Por Delfina Acosta
Como la mujer de ojos tristes, porque no se atreve sino a soñar con un chico de la vecindad; como la triste fuera yo, y me convirtiera, por obra y gracia de la solidaridad divina, en una mujer alegre de piernas blancas y bien formadas, con una flor en el ombligo.
Como el escarabajo, que no sabe que es escarabajo, pero no cesa de buscar estiércol para alimentarse; como el escarabajo fuera yo, y un día comiera ambrosía, el alimento de los dioses.
Como el esclavo, que sujeto a sus cadenas, tiene pesadillas en sus noches amargas; como el esclavo fuera yo, y alguna vez, rotas las cadenas, me sumergiera en el río para nadar, libre de ropas, de sospechas, de miedo y de temblor.
Como el muerto, que no sospecha que está muerto, y perdura olorosamente en las flores silvestres del camposanto o en la memoria de diez parientes; como el muerto fuera yo, y de repente, despertara en un lugar donde pudiera entablar amistad con tres inmortales: Indira Ghandi, Leonardo da Vinci y Pablo Neruda.
Como la calabaza, que forma parte del viejísimo cuento aquel, al transformarse en carroza imperial; como la calabaza fuera yo, y torciera mi destino para no acabar partida en dos mitades por un cuchillo de mesa, sino transformada en un Rolls Royce, modelo 2010, de la Cenicienta.
Como la piedra, que lleva los años encima y se desgasta con el tiempo, sin enterarse de que así es como debe ser, pues ella es el único reloj del mundo; como la piedra fuera yo, y una mañana, o un atardecer, me saliera por fin la palabra secreta.
Como la parte roída del razonamiento humano, que a fuerza de machacar sobre un mismo pensamiento no alcanza a ser idea; como la parte roída del razonamiento humano fuera yo, para estallar en algo que alumbra la mente, echando por tierra la estupidez.
Como el viejo, el pobre viejo, nunca terminado de ubicarse en el tiempo y en el espacio que le toca vivir, ni acabado de enterarse de que sigue sonando el timbre de la calle o el teléfono del comedor; como el pobre viejo fuera yo, y en el momento menos esperado, mientras me suministran las vitaminas y las pastillas para dormir, corriera con un sable a la gente, entrara en mis cabales y viviera la vida con picardía.
Como Evita Perón, la apasionada, la del carisma nunca repetido, la de los brazos en alto, la de la palabra encendida, la de los espasmos de la enfermedad por dentro y la valentía en el palco; como Evita fuera yo.
Mujer apenas iniciada en todo, pues la vida me queda muy grande, tengo, al menos, esa pretensión.
Como Evita fuera y hablara en nombre de los oprimidos y de los marcados a fuego por el hábito de la mansedumbre, para decir que se vaya al diablo la cúpula podrida que maneja al Paraguay.
Al diablo todos los ladrones. Al diablo los políticos que quitan las últimas esperanzas de las mujeres, los hombres y los niños de este pueblo.
Al diablo el temor a los colorados empotrados en el Poder desde hace seis décadas. Al diablo los ambiciosos, los ávidos (aparecen en las temporadas electorales) que pelean, perdida la vergüenza, por un cargo.
Al diablo quienes intentan (inútilmente) dividir a la oposición. Al diablo los opresores, los vendidos y los traidores.
Fuera yo Evita para iniciar la revolución social en este país reducido a un átomo pues los poderosos abusan de los débiles. Y se llenara mi boca de mi propia boca para ser creíble. Y reventara después en sangre. Morir joven es, desde luego, una fina atención de los dioses.
Como la mujer de ojos tristes, porque no se atreve sino a soñar con un chico de la vecindad; como la triste fuera yo, y me convirtiera, por obra y gracia de la solidaridad divina, en una mujer alegre de piernas blancas y bien formadas, con una flor en el ombligo.
Como el escarabajo, que no sabe que es escarabajo, pero no cesa de buscar estiércol para alimentarse; como el escarabajo fuera yo, y un día comiera ambrosía, el alimento de los dioses.
Como el esclavo, que sujeto a sus cadenas, tiene pesadillas en sus noches amargas; como el esclavo fuera yo, y alguna vez, rotas las cadenas, me sumergiera en el río para nadar, libre de ropas, de sospechas, de miedo y de temblor.
Como el muerto, que no sospecha que está muerto, y perdura olorosamente en las flores silvestres del camposanto o en la memoria de diez parientes; como el muerto fuera yo, y de repente, despertara en un lugar donde pudiera entablar amistad con tres inmortales: Indira Ghandi, Leonardo da Vinci y Pablo Neruda.
Como la calabaza, que forma parte del viejísimo cuento aquel, al transformarse en carroza imperial; como la calabaza fuera yo, y torciera mi destino para no acabar partida en dos mitades por un cuchillo de mesa, sino transformada en un Rolls Royce, modelo 2010, de la Cenicienta.
Como la piedra, que lleva los años encima y se desgasta con el tiempo, sin enterarse de que así es como debe ser, pues ella es el único reloj del mundo; como la piedra fuera yo, y una mañana, o un atardecer, me saliera por fin la palabra secreta.
Como la parte roída del razonamiento humano, que a fuerza de machacar sobre un mismo pensamiento no alcanza a ser idea; como la parte roída del razonamiento humano fuera yo, para estallar en algo que alumbra la mente, echando por tierra la estupidez.
Como el viejo, el pobre viejo, nunca terminado de ubicarse en el tiempo y en el espacio que le toca vivir, ni acabado de enterarse de que sigue sonando el timbre de la calle o el teléfono del comedor; como el pobre viejo fuera yo, y en el momento menos esperado, mientras me suministran las vitaminas y las pastillas para dormir, corriera con un sable a la gente, entrara en mis cabales y viviera la vida con picardía.
Como Evita Perón, la apasionada, la del carisma nunca repetido, la de los brazos en alto, la de la palabra encendida, la de los espasmos de la enfermedad por dentro y la valentía en el palco; como Evita fuera yo.
Mujer apenas iniciada en todo, pues la vida me queda muy grande, tengo, al menos, esa pretensión.
Como Evita fuera y hablara en nombre de los oprimidos y de los marcados a fuego por el hábito de la mansedumbre, para decir que se vaya al diablo la cúpula podrida que maneja al Paraguay.
Al diablo todos los ladrones. Al diablo los políticos que quitan las últimas esperanzas de las mujeres, los hombres y los niños de este pueblo.
Al diablo el temor a los colorados empotrados en el Poder desde hace seis décadas. Al diablo los ambiciosos, los ávidos (aparecen en las temporadas electorales) que pelean, perdida la vergüenza, por un cargo.
Al diablo quienes intentan (inútilmente) dividir a la oposición. Al diablo los opresores, los vendidos y los traidores.
Fuera yo Evita para iniciar la revolución social en este país reducido a un átomo pues los poderosos abusan de los débiles. Y se llenara mi boca de mi propia boca para ser creíble. Y reventara después en sangre. Morir joven es, desde luego, una fina atención de los dioses.
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