Project Syndicate
En Venezuela, Bolivia y Ecuador está naciendo una nueva izquierda, dicen sus presidentes, un “socialismo del siglo XXI”. Pero a pesar de la supuesta novedad de su visión, sus acciones sólo parecen estar replicando las políticas autodestructivas que le causaron tanta agonía a Cuba.
A diferencia de los antiguos movimientos de izquierda, que confiaban en la lucha armada, el presidente venezolano Hugo Chávez, el presidente boliviano Evo Morales y el presidente ecuatoriano Rafael Correa accedieron al gobierno mediante elecciones y, para ampliar su poder, recurren a la presión de las masas y reivindican la reforma constitucional.
En Venezuela, Chávez afianzó su proyecto con una Asamblea Constituyente que cambió la constitución. Morales, en Bolivia, también logró imponer una Asamblea similar, aunque con resultados inciertos, y Correa esgrime esa posibilidad contra “los partidos tradicionales, las oligarquías criollas y el imperio” –los enemigos comunes de los tres presidentes.
La táctica de la Asamblea Constituyente, hasta el momento, ha resultado muy eficiente a la hora de ayudar a estos nuevos caudillos a consolidar su poder. Como se trata de un proceso que promueve una reforma total, los ayuda a evitar los debates sobre cambios específicos.
Por el contrario, las ideas del cambio social se mezclan con las de la reforma institucional de maneras que a los votantes les pueden resultar incomprensibles. Por ejemplo, las Asambleas Constituyentes de Chávez y Morales son atractivas no sólo para los grupos más radicales, que quieren refundar la república y reinventar la historia, sino también para los que quieren crear un escenario para la deliberación democrática. Mientras deliberan, sin embargo, los nuevos caudillos concentran en sus manos más y más poder.
Las experiencias de Venezuela y Bolivia sugieren, sin embargo, que todos terminan frustrados. Los radicales, cuando descubren que no basta cambiar las normas para cambiar la realidad; los concertadores, cuando son impedidos de dialogar por las movilizaciones sociales, y todos en conjunto cuando descubren que carecen de propuestas específicas o que las que tienen son incompatibles entre sí o inaplicables.
Al final, la realización de una Asamblea Constituyente simplemente debilita la institucionalidad. Como pone en duda la “ley de leyes”, la Asamblea cuestiona implícitamente la vigencia de las normas y de las entidades públicas, y contribuye a erosionar el sistema institucional y político. Cuando eso ocurre, se afirma la figura presidencial y se facilita su transformación en caudillo.
Quienes promueven la concentración del poder justifican este hecho, como siempre ocurrió, por la necesidad revolucionaria de cambiar las estructuras, liberar a la nación y superar las condiciones de pobreza de las mayorías. Sin embargo, cuando este poder concentrado empieza a tomar acción, renacen las confusiones que caracterizaron a la vieja izquierda, como ya se observa en Venezuela y Bolivia.
La confusión más flagrante es la que no diferencia entre Estado y Nación. En consecuencia, la transferencia de recursos al Estado es vista como una transferencia a las manos de la Nación. Presas de esta confusión, venezolanos y bolivianos apoyan con entusiasmo el renacimiento de empresas del Estado, sin reparar en que esto no hace más que malgastar recursos que debieron tener un mejor destino, ya que muy pocas empresas estatales se han liberado de la ineficiencia burocrática o la corrupción.
Otra confusión quizá más peligrosa es la que fusiona la idea de pueblo a la de masas organizadas que salen a las calles. La lógica de este tipo de movilización es que los recursos son destinados al grupo que ejerce mayor presión y que es capaz de generar más conflictos. Esto significa que se posterga la atención a los más débiles y necesitados, que no pueden ejercer una presión similar. Es más, muchas veces es el Estado mismo, ahora controlado por un presidente poderoso, el que moviliza a grupos elegidos, ayudados por la concentración de enormes recursos en manos del gobierno lo cual surgió gracias a la intervención estatal en la economía.
La lucha por el control de las rentas de los hidrocarburos es fenomenal en este sentido. Más del 90% de las exportaciones de Venezuela son hidrocarburos que aportan más de la mitad de los ingresos fiscales. En Ecuador y Bolivia, las magnitudes son más modestas, pero en ambos casos las exportaciones de hidrocarburos representan la porción principal del total de exportaciones y proporcionan más de un tercio de los ingresos fiscales.
Esta concentración de las rentas modifica radicalmente la relación de la sociedad con el Estado. En los tres países, la situación financiera del gobierno no depende de la suerte económica de las empresas o de los trabajadores sino que, al contrario, son las empresas y los trabajadores quienes dependen de los servicios públicos o de los subsidios que son financiados con las rentas naturales.
Cuando las organizaciones sociales son escasas y débiles, como en Venezuela, la concentración de recursos implica concentración de poder y la posibilidad de perpetuarlo mediante el clientelismo. Cuando las organizaciones sociales son fuertes, los recursos concentrados se convierten en el objeto principal de la disputa política. En ambas situaciones, las instituciones independientes empiezan a ser vistas como enemigos que los caudillos y los grupos corporativos intentan destruir.
De esa convergencia se nutrió siempre el populismo latinoamericano que hoy renace con el disfraz de un nuevo socialismo. Si miramos más allá de la retórica de la nueva izquierda en Venezuela, Bolivia y Ecuador, ya es claro que el “socialismo del siglo XXI” no es diferente de sus antecesores del siglo XX.
