31 marzo 2007

Intelectual a babor o estribor

Por Valentí Puig

ABC

Sobre si quedan o no intelectuales en España, lo poco que hay que decir es que quedarán intelectuales mientras alguien se considere o autodefina como intelectual -es decir, el intelectual medio- y, sobre todo, mientras alguien requiera de los servicios de los intelectuales para que firmen un manifiesto, condenen algo o aparezcan en televisión para defender absolutamente a una facción política. En este aspecto, pudiera continuar habiendo intelectuales de guardia, de media pensión y de lujo.

Cada vez que un intelectual de derecha o de izquierda dice algo que no es lo que se supone que debiera decir reaparece la discusión sobre si los intelectuales de derecha se han pasado a la izquierda o al revés. Eso sucede por creerse todavía que ser intelectual -de izquierda o de derecha- es ser algo.

El intelectual es a lo sumo una figura del siglo XIX, que hubiera podido extinguirse por completo en aquella plenitud apocalíptica y destructiva del siglo XX a la que los intelectuales europeos contribuyeron con tanta bajeza y afán sistemático. Nunca hubo mejores cómplices del totalitarismo. Por eso, a inicios del siglo XXI lo menos perverso sería descatalogar al intelectual en el sentido que obtuvo en tiempos del caso Dreyfus y reconocer que existe una cosa más variada y menos adscrita a la abstracción ideológica, que son los escritores, los periodistas, los transmisores mediáticos de ideas, los sabios genéricos, los profesores, unos pocos pensadores y casi ningún maître à penser. Son gente falible, imperfecta, a poder ser apegada a la realidad. El intelectual nunca fue un creador de ideas: más bien un reproductor, un activista, un propagador, un intermediario por lo general predispuesto al servicio del poder, especialmente el gran poder que fueron los partidos comunistas, que eran el Príncipe por antonomasia.

Sobre si quedan o no intelectuales en España, lo poco que hay que decir es que quedarán intelectuales mientras alguien se considere o autodefina como intelectual -es decir, el intelectual medio- y, sobre todo, mientras alguien requiera de los servicios de los intelectuales para que firmen un manifiesto, condenen algo o aparezcan en televisión para defender absolutamente a una facción política. En este aspecto, pudiera continuar habiendo intelectuales de guardia, de media pensión y de lujo. En casos de urgencia masiva, acúdase a la lista habitual de los abajo firmantes.

Para el intelectual que pasó por el totalitarismo comunista, la prueba del nueve era la retractación. Las hubo. Una de las mejores fue la de François Furet con «El pasado de una ilusión», un ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX. Luego prosiguió situándose a la izquierda, sin que sepamos muy bien por qué. Fueron escasos actos de dignidad y quizá por eso hoy se vuelve a hablar de Furet, del mismo modo que se habla de Raymond Aron, pero no de tantos servidores de la perfección totalitaria que disimularon con alguna anécdota pasajera. No hubo muchas rectificaciones explícitas en España. En gran parte, el arquetipo de intelectual es un invento francés, de poca solvencia en los países anglosajones.

Desde una calidad moral mucho más contrastada que la de Sartre, Albert Camus sostuvo que toda falsa idea siempre termina en derramamiento de sangre, pero que siempre es la sangre de los otros. Eso explica que nuestros filósofos se sientan tan a gusto para decir no importa qué. Camus sabía hasta qué punto el mito de la revolución, de la ruptura, de la transgresión, unido a cierta fascinación por la violencia de las masas, fue la dosis vitamínica que los intelectuales de su tiempo necesitaban. Los intelectuales que todavía se consideran como tales, al no poder hablar ya de revolución no es que dejen de añorar una noción indefinida de ruptura. Lo vemos en España. Ahora toca «memoria histórica», y ni por un simple cálculo de conveniencia se tiene en cuenta quién sistematizó las checas, ni quiénes alentaron la persecución religiosa en el lado republicano.

A lo mejor les convenía más el diván del desencanto y no volver a las trincheras. El desencanto permitía cierto hedonismo, un dandismo de andar por casa, una mirada de hastío para ver si uno liga mucho. Meterse de nuevo en los fangos de la Historia no es cómodo, aunque importe más el rédito que la verdad. Quedan causas por atender entre las tapas y la cena: la antiglobalización, el antiamericanismo, la judeofobia, la empatía con las causas del terrorismo islamista, la convalecencia de Castro o las virtudes mediáticas de Chávez. De Chomsky a Saramago, tales causas tienen sus paradigmas. Tienen en común hacer pagar sus ilusiones perdidas al resto de la humanidad. Visto así, aún quedan algunos intelectuales.

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