Me es especialmente grato participar a los lectores y transeúntes de La pluma liberal la publicación de esta obra editada por Comala.com, cuyo primer capítulo comparto con ustedes aquí.
A la venta en:
Comala.com
Librería Noctua (Centro Plaza)
Librería Centro Plaza (Centro Plaza)
Librería Templo Interno (Centro Plaza)
Proveeduría Pensum (UCAB)
Librería Alvaro-Nora (UCAB)
Librería Alejandría (Paseo Las Mercedes)
Librería Txiki (El Tigre, Edo. Anzoátegui)
La audiencia
Las autoridades habían decidido realizar la audiencia pública en la plaza de los Héroes. La inusual disposición se trasmitía desde hacía un par de días por los medios de comunicación, y gentes de todos los rincones del territorio nacional y hasta del exterior ocupaban desde la víspera cada metro cuadrado de la plaza, ansiosos por presenciar un proceso nunca antes visto para un delito fuera de código. La sala de justicia se instaló en un entarimado, bajo las imponentes estatuas de los héroes. Hasta los más pazguatos se percataban del alegórico proscenio.
Diecinueve sillones se alineaban frente a una larga mesa de madera. A la derecha del palco estaría el Fiscal General. A la izquierda, el reo. Abajo y en el centro, los secretarios. El estrado en cuestión se hallaba separado del resto de la plaza por un cerco formado con tubulares de aluminio y gruesos cordones rojos. Los periodistas gozaban de una ubicación privilegiada, gracias al interés del Gobierno en cubrir cada detalle del juicio. No cabía una aguja en ninguna parte, pues hasta las ramas de los árboles servían como anfiteatros para niños y jóvenes. El silencio resultaba lo más impresionante. El público, excitado, se mantenía a la expectativa.
A las nueve en punto de la mañana, escoltados por guardias armados hasta las gorras, los diecinueve magistrados de la Suprema Corte de Justicia, vestidos con negras togas, desfilaron rígidamente por el corredor más ancho que se abría entre dos jardines y tomaron asiento en el palco principal. Tres secretarios hicieron su entrada portando abultados maletines. El Fiscal General avanzó, detrás de su barriga, mirando por el rabillo del ojo hacia el público. Finalmente, de un vehículo blindado descendió una mujer ataviada de negro. El rostro sin maquillaje, el cabello largo suelto, la mirada altiva. Caminaba erguida y despacio, flanqueada por cuatro guardias que cerraban fila a su espalda.
El magistrado presidente de la sala, sentado en medio de sus colegas, se inclinó hacia el micrófono, y su voz fuerte y áspera se expandió por toda la plaza de los Héroes.
–A partir de este momento, se da inicio a la audiencia oral y pública en el juicio número 13.071, incoado por la República en contra de la ciudadana Marcela Grau.
Hizo una breve pausa antes de imponer a la acusada de sus derechos constitucionales y de las generales de ley para asumir su propia defensa, tal como ella lo solicitara en la audiencia preliminar. Cumplida esta formalidad, cedió la palabra al Fiscal General. Entre un incesante manoseo de papeles y la perturbación que le causaba el vuelo de una mariposa alrededor de la calva, el Fiscal General expuso con vehemencia los fundamentos de hecho y de derecho que motivaban su acusación. La inculpada, sentada con la espalda muy recta, una pierna cruzada sobre la otra y las manos sobre la rodilla, parecía un maniquí al que sólo faltaba que adornaran las palomas. Casi una hora empleó el representante del Ministerio Público en presentar los cargos, tiempo durante el cual se defendió como pudo del fastidioso lepidóptero. Cuando concluyó su argumentación, los togados del proscenio, tal si estuviesen sincronizados por un extraño mecanismo, miraron simultáneamente a la acusada. El magistrado presidente, haciendo un gesto con la mano extendida palma arriba, le anunció que disponía de todo el tiempo necesario para exponer sus alegatos.
