Por José María Marco
Parecía que el famoso Supermartes, el más supermartes de todos los supermartes de la historia de EEUU, iba a aclarar el panorama y despejar el nombre de los dos candidatos a la Presidencia en las elecciones de noviembre. Pero los opinadores proponen y los votantes disponen, como ha dicho un comentarista político norteamericano en un saludable ejercicio de humildad.
El caso es que la larguísima marcha hacia la designación indica que los votantes, el país mismo, están en pleno proceso de construcción de una nueva manera de verse a sí mismos. Todavía no ha cuajado del todo el candidato que le dará forma. Veamos por qué.
Del lado demócrata, parecía claro que Hillary Clinton llevaba una ventaja considerable. Su experiencia, su apellido, su marido, sus relaciones y su respaldo en el aparato del partido… todo la colocaba en el puesto del ganador. Pues bien, todo le ha salido al revés. Proponía seguridad y sensatez, y ha tenido que recurrir a los pucheros para lograr arañar algún voto… Ha echado a alguno de sus principales asesores, se está quedado sin dinero; incluso ha tenido que pedir un préstamo para continuar. Algunos renombrados nombres de la oligarquía demócrata, como parte de la familia Kennedy, no la apoyan. Y las intervenciones de su marido han resultado un desastre. Esto último ha resultado crucial. Bill recordó al electorado, por si no estaba ya bastante presente el asunto, que el apellido Clinton forma parte del pasado. Un pasado brillante y añorado por muchos, pero pasado al fin y al cabo. Hillary lo encarna, además, con sequedad y escasa simpatía. En un gesto que le honra –por mucho que equivalga a hacer de la necesidad virtud–, ha elegido el mensaje prosaico del trabajo duro y la responsabilidad.
Aunque se suele decir que a los norteamericanos les gusta saber a quién van a elegir, me parece que les gustan más los candidatos que responden a lo que ellos, los norteamericanos, quieren ser. ¿Y quién quiere ser como Hillary Clinton? A lo mejor el realismo se impone, o lo imponen los delegados de rango superior, que disponen de capacidad para deshacer un posible empate y por cuyos votos hay entablada una batalla despiadada. En vista de la situación, cabe preguntarse si inclinarse por Clinton en contra de los electores no sería un gesto suicida para los demócratas.
El partido ha encontrado en Barack Obama, y bueno es reconocerlo, el candidato que andaba buscando desde los tiempos de Bill. Joven –sin pasado, por tanto–, pero bien preparado; negro, pero en los antípodas de los líderes que hacían de la raza el mensaje principal de sus propuestas; templado y formal en las formas, pero con gancho personal y un mensaje de cambio saturado de emoción. Más que portador de un mensaje de cambio, Obama es el cambio que preconiza. Por eso no hace falta que precise demasiado sus propuestas. Su programa se resume en su persona. Para Hillary Clinton, resulta el peor de todos los guiones posibles.
Los Clinton, adolescentes perpetuos, perpetuos irresponsables, representan la eterna juventud de la generación de los 60 y 70. Pues bien, ahí tienen a un teen-ager de verdad, y con capacidad ya demostrada para impulsar y liderar una ola de cambio –extraordinariamente bien conducida– que se ha apoderado, hasta rozar la histeria, de buena parte de la sociedad norteamericana. A lo mejor los demócratas acaban como Gore y Bush: en los tribunales. Tendría gracia. Si tuviera que dar un consejo a Hillary, le diría que empezara a pensar en retirarse, respaldar la candidatura de Obama y salir airosa de la ciénaga en que se ha (y le han) metido. No habrá hecho historia, como quería, pero habrá contribuido a hacerla. Es posible que todavía no haya llegado el momento para un paso tan dramático, pero tal vez se presente antes de lo que se piensa.
En el lado republicano la situación es bien distinta. Los republicanos heredan, lo quieran o no, el peso de treinta años de hegemonía conservadora. Entre los méritos de Bush –que los tiene, y se le reconocerán más adelante– no está el de haber sabido formar una plataforma desde la que renovar mensajes y nombres. Así que el gran legado parece ahora una losa de la que hay que huir como sea. Las cifras cantan. Hasta hoy, menos de nueve millones de republicanos se han tomado la molestia de acudir a elegir a su candidato, por trece millones en el bando demócrata. Ya sabemos quién está calentando motores para noviembre. Ha habido, eso sí, tantas sorpresas como entre los demócratas. La primera ha sido la fuerza de Mike Huckabee, identificado en un principio con el electorado evangélico pero que ha encontrado la manera de salir del gueto donde se le había encerrado. El voto que le ha respaldado también está compuesto de jóvenes, mujeres y personas de pocos recursos. Esto explica su tirón populista, en ruptura con el conservadurismo clásico, à la Reagan, liberal en lo fiscal, templado en las costumbres y activo en el exterior.
