Por Teódulo López Meléndez
Este país se ha convertido en un pantano de la risa. Esto es una desvergüenza. La absoluta caída de la vida pública en el charco es evidente y patética. Las cosas que se dicen superan la impudicia para hundirse en el tremedal del más absoluto desprecio por la gente. Cualquier cosa, cualquier barbaridad, cualquier despropósito es lanzado ante la opinión pública con un desparpajo propio de la ignorancia y de la desfachatez.
Lo que tenemos que oír a diario raya con lo obsceno, con lo inaudito, con la barbarie. La vida pública de Venezuela equivale a la pérdida total de la sindéresis, del equilibrio, de la decencia. Se dicen las tropelías más insólitas como si el país fuese una jaula de monos. El irrespeto por la población ha llegado a proporciones canivalescas. En Venezuela se disolvieron los límites, ya cualquier cosa es posible, cualquier descabellada declaración es pronunciable, cualquier barbaridad se puede proferir para tejer un debate insustancial, maníaco, deprimente.
Aquí no circulan ideas, sólo escupitajos. El país ha sido convertido en una caja de resonancia de lo insólito. Es imposible entretejer un debate sobre los destinos nacionales. Aquí no hay espacio para la serenidad y lo profundo, aquí sólo hay espacio para la denuncia temeraria, para la payasada grandilocuente, para el desarme total de todo resquicio de ética. Han devaluado la vida pública, han enlodado la palabra hasta hacerla perder cualquier efecto, han convertido al país en el reino de lo desvalorizado, han convertido el necesario debate de lo público en una vulgaridad paralizante.
Las palabras que se elevan son sepultadas por el diario alud de la incongruencia. Las palabras que tratan de subir son arrolladas por un tsunami de estiércol. Cualquier esfuerzo por discurrir sobre el porvenir de la nación recibe a diario las camionadas de incongruencias que se lanzan envueltas en el papel de sonoras declaraciones peripatéticas y enloquecidas.
Aquí se puede decir cualquier cosa, se puede proferir cualquier mentira, se puede distorsionar a voluntad, se puede declarar lo que sea. Ya no importa, conceptos como los de verdad y decencia han sido cremados en el horno del despojo absoluto de todo raciocinio. Todo se enloda con meticulosa periodicidad. Las declaraciones sensatas, los análisis medulares, los intentos por plantear lo que interesa, todo es lanzado a los depósitos de basura porque lo que importa es la última locura proferida por algún asomado que se inventa lo que le de la gana.
Decir que el país se ha convertido en una carpa de circo sería exagerar. En el circo hay disciplina, esfuerzo y organización, y hasta el arte del payaso merece todo respeto. Esto no es un circo, esto es una devaluación total donde no queda un principio en pie. Los actores que visualizamos provocan risa. Y cuando hablan no salimos de nuestro asombro. Y cuando escriben nos sumen en el mareo de lo peripatético. Y cuando actúan nos parece vivir en un asombroso mundo creado por una mente fantasiosa que bien podríamos llamar de ridículo-ficción.
Aquí se juega con todos los valores, inclusive con los de la vida. El talento que el país tiene guarda silencio y duerme. Ese talento no tiene conexiones con lo que llamaremos lo propiamente político. Pedir que nos calláramos y dejásemos todo en manos de los humoristas sería una ofensa a los humoristas que son gente muy seria. En nuestra vida pública cotidiana no hay humor (de ningún color), no hay ironía (porque para ejercerla se requiere inteligencia), no hay sarcasmo (porque para tenerlo se requieren reservas). Aquí lo que hay en nuestra vida pública es podredumbre, degeneración y atosigamiento de imbecilidades.
Hasta los fabricantes de guerra sucia y de cortinas de humo dan muestra de retardo mental. Hasta para ejercer estas dos actividades se requiere un mínimo de sapiencia, da talento, de imaginación. Hasta los manipuladores de opinión enseñan un peligroso desequilibrio. Nuestra vida pública se ha desleído, se ha deshilachado, se ha despintado; es apenas un trapo sucio que los vientos anárquicos lanzan de tierral en tierral, de charco en charco, de detritus en detritus.
Esto no puede llamarse mediocridad porque esta palabra implica calidad media o tirando a malo. Cualquier observación inteligente que profiere un dirigente razonable es de inmediato desoída porque ya los oídos están habituados solamente al pichaque. La carga diaria de sandeces, de estupideces, de majaderías es abrumadora, paralizante, estrujadora.
Hay que alzarse por encima del charco, hay que rescatar el lenguaje, hay que hacer reaparecer la seriedad, hay que hacer que la dignidad se repatrie, hay que hacer todo de nuevo, porque los venezolanos no hacemos otra cosa que comenzar y recomenzar, siempre, como en un castigo bíblico deformado, como en una maldición de algún desalmado y caricaturesco profeta. Esto que llamamos país está en el charco. Sacarlo de allí será una tarea sólo emprendible para el que se deje de demagogia y diga la verdad: reconstruirlo nos va a costar sangre, sudor y lágrimas.