La principal lección parece ser que la abundancia con que la naturaleza dotó a estos países puede respaldar la democracia y el desarrollo sólo si se evita la concentración de esos recursos en manos de la burocracia o su uso discrecional por un caudillo.
A diferencia de los antiguos movimientos de izquierda, que confiaban en la lucha armada, el presidente venezolano Hugo Chávez, el presidente boliviano Evo Morales y el presidente ecuatoriano Rafael Correa accedieron al gobierno mediante elecciones y, para ampliar su poder, recurren a la presión de las masas y reivindican la reforma constitucional.
En Venezuela, Chávez afianzó su proyecto con una Asamblea Constituyente que cambió la constitución. Morales, en Bolivia, también logró imponer una Asamblea similar, aunque con resultados inciertos, y Correa esgrime esa posibilidad contra “los partidos tradicionales, las oligarquías criollas y el imperio” –los enemigos comunes de los tres presidentes.
La táctica de la Asamblea Constituyente, hasta el momento, ha resultado muy eficiente a la hora de ayudar a estos nuevos caudillos a consolidar su poder. Como se trata de un proceso que promueve una reforma total, los ayuda a evitar los debates sobre cambios específicos.
Por el contrario, las ideas del cambio social se mezclan con las de la reforma institucional de maneras que a los votantes les pueden resultar incomprensibles. Por ejemplo, las Asambleas Constituyentes de Chávez y Morales son atractivas no sólo para los grupos más radicales, que quieren refundar la república y reinventar la historia, sino también para los que quieren crear un escenario para la deliberación democrática. Mientras deliberan, sin embargo, los nuevos caudillos concentran en sus manos más y más poder.
Las experiencias de Venezuela y Bolivia sugieren, sin embargo, que todos terminan frustrados. Los radicales, cuando descubren que no basta cambiar las normas para cambiar la realidad; los concertadores, cuando son impedidos de dialogar por las movilizaciones sociales, y todos en conjunto cuando descubren que carecen de propuestas específicas o que las que tienen son incompatibles entre sí o inaplicables.
Al final, la realización de una Asamblea Constituyente simplemente debilita la institucionalidad. Como pone en duda la “ley de leyes”, la Asamblea cuestiona implícitamente la vigencia de las normas y de las entidades públicas, y contribuye a erosionar el sistema institucional y político. Cuando eso ocurre, se afirma la figura presidencial y se facilita su transformación en caudillo.
Quienes promueven la concentración del poder justifican este hecho, como siempre ocurrió, por la necesidad revolucionaria de cambiar las estructuras, liberar a la nación y superar las condiciones de pobreza de las mayorías. Sin embargo, cuando este poder concentrado empieza a tomar acción, renacen las confusiones que caracterizaron a la vieja izquierda, como ya se observa en Venezuela y Bolivia.
La confusión más flagrante es la que no diferencia entre Estado y Nación. En consecuencia, la transferencia de recursos al Estado es vista como una transferencia a las manos de la Nación. Presas de esta confusión, venezolanos y bolivianos apoyan con entusiasmo el renacimiento de empresas del Estado, sin reparar en que esto no hace más que malgastar recursos que debieron tener un mejor destino, ya que muy pocas empresas estatales se han liberado de la ineficiencia burocrática o la corrupción.
Otra confusión quizá más peligrosa es la que fusiona la idea de pueblo a la de masas organizadas que salen a las calles. La lógica de este tipo de movilización es que los recursos son destinados al grupo que ejerce mayor presión y que es capaz de generar más conflictos. Esto significa que se posterga la atención a los más débiles y necesitados, que no pueden ejercer una presión similar. Es más, muchas veces es el Estado mismo, ahora controlado por un presidente poderoso, el que moviliza a grupos elegidos, ayudados por la concentración de enormes recursos en manos del gobierno lo cual surgió gracias a la intervención estatal en la economía.
La lucha por el control de las rentas de los hidrocarburos es fenomenal en este sentido. Más del 90% de las exportaciones de Venezuela son hidrocarburos que aportan más de la mitad de los ingresos fiscales. En Ecuador y Bolivia, las magnitudes son más modestas, pero en ambos casos las exportaciones de hidrocarburos representan la porción principal del total de exportaciones y proporcionan más de un tercio de los ingresos fiscales.
Esta concentración de las rentas modifica radicalmente la relación de la sociedad con el Estado. En los tres países, la situación financiera del gobierno no depende de la suerte económica de las empresas o de los trabajadores sino que, al contrario, son las empresas y los trabajadores quienes dependen de los servicios públicos o de los subsidios que son financiados con las rentas naturales.
Cuando las organizaciones sociales son escasas y débiles, como en Venezuela, la concentración de recursos implica concentración de poder y la posibilidad de perpetuarlo mediante el clientelismo. Cuando las organizaciones sociales son fuertes, los recursos concentrados se convierten en el objeto principal de la disputa política. En ambas situaciones, las instituciones independientes empiezan a ser vistas como enemigos que los caudillos y los grupos corporativos intentan destruir.
De esa convergencia se nutrió siempre el populismo latinoamericano que hoy renace con el disfraz de un nuevo socialismo. Si miramos más allá de la retórica de la nueva izquierda en Venezuela, Bolivia y Ecuador, ya es claro que el “socialismo del siglo XXI” no es diferente de sus antecesores del siglo XX.
La principal lección parece ser que la abundancia con que la naturaleza dotó a estos países puede respaldar la democracia y el desarrollo sólo si se evita la concentración de esos recursos en manos de la burocracia o su uso discrecional por un caudillo.