Marcela Grau devolvió la mirada a cada uno de los jueces. Después, clavó sus ojos en los del Fiscal General, y todos pudieron ver la sonrisa que dibujaron sus labios. Lentamente, su cabeza hizo un giro de 90 grados hacia el público, fijó la mirada en un punto preciso y, esta vez, nadie se percató de la suavidad con que se mordió el labio inferior. Descruzó las piernas, se inclinó un poco hacia delante, y con voz grave y pastosa empezó su apología.
–Podría alegar en mi descargo que lo hice en un estado de trastorno mental transitorio o, mejor aún, en legítima defensa, pero no me interesa recurrir a estos atenuantes. Si el sistema garantizase los derechos de los ciudadanos, ustedes no gozarían hoy de este espectáculo. Pura teoría. El sistema no hizo nada antes, ni hace nada ahora, pero quiere cobrarme sus deudas, hacerme pagar su morosa inepcia sólo porque decidí ajustarle cuentas.
–Señora Grau –dijo el fiscal, abrumado por la introducción–, en esta Corte lo que nos interesa son los hechos.
–Sí, señor, pero los hechos tienen una razón de ser y, sin embargo, nadie, absolutamente nadie conoce el punto de partida de este hecho que, dicho sea de paso, no es aislado ni nuevo, apenas es uno más de una serie infinita que no acaba aquí. Es un acontecimiento sucesivo, costumbrista, ambiental. Puedo demostrarles que ni siquiera es un hecho, sino una consecuencia lógica y perfecta del inmenso karma que macula al sistema y lo tiene convertido en un ventilador.
–¿Está usted esquivando la pregunta?
–No, señor. Estoy advirtiendo que si de lo que se trata es de agotar a la gente, no existe un instrumento para medir el sufrimiento. Cuando un pueblo padece los rigores del cinismo avieso, el resentimiento socava la paciencia y genera reacciones: unos se arrinconan en la resignación, otros se vuelven díscolos y desatan pasiones; pero todos esperan que alguien remueva el avispero. Así que bien visto, mi delito, ese crimen feroz del que me acusan, fue un favor que le hice a mi país, al continente y al mundo, exactamente en ese orden.
–Usted tiene que ceñirse a los cargos que se le imputan, señora –insistió el fiscal evidentemente irritado.
–Usted y esta corte tendrán los hechos, pero creo que tengo derecho a defenderme en mis propios términos, de modo que comenzaré por el principio.
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La audiencia
Las autoridades habían decidido realizar la audiencia pública en la plaza de los Héroes. La inusual disposición se trasmitía desde hacía un par de días por los medios de comunicación, y gentes de todos los rincones del territorio nacional y hasta del exterior ocupaban desde la víspera cada metro cuadrado de la plaza, ansiosos por presenciar un proceso nunca antes visto para un delito fuera de código. La sala de justicia se instaló en un entarimado, bajo las imponentes estatuas de los héroes. Hasta los más pazguatos se percataban del alegórico proscenio.
Diecinueve sillones se alineaban frente a una larga mesa de madera. A la derecha del palco estaría el Fiscal General. A la izquierda, el reo. Abajo y en el centro, los secretarios. El estrado en cuestión se hallaba separado del resto de la plaza por un cerco formado con tubulares de aluminio y gruesos cordones rojos. Los periodistas gozaban de una ubicación privilegiada, gracias al interés del Gobierno en cubrir cada detalle del juicio. No cabía una aguja en ninguna parte, pues hasta las ramas de los árboles servían como anfiteatros para niños y jóvenes. El silencio resultaba lo más impresionante. El público, excitado, se mantenía a la expectativa.
A las nueve en punto de la mañana, escoltados por guardias armados hasta las gorras, los diecinueve magistrados de la Suprema Corte de Justicia, vestidos con negras togas, desfilaron rígidamente por el corredor más ancho que se abría entre dos jardines y tomaron asiento en el palco principal. Tres secretarios hicieron su entrada portando abultados maletines. El Fiscal General avanzó, detrás de su barriga, mirando por el rabillo del ojo hacia el público. Finalmente, de un vehículo blindado descendió una mujer ataviada de negro. El rostro sin maquillaje, el cabello largo suelto, la mirada altiva. Caminaba erguida y despacio, flanqueada por cuatro guardias que cerraban fila a su espalda.