Este país se ha convertido en un pantano de la risa. Esto es una desvergüenza. La absoluta caída de la vida pública en el charco es evidente y patética. Las cosas que se dicen superan la impudicia para hundirse en el tremedal del más absoluto desprecio por la gente. Cualquier cosa, cualquier barbaridad, cualquier despropósito es lanzado ante la opinión pública con un desparpajo propio de la ignorancia y de la desfachatez.
Lo que tenemos que oír a diario raya con lo obsceno, con lo inaudito, con la barbarie. La vida pública de Venezuela equivale a la pérdida total de la sindéresis, del equilibrio, de la decencia. Se dicen las tropelías más insólitas como si el país fuese una jaula de monos. El irrespeto por la población ha llegado a proporciones canivalescas. En Venezuela se disolvieron los límites, ya cualquier cosa es posible, cualquier descabellada declaración es pronunciable, cualquier barbaridad se puede proferir para tejer un debate insustancial, maníaco, deprimente.
Aquí no circulan ideas, sólo escupitajos. El país ha sido convertido en una caja de resonancia de lo insólito. Es imposible entretejer un debate sobre los destinos nacionales. Aquí no hay espacio para la serenidad y lo profundo, aquí sólo hay espacio para la denuncia temeraria, para la payasada grandilocuente, para el desarme total de todo resquicio de ética. Han devaluado la vida pública, han enlodado la palabra hasta hacerla perder cualquier efecto, han convertido al país en el reino de lo desvalorizado, han convertido el necesario debate de lo público en una vulgaridad paralizante.
Las palabras que se elevan son sepultadas por el diario alud de la incongruencia. Las palabras que tratan de subir son arrolladas por un tsunami de estiércol. Cualquier esfuerzo por discurrir sobre el porvenir de la nación recibe a diario las camionadas de incongruencias que se lanzan envueltas en el papel de sonoras declaraciones peripatéticas y enloquecidas.
Aquí se puede decir cualquier cosa, se puede proferir cualquier mentira, se puede distorsionar a voluntad, se puede declarar lo que sea. Ya no importa, conceptos como los de verdad y decencia han sido cremados en el horno del despojo absoluto de todo raciocinio. Todo se enloda con meticulosa periodicidad. Las declaraciones sensatas, los análisis medulares, los intentos por plantear lo que interesa, todo es lanzado a los depósitos de basura porque lo que importa es la última locura proferida por algún asomado que se inventa lo que le de la gana.
Decir que el país se ha convertido en una carpa de circo sería exagerar. En el circo hay disciplina, esfuerzo y organización, y hasta el arte del payaso merece todo respeto. Esto no es un circo, esto es una devaluación total donde no queda un principio en pie. Los actores que visualizamos provocan risa. Y cuando hablan no salimos de nuestro asombro. Y cuando escriben nos sumen en el mareo de lo peripatético. Y cuando actúan nos parece vivir en un asombroso mundo creado por una mente fantasiosa que bien podríamos llamar de ridículo-ficción.
Aquí se juega con todos los valores, inclusive con los de la vida. El talento que el país tiene guarda silencio y duerme. Ese talento no tiene conexiones con lo que llamaremos lo propiamente político. Pedir que nos calláramos y dejásemos todo en manos de los humoristas sería una ofensa a los humoristas que son gente muy seria. En nuestra vida pública cotidiana no hay humor (de ningún color), no hay ironía (porque para ejercerla se requiere inteligencia), no hay sarcasmo (porque para tenerlo se requieren reservas). Aquí lo que hay en nuestra vida pública es podredumbre, degeneración y atosigamiento de imbecilidades.
Hasta los fabricantes de guerra sucia y de cortinas de humo dan muestra de retardo mental. Hasta para ejercer estas dos actividades se requiere un mínimo de sapiencia, da talento, de imaginación. Hasta los manipuladores de opinión enseñan un peligroso desequilibrio. Nuestra vida pública se ha desleído, se ha deshilachado, se ha despintado; es apenas un trapo sucio que los vientos anárquicos lanzan de tierral en tierral, de charco en charco, de detritus en detritus.
Esto no puede llamarse mediocridad porque esta palabra implica calidad media o tirando a malo. Cualquier observación inteligente que profiere un dirigente razonable es de inmediato desoída porque ya los oídos están habituados solamente al pichaque. La carga diaria de sandeces, de estupideces, de majaderías es abrumadora, paralizante, estrujadora.
Hay que alzarse por encima del charco, hay que rescatar el lenguaje, hay que hacer reaparecer la seriedad, hay que hacer que la dignidad se repatrie, hay que hacer todo de nuevo, porque los venezolanos no hacemos otra cosa que comenzar y recomenzar, siempre, como en un castigo bíblico deformado, como en una maldición de algún desalmado y caricaturesco profeta. Esto que llamamos país está en el charco. Sacarlo de allí será una tarea sólo emprendible para el que se deje de demagogia y diga la verdad: reconstruirlo nos va a costar sangre, sudor y lágrimas.
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