En más de un aspecto, Mike Huckabee representa una forma de renovación, aunque muchos la encuentren equivocada. Más polémica aún, por su ya casi definitiva posición preeminente, ha suscitado McCain. Muchos conservadores, entre ellos algunos de los más influyentes creadores de opinión del país, no le perdonan ni su desacuerdo con las reducciones de impuestos de Bush, ni las limitaciones que impuso a la financiación de las campañas electorales ni su tolerancia en la cuestión de la inmigración. Ante una parte de la elite de derechas, McCain tiene que demostrar su pedigrí. Efectivamente, McCain no se corresponde –tampoco Huckabee, por cierto– con el patrón con que se mediría una posible continuidad en la derecha norteamericana. Aun así, en medios conservadores como la National Review algunos articulistas han subrayado que McCain tiene un historial consistentemente de derechas, más allá de su posición favorable a la intervención en Irak. Como ha recordado el GEES, la Unión Conservadora Americana (ACU) concede a McCain 83 puntos sobre 100 a la hora de valorar sus votaciones, durante más de veinte años, en la Cámara Alta de la nación. Sea como fuere, la gran baza de McCain está en su categoría de símbolo. En esto se parece a Obama.
Parece que los norteamericanos anduvieran en busca de un líder capaz de representarlos, más que de un programa. A diferencia del demócrata, el republicano sí tiene un largo pasado. Es su historial de héroe de guerra lo que le concede su categoría de símbolo, al parecer imprescindible en estas elecciones. A eso se le añade su historial de independiente –de traidor, dirían algunos–, que tanto enfurece a una parte de la derecha, aunque no está de más preguntarse si la renovación del conservadurismo clásico no empezó ya con Bush, con esos programas educativos y médicos suyos que tanto escocieron entre los republicanos. El electorado ha visto en McCain, como en Obama por el bando demócrata, una apuesta por el cambio. Forzando un tanto la comparación, el periodista John Fund ha hablado de McCain como del Sarkozy de la derecha norteamericana. Bush vendría a ser… su Jacques Chirac, lo que no habrá hecho mucha gracia al actual inquilino de la Casa Blanca. Lo que está aún menos claro es que Obama se resigne al papel de Ségolène Royal. Y dejo aquí las comparaciones, para no despeñarme del todo.
Parecía que el famoso Supermartes, el más supermartes de todos los supermartes de la historia de EEUU, iba a aclarar el panorama y despejar el nombre de los dos candidatos a la Presidencia en las elecciones de noviembre. Pero los opinadores proponen y los votantes disponen, como ha dicho un comentarista político norteamericano en un saludable ejercicio de humildad.
El caso es que la larguísima marcha hacia la designación indica que los votantes, el país mismo, están en pleno proceso de construcción de una nueva manera de verse a sí mismos. Todavía no ha cuajado del todo el candidato que le dará forma. Veamos por qué.
Del lado demócrata, parecía claro que Hillary Clinton llevaba una ventaja considerable. Su experiencia, su apellido, su marido, sus relaciones y su respaldo en el aparato del partido… todo la colocaba en el puesto del ganador. Pues bien, todo le ha salido al revés. Proponía seguridad y sensatez, y ha tenido que recurrir a los pucheros para lograr arañar algún voto… Ha echado a alguno de sus principales asesores, se está quedado sin dinero; incluso ha tenido que pedir un préstamo para continuar. Algunos renombrados nombres de la oligarquía demócrata, como parte de la familia Kennedy, no la apoyan. Y las intervenciones de su marido han resultado un desastre. Esto último ha resultado crucial. Bill recordó al electorado, por si no estaba ya bastante presente el asunto, que el apellido Clinton forma parte del pasado. Un pasado brillante y añorado por muchos, pero pasado al fin y al cabo. Hillary lo encarna, además, con sequedad y escasa simpatía. En un gesto que le honra –por mucho que equivalga a hacer de la necesidad virtud–, ha elegido el mensaje prosaico del trabajo duro y la responsabilidad.
Aunque se suele decir que a los norteamericanos les gusta saber a quién van a elegir, me parece que les gustan más los candidatos que responden a lo que ellos, los norteamericanos, quieren ser. ¿Y quién quiere ser como Hillary Clinton? A lo mejor el realismo se impone, o lo imponen los delegados de rango superior, que disponen de capacidad para deshacer un posible empate y por cuyos votos hay entablada una batalla despiadada. En vista de la situación, cabe preguntarse si inclinarse por Clinton en contra de los electores no sería un gesto suicida para los demócratas.
