Por Teódulo López Meléndez
Es normal conseguirse una cajera de supermercado que mire a un cliente, modesto comprador de lo indispensable, con odio. Es posible conseguirse una cajera de supermercado que le diga a uno que ha tenido un pésimo día pues la han insultado varias veces. Es un pequeño tipo de nuestra cotidianeidad para ejemplificar una conducta.
Se ha establecido un patrón de comportamiento, el del odio social, el de la violencia, el de la mentira, el del desprecio, el de un individualismo patológico que, para poner un ejemplo aparentemente secundario, no soporta fracciones de segundo para tocar la corneta del auto sin importarle nada más. El cerebro humano funciona sobre la base de reconocer patrones y esos que tenemos están siendo copiados hasta un nivel insoportable. Se está uniformando el comportamiento sobre los patrones deleznables. Y se hacen hábito. La experiencia cotidiana se estructura y a su vez estructura a la sociedad, esta que vivimos marcada por los rasgos descritos. Podríamos decir que tenemos una “cultura del desvarío”. Esta es la verdadera revolución cultural del régimen que padecemos.
Nuestra manera de vivir en este mundo social es el del mundo social. Reproducimos, así, el estado de violencia, de desprecio, de mentira y de cerco. Esta es ya la manera de vivir de los venezolanos. La revolución ha tenido éxito en el cambio tan ansiado del comportamiento social. Ya somos otros. Ahora somos un capital social disminuido. La educación se está rediseñando para reforzar estos nuevos contravalores. Por otro lado tenemos la convicción de la derrota, sobre la base de la abstención en el actuar, porque, según el módulo implantado, nada podemos hacer sino adaptarnos. Dentro de esta sociedad reconformada se está haciendo inviable el ejercicio democrático, no se le considera forma de expresión lógica; como bien lo dice el proyecto de reforma constitucional no se expresará el poder popular por vía de elecciones. En otras palabras, estamos dejando de ser votantes –asunto ratificado por la abstención que encuentra así explicación psicológica (a otra parte no se puede ir a buscar)- y hemos dejado de exigir formas más abiertas y completas de participación, puesto que el Estado está a punto de determinar en que consiste, una, obviamente, determinada por el caudillo. El Estado se yergue, no ya como garante, sino como “padre” que ordena y manda.
No hacer es el nuevo hábito, pero lo compensamos con reflejos amenazando con las acciones más violentas, mientras acusamos, al que se mueve sobre la lógica, de colaborar con la nueva estructura de hábitos y comportamientos impuesta por la revolución de los contravalores. Los principios esenciales han sido trastocados y ya no funcionamos derivando de ellos, ahora actuamos sobre los parámetros del régimen. De manera que si trasladamos a términos de política actual la palabra “colaboracionistas”, lo son –qué duda cabe- los que han adoptado los hábitos y comportamientos de quienes consideran sus adversarios.
Esto es, en este lamentable país de hoy el cuerpo social copió los signos del invasor nacido de su propio seno. Es posible cambiar la subjetividad humana, para bien o para mal, y para cambiarla hacia algunos valores de lo que ha sido la venezolanidad, más la suma de cese del egoísmo, de la implantación de la solidaridad social y del abandono de teorías ancianas como de teorías trasnochadas, es necesaria la multiplicación de la voz de la inteligencia hoy adormecida y echada en una hamaca. Por ejemplo, el hábito del crecimiento ha sido cambiado por el hábito de la supervivencia. El hábito de la tolerancia ha sido cambiado por el hábito de la agresión. El hábito de no rendirse ha sido cambiado por el hábito de perorar palabras insultantes y anunciar violencia.
