Por Marcos Carrillo Perera
Todo sucedió en unas cuantas horas. Poco después de que la asamblea complacía el último fruto de la avaricia política presidencial –pecado capital y capitalista, por cierto-, el hombre de los caprichos de oro caminaba con Naomi Campbell, su último antojo, y marcaba en el cemento, premeditadamente fresco, un corazón con los nombres Naomi y Hugo, así como si fuera un mozalbete espontáneo.
Pero la inspiración del romántico de acera vuela mucho más allá de un gesto de muchacho anhelante. Trasciende fronteras de tiempo y espacio, y así, de la nada, por pura inspiración de media noche, se le ocurre que Simón Bolívar fue asesinado, hace público su delirio y pretende investigarlo, que es peor.
No han pasado muchas horas más y decide que el término “estudiante” significa terrorista. En su viaje los verdaderos estudiantes son aquellos que promueven el culto a la personalidad y la subordinación del pensamiento. Sin rubor alguno lo grita enardecido y lo salpica con órdenes incoherentes que van desde preceptos “moralizadores” hasta resoluciones en forma de regaños a sus más cercanos devotos. En una atropellada carrera, las arbitrariedades salen de su boca desesperadas por llegar a algún destino.
Estos hechos, aparentemente inconexos, están inescindiblemente unidos por la lógica del autoritarismo; por un precario método de gobierno caracterizado por la ausencia total de controles, la toma de decisiones unilaterales y el desprecio por la diversidad y la tolerancia.
El autoritarismo no sólo se manifiesta en el patente atropello que significa pretender imponer un sistema contrario a toda fórmula democrática, sino en un proceder general en el que se piensa que, como en las más pueriles fantasías, “los deseos son órdenes”, lo que conlleva una fórmula que desprecia cualquier posibilidad de lograr acuerdos políticos.
Sin duda, el mecanismo parece funcionar cuando se trata de pagar las tarifas que cobran las estrellas de hollywood o la niña consentida de Versace. Pero la sociedad es impermeable a esa lógica y es mucho más caprichosa que Chávez y sus ambiciones: mientras él anhela a que el espíritu eunuco de la asamblea reine en el ciudadano, se consigue con una buena dotación de lo que le falta a los diputados. Cuando aspira a que la Av. Bolívar se llene de tarifados para oír la sinonimia entre terrorista y estudiante, todo el mundo se le va de rumba con cervecitas y todo. Ante su alucinación sobre la muerte de Bolívar se impone la historia con tanto peso que ni siquiera Nicolás Maduro o Pedro Carreño se han atrevido a secundar la estrafalaria propuesta.
Y es este carácter impermeable de la sociedad a los caprichos humanos lo que produce las más trágicas consecuencias de esa forma de ejercer el poder: el abuso y la opresión. Así, cuando la piedra que tapa la cueva no se abre a la orden de “ábrete sésamo”, el autócrata simplemente la manda a volar. Si la realidad comprueba que los estudiantes son la antítesis de Osama o Marulanda, procederá a tratarlos con el rigor de la arbitrariedad. El mal tripeo sobre el asesinato de Bolívar y la traída de la modelito que escribió su autobiografía antes de cumplir 30 años se resuelven fácil: a los realazos (del pueblo).
Los antojos presidenciales no son una simple colección de singulares anécdotas. Son un muy cruel reflejo del carácter desmedidamente autoritario de este gobierno. Son una reluciente advertencia de la tragedia que nos espera si logran imponer la constitución que soportará jurídicamente los atropellos que consienta la atroz creatividad de quien gobierna. Y aún así, los ciudadanos seguirán recorriendo su camino hacia la libertad.
A mí que me presenten a Catherine Zeta Jones.
Todo sucedió en unas cuantas horas. Poco después de que la asamblea complacía el último fruto de la avaricia política presidencial –pecado capital y capitalista, por cierto-, el hombre de los caprichos de oro caminaba con Naomi Campbell, su último antojo, y marcaba en el cemento, premeditadamente fresco, un corazón con los nombres Naomi y Hugo, así como si fuera un mozalbete espontáneo.
Pero la inspiración del romántico de acera vuela mucho más allá de un gesto de muchacho anhelante. Trasciende fronteras de tiempo y espacio, y así, de la nada, por pura inspiración de media noche, se le ocurre que Simón Bolívar fue asesinado, hace público su delirio y pretende investigarlo, que es peor.
No han pasado muchas horas más y decide que el término “estudiante” significa terrorista. En su viaje los verdaderos estudiantes son aquellos que promueven el culto a la personalidad y la subordinación del pensamiento. Sin rubor alguno lo grita enardecido y lo salpica con órdenes incoherentes que van desde preceptos “moralizadores” hasta resoluciones en forma de regaños a sus más cercanos devotos. En una atropellada carrera, las arbitrariedades salen de su boca desesperadas por llegar a algún destino.
Estos hechos, aparentemente inconexos, están inescindiblemente unidos por la lógica del autoritarismo; por un precario método de gobierno caracterizado por la ausencia total de controles, la toma de decisiones unilaterales y el desprecio por la diversidad y la tolerancia.
El autoritarismo no sólo se manifiesta en el patente atropello que significa pretender imponer un sistema contrario a toda fórmula democrática, sino en un proceder general en el que se piensa que, como en las más pueriles fantasías, “los deseos son órdenes”, lo que conlleva una fórmula que desprecia cualquier posibilidad de lograr acuerdos políticos.
Sin duda, el mecanismo parece funcionar cuando se trata de pagar las tarifas que cobran las estrellas de hollywood o la niña consentida de Versace. Pero la sociedad es impermeable a esa lógica y es mucho más caprichosa que Chávez y sus ambiciones: mientras él anhela a que el espíritu eunuco de la asamblea reine en el ciudadano, se consigue con una buena dotación de lo que le falta a los diputados. Cuando aspira a que la Av. Bolívar se llene de tarifados para oír la sinonimia entre terrorista y estudiante, todo el mundo se le va de rumba con cervecitas y todo. Ante su alucinación sobre la muerte de Bolívar se impone la historia con tanto peso que ni siquiera Nicolás Maduro o Pedro Carreño se han atrevido a secundar la estrafalaria propuesta.
Y es este carácter impermeable de la sociedad a los caprichos humanos lo que produce las más trágicas consecuencias de esa forma de ejercer el poder: el abuso y la opresión. Así, cuando la piedra que tapa la cueva no se abre a la orden de “ábrete sésamo”, el autócrata simplemente la manda a volar. Si la realidad comprueba que los estudiantes son la antítesis de Osama o Marulanda, procederá a tratarlos con el rigor de la arbitrariedad. El mal tripeo sobre el asesinato de Bolívar y la traída de la modelito que escribió su autobiografía antes de cumplir 30 años se resuelven fácil: a los realazos (del pueblo).
Los antojos presidenciales no son una simple colección de singulares anécdotas. Son un muy cruel reflejo del carácter desmedidamente autoritario de este gobierno. Son una reluciente advertencia de la tragedia que nos espera si logran imponer la constitución que soportará jurídicamente los atropellos que consienta la atroz creatividad de quien gobierna. Y aún así, los ciudadanos seguirán recorriendo su camino hacia la libertad.
A mí que me presenten a Catherine Zeta Jones.
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