Por Liliana Fasciani M.
No parece que haya manera de tener un día de paz en este país. Ni siquiera si uno va en su busca al lugar más recóndito de nuestra geografía nacional. La paz también ha desaparecido de los anaqueles de la sociedad venezolana.
No se percibe el mínimo esfuerzo por parte del Gobierno en proporcionar a los venezolanos tranquilidad y seguridad. Por el contrario, los hechos demuestran que su mayor interés consiste en propiciar situaciones que generan descontento, miedo e incertidumbre en la población. O lo que es igual, se esmeran en provocar tensión y en desatar emociones que conducen inevitablemente a la violencia.
Ya no se trata solamente de violencia delictiva, que constituye el más grave problema en nuestras ciudades y pueblos, gracias a la rampante impunidad producida por la ineficiencia e indiferencia de las autoridades. Un atraco, un secuestro o un muerto son simplemente dígitos en la estadística criminal. Y cada estadística criminal no es más que una gráfica, elaborada con dígitos manipulados a discreción.
Hay que incluir la violencia social, fruto de la acrimonia discursiva del Presidente, en cuyas insufribles peroratas induce a los desposeídos, a los pobres, a los sin techo, a los desempleados, a los damnificados, a invadir, agredir y despojar de sus bienes al prójimo. Reflexiones –como él denomina a sus latigazos verbales– que llenan de odio y envidia las tripas vacías de quienes culpan a otros de sus desgracias para eximir a su líder de responsabilidad.
Hay que incluir la violencia económica, generada por el ingente desabastecimiento de alimentos (leche, huevos, aceite y un cada vez más largo etcétera de productos), proporcional al aumento de los precios, a la pulverización del bolívar y a la desesperación de la gente.
Hay que incluir la violencia ideológica, promovida por la necesidad de crear el hombre nuevo a imagen y semejanza de un hombre viejo, muerto o moribundo, que se niega a reconocer su estruendosa derrota, en medio de la miseria cultivada, durante casi medio siglo, a costa de la libertad y de la vida de su pueblo.
Hay que incluir la violencia psicológica, atizada por las constantes amenazas de que esta revolución bolivariana está armada y sus cañones apuntan hacia todos aquellos que repudiamos el nuevo grito de guerra de los militares, milicianos y militantes revolucionarios.
Hay que incluir la violencia política, esa que dispara balas y perdigones contra los que piensan distinto, esa que lanza bombas lacrimógenas para asfixiar la libertad de expresión, esa que lapida a pedradas y corta a botellazos las protestas, esa que uniformada de rojo-rojito o de verde camuflado obstruye la pluralidad, esa que nos rompe los zapatos y nos muerde la paciencia, esa que asesina los sueños, las sonrisas, los latidos...
Es excesiva toda esa violencia. Pero así es como viven los que han sido formados para la guerra. Viven con las armas al hombro y la muerte en los talones. Llevan su violencia dondequiera que van, y la van dejando como una huella en el camino. Es lo que Hugo Chávez ha hecho desde que asumió el poder: exhibir sus armas, caminar con la muerte y sembrar de violencia el país. Su idea de la paz está asociada al miedo. Y el miedo no es más que la dimensión de la violencia. Por eso en Venezuela ya no tenemos leche, ni huevos, ni paz.
No parece que haya manera de tener un día de paz en este país. Ni siquiera si uno va en su busca al lugar más recóndito de nuestra geografía nacional. La paz también ha desaparecido de los anaqueles de la sociedad venezolana.
No se percibe el mínimo esfuerzo por parte del Gobierno en proporcionar a los venezolanos tranquilidad y seguridad. Por el contrario, los hechos demuestran que su mayor interés consiste en propiciar situaciones que generan descontento, miedo e incertidumbre en la población. O lo que es igual, se esmeran en provocar tensión y en desatar emociones que conducen inevitablemente a la violencia.
Ya no se trata solamente de violencia delictiva, que constituye el más grave problema en nuestras ciudades y pueblos, gracias a la rampante impunidad producida por la ineficiencia e indiferencia de las autoridades. Un atraco, un secuestro o un muerto son simplemente dígitos en la estadística criminal. Y cada estadística criminal no es más que una gráfica, elaborada con dígitos manipulados a discreción.
Hay que incluir la violencia social, fruto de la acrimonia discursiva del Presidente, en cuyas insufribles peroratas induce a los desposeídos, a los pobres, a los sin techo, a los desempleados, a los damnificados, a invadir, agredir y despojar de sus bienes al prójimo. Reflexiones –como él denomina a sus latigazos verbales– que llenan de odio y envidia las tripas vacías de quienes culpan a otros de sus desgracias para eximir a su líder de responsabilidad.
Hay que incluir la violencia económica, generada por el ingente desabastecimiento de alimentos (leche, huevos, aceite y un cada vez más largo etcétera de productos), proporcional al aumento de los precios, a la pulverización del bolívar y a la desesperación de la gente.
Hay que incluir la violencia ideológica, promovida por la necesidad de crear el hombre nuevo a imagen y semejanza de un hombre viejo, muerto o moribundo, que se niega a reconocer su estruendosa derrota, en medio de la miseria cultivada, durante casi medio siglo, a costa de la libertad y de la vida de su pueblo.
Hay que incluir la violencia psicológica, atizada por las constantes amenazas de que esta revolución bolivariana está armada y sus cañones apuntan hacia todos aquellos que repudiamos el nuevo grito de guerra de los militares, milicianos y militantes revolucionarios.
Hay que incluir la violencia política, esa que dispara balas y perdigones contra los que piensan distinto, esa que lanza bombas lacrimógenas para asfixiar la libertad de expresión, esa que lapida a pedradas y corta a botellazos las protestas, esa que uniformada de rojo-rojito o de verde camuflado obstruye la pluralidad, esa que nos rompe los zapatos y nos muerde la paciencia, esa que asesina los sueños, las sonrisas, los latidos...
Es excesiva toda esa violencia. Pero así es como viven los que han sido formados para la guerra. Viven con las armas al hombro y la muerte en los talones. Llevan su violencia dondequiera que van, y la van dejando como una huella en el camino. Es lo que Hugo Chávez ha hecho desde que asumió el poder: exhibir sus armas, caminar con la muerte y sembrar de violencia el país. Su idea de la paz está asociada al miedo. Y el miedo no es más que la dimensión de la violencia. Por eso en Venezuela ya no tenemos leche, ni huevos, ni paz.
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