Es obvio que la conformación de hábitos y comportamientos depende tanto del exterior como del interior. El exterior lo conocemos en todas sus taras, pero el interior nos está mostrado una profunda fragilidad psicológica, una falta de densidad, una vulnerabilidad total, una falta impresionante de consistencia en el prototipo venezolano. Sin un mundo interior propicio no se internalizaría el mundo exterior despreciable. Ni se produciría este círculo de personas con los nuevos hábitos y comportamientos constituyéndose en la sociedad devaluada. En consecuencia, es necesario explicar e introducir una idea nueva. Si no logramos hacerlo, si nos limitamos a repetir el rechazo sin proponer alternativa, respetando la raíz en lo viejo reciente que aquí se llama democracia y libertad, no habrá nunca la posibilidad de una reacción colectiva de verdadera resistencia, palabra que uso en su justa dimensión, no en el de una acción política estrafalaria.
Ya lo dije hace tiempo: esto implica un nuevo lenguaje, para empezar. Es obvia la necesidad de diseñar un futuro. Con estos hábitos y estos comportamientos, si permitimos que se establezcan endurecidos, esto es, que seamos una sociedad totalitaria sin capacidad de resistencia, no se podrá luego modificar nada, a no ser desde el final que siempre llega y el reinicio desde el vacío. Si cada quien no se autoanaliza y mira lo que hace a diario en la vida cotidiana y se examina en sus reacciones frente a nuestro actual drama, no tendremos inteligencia produciendo el porvenir ni liderazgos emergentes que puedan conducirnos hacia la reconstrucción de nuestro interior y de nuestro exterior.
Esta adaptación a los hábitos de crisis impone este comportamiento que se está haciendo natural en definición de una normalidad enferma. Así como el cuerpo se calienta, produce fiebre, como advertencia de que los anticuerpos han comenzado a funcionar y el organismo se defiende, así sería indispensable que esta sociedad nuestra en disolución en la disolución sintiera conciencia de que el cuerpo social es la suma de cada uno de nosotros y si cada uno de nosotros se ha intoxicado uno a uno deberemos desintoxicarnos. Sucede, a veces, que los pueblos despiertan. El nuestro parece caracterizado por la autoflagelación y sus respuestas, a lo largo de la historia, se han tardado tanto que siempre terminamos volviendo a empezar, dejando sobre el piso el tiempo perdido y generaciones destruidas.
Es normal conseguirse una cajera de supermercado que mire a un cliente, modesto comprador de lo indispensable, con odio. Es posible conseguirse una cajera de supermercado que le diga a uno que ha tenido un pésimo día pues la han insultado varias veces. Es un pequeño tipo de nuestra cotidianeidad para ejemplificar una conducta.
Se ha establecido un patrón de comportamiento, el del odio social, el de la violencia, el de la mentira, el del desprecio, el de un individualismo patológico que, para poner un ejemplo aparentemente secundario, no soporta fracciones de segundo para tocar la corneta del auto sin importarle nada más. El cerebro humano funciona sobre la base de reconocer patrones y esos que tenemos están siendo copiados hasta un nivel insoportable. Se está uniformando el comportamiento sobre los patrones deleznables. Y se hacen hábito. La experiencia cotidiana se estructura y a su vez estructura a la sociedad, esta que vivimos marcada por los rasgos descritos. Podríamos decir que tenemos una “cultura del desvarío”. Esta es la verdadera revolución cultural del régimen que padecemos.
Nuestra manera de vivir en este mundo social es el del mundo social. Reproducimos, así, el estado de violencia, de desprecio, de mentira y de cerco. Esta es ya la manera de vivir de los venezolanos. La revolución ha tenido éxito en el cambio tan ansiado del comportamiento social. Ya somos otros. Ahora somos un capital social disminuido. La educación se está rediseñando para reforzar estos nuevos contravalores. Por otro lado tenemos la convicción de la derrota, sobre la base de la abstención en el actuar, porque, según el módulo implantado, nada podemos hacer sino adaptarnos. Dentro de esta sociedad reconformada se está haciendo inviable el ejercicio democrático, no se le considera forma de expresión lógica; como bien lo dice el proyecto de reforma constitucional no se expresará el poder popular por vía de elecciones. En otras palabras, estamos dejando de ser votantes –asunto ratificado por la abstención que encuentra así explicación psicológica (a otra parte no se puede ir a buscar)- y hemos dejado de exigir formas más abiertas y completas de participación, puesto que el Estado está a punto de determinar en que consiste, una, obviamente, determinada por el caudillo. El Estado se yergue, no ya como garante, sino como “padre” que ordena y manda.