El partido ha encontrado en Barack Obama, y bueno es reconocerlo, el candidato que andaba buscando desde los tiempos de Bill. Joven –sin pasado, por tanto–, pero bien preparado; negro, pero en los antípodas de los líderes que hacían de la raza el mensaje principal de sus propuestas; templado y formal en las formas, pero con gancho personal y un mensaje de cambio saturado de emoción. Más que portador de un mensaje de cambio, Obama es el cambio que preconiza. Por eso no hace falta que precise demasiado sus propuestas. Su programa se resume en su persona. Para Hillary Clinton, resulta el peor de todos los guiones posibles.
Los Clinton, adolescentes perpetuos, perpetuos irresponsables, representan la eterna juventud de la generación de los 60 y 70. Pues bien, ahí tienen a un teen-ager de verdad, y con capacidad ya demostrada para impulsar y liderar una ola de cambio –extraordinariamente bien conducida– que se ha apoderado, hasta rozar la histeria, de buena parte de la sociedad norteamericana. A lo mejor los demócratas acaban como Gore y Bush: en los tribunales. Tendría gracia. Si tuviera que dar un consejo a Hillary, le diría que empezara a pensar en retirarse, respaldar la candidatura de Obama y salir airosa de la ciénaga en que se ha (y le han) metido. No habrá hecho historia, como quería, pero habrá contribuido a hacerla. Es posible que todavía no haya llegado el momento para un paso tan dramático, pero tal vez se presente antes de lo que se piensa.
En el lado republicano la situación es bien distinta. Los republicanos heredan, lo quieran o no, el peso de treinta años de hegemonía conservadora. Entre los méritos de Bush –que los tiene, y se le reconocerán más adelante– no está el de haber sabido formar una plataforma desde la que renovar mensajes y nombres. Así que el gran legado parece ahora una losa de la que hay que huir como sea. Las cifras cantan. Hasta hoy, menos de nueve millones de republicanos se han tomado la molestia de acudir a elegir a su candidato, por trece millones en el bando demócrata. Ya sabemos quién está calentando motores para noviembre. Ha habido, eso sí, tantas sorpresas como entre los demócratas. La primera ha sido la fuerza de Mike Huckabee, identificado en un principio con el electorado evangélico pero que ha encontrado la manera de salir del gueto donde se le había encerrado. El voto que le ha respaldado también está compuesto de jóvenes, mujeres y personas de pocos recursos. Esto explica su tirón populista, en ruptura con el conservadurismo clásico, à la Reagan, liberal en lo fiscal, templado en las costumbres y activo en el exterior.
En más de un aspecto, Mike Huckabee representa una forma de renovación, aunque muchos la encuentren equivocada. Más polémica aún, por su ya casi definitiva posición preeminente, ha suscitado McCain. Muchos conservadores, entre ellos algunos de los más influyentes creadores de opinión del país, no le perdonan ni su desacuerdo con las reducciones de impuestos de Bush, ni las limitaciones que impuso a la financiación de las campañas electorales ni su tolerancia en la cuestión de la inmigración. Ante una parte de la elite de derechas, McCain tiene que demostrar su pedigrí. Efectivamente, McCain no se corresponde –tampoco Huckabee, por cierto– con el patrón con que se mediría una posible continuidad en la derecha norteamericana. Aun así, en medios conservadores como la National Review algunos articulistas han subrayado que McCain tiene un historial consistentemente de derechas, más allá de su posición favorable a la intervención en Irak. Como ha recordado el GEES, la Unión Conservadora Americana (ACU) concede a McCain 83 puntos sobre 100 a la hora de valorar sus votaciones, durante más de veinte años, en la Cámara Alta de la nación. Sea como fuere, la gran baza de McCain está en su categoría de símbolo. En esto se parece a Obama.
Parece que los norteamericanos anduvieran en busca de un líder capaz de representarlos, más que de un programa. A diferencia del demócrata, el republicano sí tiene un largo pasado. Es su historial de héroe de guerra lo que le concede su categoría de símbolo, al parecer imprescindible en estas elecciones. A eso se le añade su historial de independiente –de traidor, dirían algunos–, que tanto enfurece a una parte de la derecha, aunque no está de más preguntarse si la renovación del conservadurismo clásico no empezó ya con Bush, con esos programas educativos y médicos suyos que tanto escocieron entre los republicanos. El electorado ha visto en McCain, como en Obama por el bando demócrata, una apuesta por el cambio. Forzando un tanto la comparación, el periodista John Fund ha hablado de McCain como del Sarkozy de la derecha norteamericana. Bush vendría a ser… su Jacques Chirac, lo que no habrá hecho mucha gracia al actual inquilino de la Casa Blanca. Lo que está aún menos claro es que Obama se resigne al papel de Ségolène Royal. Y dejo aquí las comparaciones, para no despeñarme del todo.
Fuente: Fundación Burke
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