Por Liliana Fasciani M.
«La loca de la casa» me tiene desvelada. El libro de Rosa Montero lleva casi un año en mi biblioteca y hasta esta noche no se me había antojado leerlo. Ahora no consigo terminarlo, porque me ha tomado por sorpresa. Creí que era una novela y resultó ser un brebaje contra los demonios literarios. Bueno, más o menos. Pero no es la lectura la que me ha quitado el sueño, sino la auténtica «loca de la casa» –la mía– que me trae por la calle de la amargura desde hace algunos meses.
Lo curioso-casual es que me dio por leer ese libro en el mejor momento, es decir, en el peor momento. Justo cuando mi «daimon» anda todo alborotado, tratando de construir una historia a partir de una frase que llegó mientras estaba en la cola de dragón que se forma en la autopista diariamente, una de esas tardes perdidas por desperdiciadas en el tráfico insufrible de Caracas. Digo que la frase llegó porque no la buscaba. «La loca de la casa» la metió de contrabando en mi cabeza. Desde entonces ha estado martilleando sin cesar.
La frase se ha fugado. Estaba ahí, sonando sin voz, existiendo en solitario, ansiando una trama y un personaje para encajar en algún párrafo, y de repente se ha esfumado, como si un relámpago la hubiese desintegrado. Sus piezas revolotean, desperdigadas, en mi mente, igual que una sopa de letras. En este momento apenas vislumbro su celaje. Es una frase larga, parecida a un clavo del que puede colgarse cualquier cosa, siempre que sea liviana y delgada. De hecho, es una frase liviana y delgada que cabe en un susurro o en una divagación. Podría pasarla por el ojo de una cerradura o insertarla en un mazo de naipes, pero intuyo que ella preferiría posar junto a un balcón, mientras la mirada de quien la pronuncia contempla melancólicamente la ciudad.
Las palabras son rebeldes, lo que explica que haya frases que se fugan. Uno piensa que puede someterlas, doblegarlas a una idea o a un sentimiento, al margen de su propia existencia o del espíritu de sus significados. Hay que ser muy hábil en el permanente forcejeo con las palabras para que expresen lo que uno necesita. Algunas, tan independientes, se permiten el lujo de la autosuficiencia, como si pudiesen subsistir aisladamente, sin vincularse con los demás vocablos, en una soltería desconsiderada y arrogante que prescinde de las conjunciones, de las preposiciones, incluso de los verbos. Despampanantes y hurañas, dan la impresión de existir por sí mismas, conscientes de la importancia de su esencia y, por lo tanto, ajenas a su entorno, indiferentes a la desesperación de quien las requiere.
Sin embargo, esa frase, que de tanto ir y venir se ha hecho invisible, no está hecha de esa clase de palabras, sino compuesta por vocablos más humildes, para nada rimbombantes. Es una frase sencilla que podría pasar desapercibida si no la colocara en un monólogo o en un diálogo fundamental, si no creara para ella una atmósfera adecuada y un instante preciso. ¡Es una pena que ahora no la encuentre! Sé que anda por ahí, jugando al escondite. De vez en cuando asoma una tilde o me guiña un acento. Se burla de mi descaradamente, porque sabe que la busco. Si llegara a desaparecer del todo, tendría que recurrir a otras palabras para inventar una frase que cupiese en el vacío que ella dejara. Ni siquiera puedo confiar en que regrese sana y salva de su huida. Es probable que vuelva con una vocal desdentada o con una consonante coja. Sería una desgracia si se desbarrancara y perdiera la coma que lleva en el tobillo. Eso sería muy grave, pues automáticamente se transformaría. Una frase es como es y no puede ser de otra manera, porque entonces no es ella, sino otra distinta.
Han transcurrido muchos días y la frase no aparece. Debe haberse extraviado irremediablemente. Quizá sedujo a alguien que la supo aprovechar y ella se entregó sin recato. No, eso es imposible. Nadie, aparte de mi, la conoce. De todos modos, la culpa es mía. Me equivoqué al creer que la tenía perfectamente vigilada, que permanecería quieta en mi memoria hasta cuando decidiera utilizarla. Debe haberse sentido ignorada. O acaso se aburrió. Algunas veces pasa que las frases se cansan de esperar a que el escritor esté listo para dedicarles el tiempo y el espacio que merecen. Las más impacientes se largan con estrépito, tirando la puerta; las otras, más sensibles, se van calladamente, sin despedirse. Me aterra pensar que esa frase se haya ido. Me incomoda su ausencia. La sensación de pérdida es la misma que cuando mis mejores versos se han escurrido por el desagüe de la ducha. Jamás he logrado recuperar ninguno de los que se han mezclado con la espuma del jabón.
