Por Marcos Carrillo Perera
Cambió el perico -con arepa- y ahora se desayuna con pasta de coca. La mansa cafeína del tradicional guayoyo sucumbió ante la excitación que provoca el recién descubierto menjurje paramero. La conversación mañanera de la sobremesa desapareció, pues la matica no necesita ser degustada, basta con meterla en la boca y las glándulas salivales comienzan a trabajar aceleradamente para tragar el estimulante que no necesita de mesa, de mantel, de tiempo o de familia; se chupa rapidito y se puede salir corriendo a montarse en un avión (o a creerse uno).
Esta versión andina del fast food es tan nociva y ridícula como su par del norte. Nadie en su sano juicio se enorgullecería de desayunarse todos los días en McDonald's. No hace falta ser científico o ver alguna película malintencionada, para saber que es una majadería llevar tal régimen de dieta. Ningún iconoclasta usaría tan ridícula bandera como símbolo de su irreverencia a lo establecido. Sin embargo, el hombrecito de Sabaneta, que desearía ser antisistema, recomienda el consumo diario de una forma de comida rápida que no sólo no es sabrosa ni nutritiva, sino que es el símbolo de esclavitud más degradada que pueda existir. Chávez se rinde cada mañana ante una pasta que sirve de base para destruir neuronas y familias.
Este cambio dietético mancilla nuestra próspera tradición culinaria para darle preferencia a una insípida hoja huérfana de vínculo alguno con nuestra tierra, y que, además, adolece de las proteínas que tiene un vasito de leche de la que se producía en el sur del lago. Tal vez la escasez de carne, o de huevos -o más bien, la absoluta carencia- que afecta a Miraflores, y a una parte del país, sea la causa de la infame necesidad presidencial de apelar a la pasta esa que, para bien de todos, está prohibida que la consuma la gente normal.
La decadencia y el mal gusto presidencial, que han sido tan obvios en los últimos tiempos, se avivan más allá de lo previsible con el nuevo capricho. El deleite por lo inservible no se limita a la creencia en ideologías de pacotilla, a la adoración de dictadores, o a un vocabulario estrecho y malandro; desde esta semana la coca forma parte del collage de desechos que forman la base de una revolución insustancial, que se ha especializado en las máximas paradojas de producir escasez y subsidiar al productor extranjero en detrimento del nacional.
Así como los hombres de bien ofrecen hojas de parra como símbolo de paz y los campeones griegos eran coronados con laurel, la hoja de coca es la metáfora perfecta para la revolución bonita. ¡Buen provecho, presidente!
Cambió el perico -con arepa- y ahora se desayuna con pasta de coca. La mansa cafeína del tradicional guayoyo sucumbió ante la excitación que provoca el recién descubierto menjurje paramero. La conversación mañanera de la sobremesa desapareció, pues la matica no necesita ser degustada, basta con meterla en la boca y las glándulas salivales comienzan a trabajar aceleradamente para tragar el estimulante que no necesita de mesa, de mantel, de tiempo o de familia; se chupa rapidito y se puede salir corriendo a montarse en un avión (o a creerse uno).
Esta versión andina del fast food es tan nociva y ridícula como su par del norte. Nadie en su sano juicio se enorgullecería de desayunarse todos los días en McDonald's. No hace falta ser científico o ver alguna película malintencionada, para saber que es una majadería llevar tal régimen de dieta. Ningún iconoclasta usaría tan ridícula bandera como símbolo de su irreverencia a lo establecido. Sin embargo, el hombrecito de Sabaneta, que desearía ser antisistema, recomienda el consumo diario de una forma de comida rápida que no sólo no es sabrosa ni nutritiva, sino que es el símbolo de esclavitud más degradada que pueda existir. Chávez se rinde cada mañana ante una pasta que sirve de base para destruir neuronas y familias.
Este cambio dietético mancilla nuestra próspera tradición culinaria para darle preferencia a una insípida hoja huérfana de vínculo alguno con nuestra tierra, y que, además, adolece de las proteínas que tiene un vasito de leche de la que se producía en el sur del lago. Tal vez la escasez de carne, o de huevos -o más bien, la absoluta carencia- que afecta a Miraflores, y a una parte del país, sea la causa de la infame necesidad presidencial de apelar a la pasta esa que, para bien de todos, está prohibida que la consuma la gente normal.
La decadencia y el mal gusto presidencial, que han sido tan obvios en los últimos tiempos, se avivan más allá de lo previsible con el nuevo capricho. El deleite por lo inservible no se limita a la creencia en ideologías de pacotilla, a la adoración de dictadores, o a un vocabulario estrecho y malandro; desde esta semana la coca forma parte del collage de desechos que forman la base de una revolución insustancial, que se ha especializado en las máximas paradojas de producir escasez y subsidiar al productor extranjero en detrimento del nacional.
Así como los hombres de bien ofrecen hojas de parra como símbolo de paz y los campeones griegos eran coronados con laurel, la hoja de coca es la metáfora perfecta para la revolución bonita. ¡Buen provecho, presidente!
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