Por Marcos Carrillo Perera
Luego de casi 50 años en el poder, el dictador cubano, Fidel Castro, en un gesto de falsa magnanimidad decide, unilateralmente, dejar de gobernar formalmente a la deprimida isla caribeña.
El evento no deja de llamar la atención, por razones que van mucho más allá del caprichoso gesto. Pone en la más descarada evidencia la verdadera concepción del poder que impuso Castro, cuya esencia radica en la concentración de todas las funciones del Estado en una misma persona; en unos poderes públicos que son un precario espejismo institucional y que responden, sin posibilidad de discusión, a una orden única.
Las consecuencias de este proceder son tremendamente perversas. Al acabar con la independencia de los poderes públicos y subordinarlos a un deseo único, la sociedad queda absolutamente desamparada frente a los naturales abusos de quien gobierna. Así, de la precariedad institucional, nacen los disidentes, de éstos las cacerías de brujas, que a su vez conllevan juicios sumarios, tribunales parcializados y vías de hecho, que desembocan en torturas y asesinatos.
Ante este panorama, la sociedad sucumbe al miedo. El silencio se apodera de los más cautos, y las delaciones (con o sin fundamento, da lo mismo) se tornan en la más eficaz herramienta para recibir favores o ejecutar mezquinas revanchas vecinales. El estado de postración se hace cada vez más determinante, y ante la plena conciencia del ciudadano de que no vale la pena reclamar, pues no hay dónde hacerlo, se van acostumbrando primero a las restricciones en el ámbito político, luego a la decadencia de los servicios, hasta soportar la indigencia a la que los somete el Estado que decide cuánta carne, leche o pan deben comerse.
La degradación a la que fueron sometidos los habitantes de la isla, tiene su origen en el crimen cometido sobre la separación de los poderes públicos.
En Venezuela se ha tratado de montar un esquema similar. La asfixia institucional fue obvia desde el momento en que el atroz Isaías Rodríguez cruzó la acera de la vicepresidencia a la Fiscalía. De allí en adelante, CNE, Asamblea, Poder Judicial y el resto del Poder Ciudadano, fueron envenenados con jefecitos subordinados al pupilo de Fidel.
Afortunadamente, casi 50 años de dar por sentada la democracia, así como la evolución internacional en la defensa de los derechos humanos, nos han dado herramientas a las que los cubanos no pudieron acceder en su momento, y nos ha permitido luchar contra la perversión de quienes gobiernan.
Fidel demostró, una vez más, que acabar con las instituciones le permite a los autócratas perpetuarse en el poder. Los demócratas venezolanos debemos comprobar que un pueblo arraigadamente democrático no permitirá que se termine de poner en práctica la decadente lección fidelista.
Luego de casi 50 años en el poder, el dictador cubano, Fidel Castro, en un gesto de falsa magnanimidad decide, unilateralmente, dejar de gobernar formalmente a la deprimida isla caribeña.
El evento no deja de llamar la atención, por razones que van mucho más allá del caprichoso gesto. Pone en la más descarada evidencia la verdadera concepción del poder que impuso Castro, cuya esencia radica en la concentración de todas las funciones del Estado en una misma persona; en unos poderes públicos que son un precario espejismo institucional y que responden, sin posibilidad de discusión, a una orden única.
Las consecuencias de este proceder son tremendamente perversas. Al acabar con la independencia de los poderes públicos y subordinarlos a un deseo único, la sociedad queda absolutamente desamparada frente a los naturales abusos de quien gobierna. Así, de la precariedad institucional, nacen los disidentes, de éstos las cacerías de brujas, que a su vez conllevan juicios sumarios, tribunales parcializados y vías de hecho, que desembocan en torturas y asesinatos.
Ante este panorama, la sociedad sucumbe al miedo. El silencio se apodera de los más cautos, y las delaciones (con o sin fundamento, da lo mismo) se tornan en la más eficaz herramienta para recibir favores o ejecutar mezquinas revanchas vecinales. El estado de postración se hace cada vez más determinante, y ante la plena conciencia del ciudadano de que no vale la pena reclamar, pues no hay dónde hacerlo, se van acostumbrando primero a las restricciones en el ámbito político, luego a la decadencia de los servicios, hasta soportar la indigencia a la que los somete el Estado que decide cuánta carne, leche o pan deben comerse.
La degradación a la que fueron sometidos los habitantes de la isla, tiene su origen en el crimen cometido sobre la separación de los poderes públicos.
En Venezuela se ha tratado de montar un esquema similar. La asfixia institucional fue obvia desde el momento en que el atroz Isaías Rodríguez cruzó la acera de la vicepresidencia a la Fiscalía. De allí en adelante, CNE, Asamblea, Poder Judicial y el resto del Poder Ciudadano, fueron envenenados con jefecitos subordinados al pupilo de Fidel.
Afortunadamente, casi 50 años de dar por sentada la democracia, así como la evolución internacional en la defensa de los derechos humanos, nos han dado herramientas a las que los cubanos no pudieron acceder en su momento, y nos ha permitido luchar contra la perversión de quienes gobiernan.
Fidel demostró, una vez más, que acabar con las instituciones le permite a los autócratas perpetuarse en el poder. Los demócratas venezolanos debemos comprobar que un pueblo arraigadamente democrático no permitirá que se termine de poner en práctica la decadente lección fidelista.
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