Por Marcos Carrillo Perera
El gobierno, siempre inconforme en materia de circo, decidió ahora formar parte, oficialmente, de la más grande colección de vanidades, acciones inútiles y ridiculeces del mundo: El Libro Guinness.
Para ello, según se explica en el excelente reportaje de Eduardo Camel el domingo pasado en este diario, montaron un mega sancocho en la Av. Bolívar que, según calcularon, impondría el record del hervido más grande jamás cocinado, con una olla (también la más grande del mundo) que contenía más de 16.000 litros del brebaje en el que se incluían 7.000 Kg de verduras, 3.000 Kg de carne, algo similar de pollo y otras menudencias. (Extraña, sin embargo, que los guisos que se han cocinado en estos años no se postulen para ser reseñados en la publicación).
Así como el niño que deja de hacer su tarea para irse a competir con sus amigos a ver quién orina más lejos, el ministro del ramo olvida el desabastecimiento que existe en el país y se dedica a su pueril antojo: el deseo irrefrenable de aparecer en las páginas de la nueva edición del Guinness, justo al lado del mayor comedor de huevos crudos, del hombre del eructo más sonoro (tengo candidato criollo), de la mujer que saca más los ojos, del hombre que fuma más tabacos a la vez, del que ha hecho la mueca más fea o de cualquier otro estrambótico espécimen que deambule por este mundo.
Contrario a las peroratas que se repiten en cada Aló Presidente, aparecer en el mentado libro es toda una hazaña del consumismo, que invita a que año a año se compre un nuevo ejemplar o se visite el moderno museo localizado en pleno Piccadilly Circus de Londres, la meca del capitalismo.
Pero el perro se muerde la cola, y la gesta capitalista, auspiciada con nuestros impuestos, se transforma en otro acto de disminución de la ciudadanía. En un modelo de subordinación de las necesidades fundamentales a la consecución del record, a la construcción falaz de la épica socialista donde los héroes reparten sobras, viven en mansiones y salen en Guinness. En una burla a la madre que no consigue leche para sus hijos o lagarto para su sancocho. En una rebatiña de 60.000 personas por un poco de sopa en un pote de arroz chino. En filas de horas para comer migajas de la paila cuartelera. En definitiva, el cruzaíto es todo un mensaje de sumisión del ciudadano al Estado-cocinero-repartidor que decide qué y cuánto se come, y a quién se da. Una Cuba de dos cuadras.
Mañana, al lado de la mayor lata de crema para la piel, del más grande tiramisú, del hombre que se comió 36 cucarachas, o el que sostuvo 10 serpientes cascabel con la boca, estará flamante el gobierno que quiere ser desde sancochero hasta antiimperialista y que es incapaz de construir viviendas, dominar el hampa o garantizar que haya ingredientes suficientes para que cada quien haga el hervido que quiera, cuándo y dónde desee. Al mío que le pongan cilantro.
El gobierno, siempre inconforme en materia de circo, decidió ahora formar parte, oficialmente, de la más grande colección de vanidades, acciones inútiles y ridiculeces del mundo: El Libro Guinness.
Para ello, según se explica en el excelente reportaje de Eduardo Camel el domingo pasado en este diario, montaron un mega sancocho en la Av. Bolívar que, según calcularon, impondría el record del hervido más grande jamás cocinado, con una olla (también la más grande del mundo) que contenía más de 16.000 litros del brebaje en el que se incluían 7.000 Kg de verduras, 3.000 Kg de carne, algo similar de pollo y otras menudencias. (Extraña, sin embargo, que los guisos que se han cocinado en estos años no se postulen para ser reseñados en la publicación).
Así como el niño que deja de hacer su tarea para irse a competir con sus amigos a ver quién orina más lejos, el ministro del ramo olvida el desabastecimiento que existe en el país y se dedica a su pueril antojo: el deseo irrefrenable de aparecer en las páginas de la nueva edición del Guinness, justo al lado del mayor comedor de huevos crudos, del hombre del eructo más sonoro (tengo candidato criollo), de la mujer que saca más los ojos, del hombre que fuma más tabacos a la vez, del que ha hecho la mueca más fea o de cualquier otro estrambótico espécimen que deambule por este mundo.
Contrario a las peroratas que se repiten en cada Aló Presidente, aparecer en el mentado libro es toda una hazaña del consumismo, que invita a que año a año se compre un nuevo ejemplar o se visite el moderno museo localizado en pleno Piccadilly Circus de Londres, la meca del capitalismo.
Pero el perro se muerde la cola, y la gesta capitalista, auspiciada con nuestros impuestos, se transforma en otro acto de disminución de la ciudadanía. En un modelo de subordinación de las necesidades fundamentales a la consecución del record, a la construcción falaz de la épica socialista donde los héroes reparten sobras, viven en mansiones y salen en Guinness. En una burla a la madre que no consigue leche para sus hijos o lagarto para su sancocho. En una rebatiña de 60.000 personas por un poco de sopa en un pote de arroz chino. En filas de horas para comer migajas de la paila cuartelera. En definitiva, el cruzaíto es todo un mensaje de sumisión del ciudadano al Estado-cocinero-repartidor que decide qué y cuánto se come, y a quién se da. Una Cuba de dos cuadras.
Mañana, al lado de la mayor lata de crema para la piel, del más grande tiramisú, del hombre que se comió 36 cucarachas, o el que sostuvo 10 serpientes cascabel con la boca, estará flamante el gobierno que quiere ser desde sancochero hasta antiimperialista y que es incapaz de construir viviendas, dominar el hampa o garantizar que haya ingredientes suficientes para que cada quien haga el hervido que quiera, cuándo y dónde desee. Al mío que le pongan cilantro.
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