No hacer es el nuevo hábito, pero lo compensamos con reflejos amenazando con las acciones más violentas, mientras acusamos, al que se mueve sobre la lógica, de colaborar con la nueva estructura de hábitos y comportamientos impuesta por la revolución de los contravalores. Los principios esenciales han sido trastocados y ya no funcionamos derivando de ellos, ahora actuamos sobre los parámetros del régimen. De manera que si trasladamos a términos de política actual la palabra “colaboracionistas”, lo son –qué duda cabe- los que han adoptado los hábitos y comportamientos de quienes consideran sus adversarios.
Esto es, en este lamentable país de hoy el cuerpo social copió los signos del invasor nacido de su propio seno. Es posible cambiar la subjetividad humana, para bien o para mal, y para cambiarla hacia algunos valores de lo que ha sido la venezolanidad, más la suma de cese del egoísmo, de la implantación de la solidaridad social y del abandono de teorías ancianas como de teorías trasnochadas, es necesaria la multiplicación de la voz de la inteligencia hoy adormecida y echada en una hamaca. Por ejemplo, el hábito del crecimiento ha sido cambiado por el hábito de la supervivencia. El hábito de la tolerancia ha sido cambiado por el hábito de la agresión. El hábito de no rendirse ha sido cambiado por el hábito de perorar palabras insultantes y anunciar violencia.
Es obvio que la conformación de hábitos y comportamientos depende tanto del exterior como del interior. El exterior lo conocemos en todas sus taras, pero el interior nos está mostrado una profunda fragilidad psicológica, una falta de densidad, una vulnerabilidad total, una falta impresionante de consistencia en el prototipo venezolano. Sin un mundo interior propicio no se internalizaría el mundo exterior despreciable. Ni se produciría este círculo de personas con los nuevos hábitos y comportamientos constituyéndose en la sociedad devaluada. En consecuencia, es necesario explicar e introducir una idea nueva. Si no logramos hacerlo, si nos limitamos a repetir el rechazo sin proponer alternativa, respetando la raíz en lo viejo reciente que aquí se llama democracia y libertad, no habrá nunca la posibilidad de una reacción colectiva de verdadera resistencia, palabra que uso en su justa dimensión, no en el de una acción política estrafalaria.
Ya lo dije hace tiempo: esto implica un nuevo lenguaje, para empezar. Es obvia la necesidad de diseñar un futuro. Con estos hábitos y estos comportamientos, si permitimos que se establezcan endurecidos, esto es, que seamos una sociedad totalitaria sin capacidad de resistencia, no se podrá luego modificar nada, a no ser desde el final que siempre llega y el reinicio desde el vacío. Si cada quien no se autoanaliza y mira lo que hace a diario en la vida cotidiana y se examina en sus reacciones frente a nuestro actual drama, no tendremos inteligencia produciendo el porvenir ni liderazgos emergentes que puedan conducirnos hacia la reconstrucción de nuestro interior y de nuestro exterior.
Esta adaptación a los hábitos de crisis impone este comportamiento que se está haciendo natural en definición de una normalidad enferma. Así como el cuerpo se calienta, produce fiebre, como advertencia de que los anticuerpos han comenzado a funcionar y el organismo se defiende, así sería indispensable que esta sociedad nuestra en disolución en la disolución sintiera conciencia de que el cuerpo social es la suma de cada uno de nosotros y si cada uno de nosotros se ha intoxicado uno a uno deberemos desintoxicarnos. Sucede, a veces, que los pueblos despiertan. El nuestro parece caracterizado por la autoflagelación y sus respuestas, a lo largo de la historia, se han tardado tanto que siempre terminamos volviendo a empezar, dejando sobre el piso el tiempo perdido y generaciones destruidas.
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