la negación de ambos bandos luce insostenible cuando no destructora. De ambas actitudes la más peligrosa la representa el gobierno, pues, para un país diseñado bajo un Estado de Derecho como herencia ilustrada según el texto de 1999, negarnos “el derecho a existir” al resto de venezolanos que no pensamos como ellos es sencillamente diabólico. He allí las razones que sustentan las consignas que gritan “no volverán” y otras más que subyace de la jerga bolivariana todavía en construcción.
Pero, más allá de lo subido que pueda sintonizarse la tonalidad de esta batalla política entre gobierno y oposición, nos preocupa el posible otorgamiento de rango constitucional a ese negativismo practicado desde 1999. La reforma constitucional impulsada por el mismísimo Señor Presidente es la más quimérica referencia de la negación absoluta de la pluralidad como esencia de la democracia. Por muy apegado a las formas de “parlamentarismo de calle”, por muy adicto que se manifieste de escamados “poderes populares y comunales”; una lectura al proyecto debe despertar las más inimaginables sospechas y no la apatía en que parece consumirse la mayoría de los venezolanos, sobretodo, por los adversos al proceso revolucionario. Sólo por citar un ejemplo, se elimina la constante histórica que ha inspirado a las Constituciones venezolanas desde 1811: el referente libertario. Éste último se borra del mapa constitucional por un abstracto “socialismo del siglo XXI” que oculta el verdadero proyecto totalitario de dominio sobre los venezolanos y su patrimonio. Y lo peor de todo, no se sabe qué es ese socialismo.
No tomar postura ante este asedio de la “negatividad” implica apoyar tácitamente a la reforma, cumpliéndole el macabro juego al demonio. Es tiempo de definiciones y no de volver a “negar” apáticamente como lo hicimos en 1998, en 2002, 2004 y 2006, lo que jamás debimos haber olvidado: aprender a decir atinadamente “No”.
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