Por Liliana Fasciani M.
Si de algo no tenemos dudas, es que Venezuela va palo abajo. Esta caída en picado, por mucho que quieran atribuirle la culpa al imperio yanqui, se la debemos a la revolución endógena que enarbola las insignias del socialismo “real” en pleno siglo veintiuno.
¿Cuándo se ha visto, dondequiera que existió y aún existe, que la planificación económica socialista haya generado bienestar? De ahí que un sistema que restringe la libertad individual, expropia las empresas privadas, encarga a militares de la producción agrícola y pecuaria, impone un control de cambio desfasado, regula los precios y sanciona por cualquier nimiedad a los comerciantes, lo único que logra es asfixiar la producción, destruir la economía y provocar la escasez.
El socialismo propone la redistribución de la riqueza para alcanzar esa cosa intangible y hueca denominada justicia social, pero ¿cómo puede redistribuirse lo que no ha sido previamente distribuido, porque ni siquiera ha sido producido?
En un sistema de este tipo, el gobierno, a medida que despoja a los propietarios de sus bienes, especialmente de los factores productivos, distribuye el producto ajeno, expropiado o confiscado al productor particular, hasta que se agota la mercancía. Cuando ya no queda nada, el estado socialista es incapaz de desarrollar la producción de más bienes y servicios para satisfacer las necesidades de la gente. Lo que sigue, naturalmente, es una crisis en continua agudización que comienza con el desabastecimiento y culmina en la más triste inopia.
La incapacidad de cualquier estado socialista para producir lo que la sociedad requiere y, en consecuencia, para proporcionar bienestar y seguridad a los ciudadanos, tiene sus causas en tres objetivos específicos: abolición de la personalidad burguesa, de la independencia burguesa y de la libertad burguesa (Marx, Karl: “Manifiesto Comunista”, Edicomunicación, 1968, p.115). Si, en efecto, se consigue abolir estos elementos, esenciales a la dignidad del ser humano, de la producción “en serie” de cosas se pasaría a la producción en serie de “autómatas” sin personalidad, totalmente dependientes del estado y esclavos de los fines de éste. Dicho de otro modo, la creatividad e iniciativa individual, que son los estímulos naturales por excelencia que dinamizan el desarrollo, la producción y la prosperidad de la sociedad, desaparecerían por completo en la homogénea y abstracta masa colectiva.
Los socialistas comunistoides, con sus atávicas deficiencias y sus complejos medievalistas, siguen negándose a rectificar y a contemporizar sus ideas. No han entendido todavía que las teorías de Marx son polvo histórico, que la tecnología no se detiene, que el mercado es un orden espontáneo, que la democracia derrotará siempre al totalitarismo, que la igualdad depende de la libertad plena, que la justicia no necesita adjetivos.
La pretensión de Hugo Chávez de imponer en Venezuela el socialismo marxista nos está costando mucho más de lo que suponemos. A ver si por fin devolvemos la utopía a su rincón y nos ocupamos en aprender a distinguir el capitalismo bueno del malo, es decir, a reconocer el liberalismo liberador, que brinda iguales oportunidades de estudio, trabajo y calidad de vida para todos en un sistema democrático constitucional de libertad e imperio de la ley, y a diferenciarlo del mercantilismo salvaje.
Ya es hora de que sepultemos definitivamente el socialismo y dejemos que el alma en pena de Marx descanse para siempre dondequiera que esté.
Si de algo no tenemos dudas, es que Venezuela va palo abajo. Esta caída en picado, por mucho que quieran atribuirle la culpa al imperio yanqui, se la debemos a la revolución endógena que enarbola las insignias del socialismo “real” en pleno siglo veintiuno.
¿Cuándo se ha visto, dondequiera que existió y aún existe, que la planificación económica socialista haya generado bienestar? De ahí que un sistema que restringe la libertad individual, expropia las empresas privadas, encarga a militares de la producción agrícola y pecuaria, impone un control de cambio desfasado, regula los precios y sanciona por cualquier nimiedad a los comerciantes, lo único que logra es asfixiar la producción, destruir la economía y provocar la escasez.
El socialismo propone la redistribución de la riqueza para alcanzar esa cosa intangible y hueca denominada justicia social, pero ¿cómo puede redistribuirse lo que no ha sido previamente distribuido, porque ni siquiera ha sido producido?
En un sistema de este tipo, el gobierno, a medida que despoja a los propietarios de sus bienes, especialmente de los factores productivos, distribuye el producto ajeno, expropiado o confiscado al productor particular, hasta que se agota la mercancía. Cuando ya no queda nada, el estado socialista es incapaz de desarrollar la producción de más bienes y servicios para satisfacer las necesidades de la gente. Lo que sigue, naturalmente, es una crisis en continua agudización que comienza con el desabastecimiento y culmina en la más triste inopia.
La incapacidad de cualquier estado socialista para producir lo que la sociedad requiere y, en consecuencia, para proporcionar bienestar y seguridad a los ciudadanos, tiene sus causas en tres objetivos específicos: abolición de la personalidad burguesa, de la independencia burguesa y de la libertad burguesa (Marx, Karl: “Manifiesto Comunista”, Edicomunicación, 1968, p.115). Si, en efecto, se consigue abolir estos elementos, esenciales a la dignidad del ser humano, de la producción “en serie” de cosas se pasaría a la producción en serie de “autómatas” sin personalidad, totalmente dependientes del estado y esclavos de los fines de éste. Dicho de otro modo, la creatividad e iniciativa individual, que son los estímulos naturales por excelencia que dinamizan el desarrollo, la producción y la prosperidad de la sociedad, desaparecerían por completo en la homogénea y abstracta masa colectiva.
Los socialistas comunistoides, con sus atávicas deficiencias y sus complejos medievalistas, siguen negándose a rectificar y a contemporizar sus ideas. No han entendido todavía que las teorías de Marx son polvo histórico, que la tecnología no se detiene, que el mercado es un orden espontáneo, que la democracia derrotará siempre al totalitarismo, que la igualdad depende de la libertad plena, que la justicia no necesita adjetivos.
La pretensión de Hugo Chávez de imponer en Venezuela el socialismo marxista nos está costando mucho más de lo que suponemos. A ver si por fin devolvemos la utopía a su rincón y nos ocupamos en aprender a distinguir el capitalismo bueno del malo, es decir, a reconocer el liberalismo liberador, que brinda iguales oportunidades de estudio, trabajo y calidad de vida para todos en un sistema democrático constitucional de libertad e imperio de la ley, y a diferenciarlo del mercantilismo salvaje.
Ya es hora de que sepultemos definitivamente el socialismo y dejemos que el alma en pena de Marx descanse para siempre dondequiera que esté.
Hola Liliana :
ResponderEliminarLamentablemente Venezuela esta pasando por el mismo camino que recorrió Chile hace 38 años con el triunfo de la Unidad Popular:colas
corrupción,desabastecimiento
racionamiento,etc.
Saludos.