El magistrado presidente de la sala, sentado en medio de sus colegas, se inclinó hacia el micrófono, y su voz fuerte y áspera se expandió por toda la plaza de los Héroes.
–A partir de este momento, se da inicio a la audiencia oral y pública en el juicio número 13.071, incoado por la República en contra de la ciudadana Marcela Grau.
Hizo una breve pausa antes de imponer a la acusada de sus derechos constitucionales y de las generales de ley para asumir su propia defensa, tal como ella lo solicitara en la audiencia preliminar. Cumplida esta formalidad, cedió la palabra al Fiscal General. Entre un incesante manoseo de papeles y la perturbación que le causaba el vuelo de una mariposa alrededor de la calva, el Fiscal General expuso con vehemencia los fundamentos de hecho y de derecho que motivaban su acusación. La inculpada, sentada con la espalda muy recta, una pierna cruzada sobre la otra y las manos sobre la rodilla, parecía un maniquí al que sólo faltaba que adornaran las palomas. Casi una hora empleó el representante del Ministerio Público en presentar los cargos, tiempo durante el cual se defendió como pudo del fastidioso lepidóptero. Cuando concluyó su argumentación, los togados del proscenio, tal si estuviesen sincronizados por un extraño mecanismo, miraron simultáneamente a la acusada. El magistrado presidente, haciendo un gesto con la mano extendida palma arriba, le anunció que disponía de todo el tiempo necesario para exponer sus alegatos.
Marcela Grau devolvió la mirada a cada uno de los jueces. Después, clavó sus ojos en los del Fiscal General, y todos pudieron ver la sonrisa que dibujaron sus labios. Lentamente, su cabeza hizo un giro de 90 grados hacia el público, fijó la mirada en un punto preciso y, esta vez, nadie se percató de la suavidad con que se mordió el labio inferior. Descruzó las piernas, se inclinó un poco hacia delante, y con voz grave y pastosa empezó su apología.
–Podría alegar en mi descargo que lo hice en un estado de trastorno mental transitorio o, mejor aún, en legítima defensa, pero no me interesa recurrir a estos atenuantes. Si el sistema garantizase los derechos de los ciudadanos, ustedes no gozarían hoy de este espectáculo. Pura teoría. El sistema no hizo nada antes, ni hace nada ahora, pero quiere cobrarme sus deudas, hacerme pagar su morosa inepcia sólo porque decidí ajustarle cuentas.
–Señora Grau –dijo el fiscal, abrumado por la introducción–, en esta Corte lo que nos interesa son los hechos.
–Sí, señor, pero los hechos tienen una razón de ser y, sin embargo, nadie, absolutamente nadie conoce el punto de partida de este hecho que, dicho sea de paso, no es aislado ni nuevo, apenas es uno más de una serie infinita que no acaba aquí. Es un acontecimiento sucesivo, costumbrista, ambiental. Puedo demostrarles que ni siquiera es un hecho, sino una consecuencia lógica y perfecta del inmenso karma que macula al sistema y lo tiene convertido en un ventilador.
–¿Está usted esquivando la pregunta?
–No, señor. Estoy advirtiendo que si de lo que se trata es de agotar a la gente, no existe un instrumento para medir el sufrimiento. Cuando un pueblo padece los rigores del cinismo avieso, el resentimiento socava la paciencia y genera reacciones: unos se arrinconan en la resignación, otros se vuelven díscolos y desatan pasiones; pero todos esperan que alguien remueva el avispero. Así que bien visto, mi delito, ese crimen feroz del que me acusan, fue un favor que le hice a mi país, al continente y al mundo, exactamente en ese orden.
–Usted tiene que ceñirse a los cargos que se le imputan, señora –insistió el fiscal evidentemente irritado.
–Usted y esta corte tendrán los hechos, pero creo que tengo derecho a defenderme en mis propios términos, de modo que comenzaré por el principio.
Conseguireis parar la reforma
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