19 septiembre 2007

Murphyología de la revolución

Por Liliana Fasciani M.

Doy por sentado que el lector conoce una que otra de las leyes de Murphy. Si no es así, de todos modos, con impepinable seguridad habrá vivido la experiencia de algunas de ellas. Si no las ha vivido, entonces usted es un extraterrestre turisteando en un país en el que se comprueban a diario estas y otras leyes por el estilo. Si no me cree, se lo voy a demostrar.

“Si algo puede salir mal, saldrá mal”. En efecto, así sucedió el 11-A de 2002, cuando el Presidente renunció despavorido y, para nuestra desgracia, regresó a los dos días. Sucedió de nuevo con el referéndum revocatorio del 2004, al que acudimos tan confiados en la imparcialidad del CNE, sin saber que se cumplía el corolario Nº 1 de la citada ley: “Nada es tan fácil como parece”. Sucedió, finalmente, en las elecciones presidenciales del 6-D de 2006, cuando, con el mismo CNE, pero ya sin confianza, los venezolanos escuchamos a los líderes de la oposición reconocer el triunfo del Presidente mucho antes de conocer el resultado total de los escrutinios. Frente a eventos de esta especie, uno espera que las cosas mejoren, pero la extensión de Gattuso a la ley de marras rompe el saco: “Nada es tan malo nunca como para que no pueda empeorar”.

Sin embargo, a veces ocurren fenómenos. Aunque no significa un cambio de aire, el enfrentamiento entre los dirigentes de PODEMOS y el Presidente es una brisita en el vaporón de la diatriba ideológica, las alucinaciones bélicas y los amagos pulverizantes del susodicho. Quizá por eso, mientras él pone en práctica la Ley de Truman: “Si no puede convencerlos, confúndalos”, Ismael García se sube a una estaca y aplica la Regla de Helga: “Diga no, y luego negocie”.

Más de un inocente interpretará la táctica ismaeliana como un gesto de franqueza y valentía, pero según la Fórmula de Glyme: “El secreto del éxito es la sinceridad. En cuanto pueda fingirla, lo habrá conseguido”.

Comoquiera que sea, la cuestión espinosa –la reforma constitucional– que ha dado lugar a ese pugilato político sigue generando acciones y reacciones de uno y otro lado. En la Asamblea Nacional sufren las consecuencias de la Ley de Hendrickson: “Si a causa de un problema se convocan muchas reuniones, las reuniones llegarán a ser más importantes que el problema”. Por su parte, los magistrados del TSJ acogen la ley de Whistler: “Nunca se sabe quién tiene razón, pero siempre se sabe quién manda”. Los chavistas becario-emocionales se guían por la Ley de Swipple: “El que grita más, tiene la palabra”. Mientras, en las comisiones jurídico-políticas de la oposición cometen el error de no hacer caso de la Ley de Fahnstock: “Todo tema que merezca la pena debatir, merece la pena evitarlo por completo”.

En realidad, ¿qué sentido tiene debatir sobre algo que ha sido impuesto de tal modo que nadie puede modificarle ni una coma? Si lo que se quiere es discutir el texto en las aulas universitarias, en los bufetes y en los medios de comunicación, magnífico, se ratificaría el postulado de Harrison: “Para cualquier acción existe una crítica igual y antagónica”. Pero quien piense en la posibilidad de un debate serio, racional, respetuoso y fructífero al respecto entre oficialismo y oposición, demuestra que jamás ha oído hablar del teorema de Bachman: “Cuanto mayor sea el coste para poner en práctica un plan, menor probabilidad existe de que se abandone, aunque posteriormente se demuestre que no era conveniente”.

Dadas estas infelices circunstancias, sugiero que evitemos llegar al extremo de tener que confirmar la Ley de Miller: “No se puede saber la profundidad de un charco hasta que no se ha metido el pie”.

2 comentarios :

  1. Es un lindísimo artículo, delicioso, que ya he retransmitido a mis amigos y amigas amantes del buen humor.

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  2. Liliana,
    Acabo de leer tu artículo en el eud. Me pareció excelente. Te felicito!
    No tiene desperdicio.

    Saludos desde Suiza.
    Eduardo

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