La frase ¡por fin! ha regresado. Entró sin hacer ruido y se apoltronó cómodamente en un rincón. A primera vista, parece estar intacta. Tiene la coma en su sitio, menos mal. «La loca de la casa» anda eufórica. Aunque su vida depende de mi, la historia depende de lo que yo haga con la frase fugitiva que ha vuelto como una hija pródiga. ¡Condenada reciprocidad! Se supone que en esta relación yo soy la pareja dominante. Falsa suposición. Mantenemos una lucha de poder que agota mis fuerzas hasta la rendición. Mientras la historia existe solamente en mi pensamiento, es todavía un embrión en desarrollo cuyo nacimiento depende de mi voluntad. Sin embargo, lo relevante y lo patético es que no soy yo quien ha creado al monstruito, sino ella, «la loca de la casa». Y después, ¡ay de mi!, sucederá lo de siempre. En cuanto escriba la frase, perderé casi todo mi poder. La historia, en algún momento, se emancipará, los personajes seguirán su propio rumbo, surgirán situaciones impredecibles… No podré impedirlo. Siendo mías la inteligencia y la memoria, «la loca de la casa» concibe las historias, preña a las palabras, yo sólo estoy obligada a parir a sus criaturas. La tirana me agobia noche y día, hace de mi su esclava. Y yo, lejos de oponer alguna resistencia, cedo sin protestar, la sigo obedientemente. Es inútil que intente sublevarme.
Sonó la hora. «La loca de la casa» me está desafiando. Quiere que me siente a escribir de una buena vez esa historia. Empezaré ahora mismo. No puedo arriesgarme a que la frase se escape de nuevo. Está muy inquieta. La coma titila, casi no puede respirar. Si escribiese a máquina, diría que la página continúa en blanco. Así era antes, cuando “Celestina”, mi pequeña Olivetti anaranjada, iba conmigo a todas partes, protegida bajo su negro y duro caparazón de plástico con asa. Colocaba una hoja en su rodillo y la dejaba ahí durante horas. En más de una ocasión dejé que transcurriese hasta una semana, entonces la pobre hoja, de tanto esperar, se adormilaba, acurrucada sobre la pechera de la fiel Celestina. La veía y sentía pena por ella. ¡Cuánta paciencia tienen las resmas de papel blanco! Ahora, lo blanco es la pantalla de la computadora. Mis dedos tamborilean sobre el teclado. Siento maripositas revoloteando en el estómago, como cuando he estado enamorada. Finalmente, la frase ocupará su lugar en el mundo. Una vez escrita, no podrá huir jamás. Dejaré que fluyan las palabras…
«La loca de la casa» me tiene desvelada. El libro de Rosa Montero lleva casi un año en mi biblioteca y hasta esta noche no se me había antojado leerlo. Ahora no consigo terminarlo, porque me ha tomado por sorpresa. Creí que era una novela y resultó ser un brebaje contra los demonios literarios. Bueno, más o menos. Pero no es la lectura la que me ha quitado el sueño, sino la auténtica «loca de la casa» –la mía– que me trae por la calle de la amargura desde hace algunos meses.
Lo curioso-casual es que me dio por leer ese libro en el mejor momento, es decir, en el peor momento. Justo cuando mi «daimon» anda todo alborotado, tratando de construir una historia a partir de una frase que llegó mientras estaba en la cola de dragón que se forma en la autopista diariamente, una de esas tardes perdidas por desperdiciadas en el tráfico insufrible de Caracas. Digo que la frase llegó porque no la buscaba. «La loca de la casa» la metió de contrabando en mi cabeza. Desde entonces ha estado martilleando sin cesar.
La frase se ha fugado. Estaba ahí, sonando sin voz, existiendo en solitario, ansiando una trama y un personaje para encajar en algún párrafo, y de repente se ha esfumado, como si un relámpago la hubiese desintegrado. Sus piezas revolotean, desperdigadas, en mi mente, igual que una sopa de letras. En este momento apenas vislumbro su celaje. Es una frase larga, parecida a un clavo del que puede colgarse cualquier cosa, siempre que sea liviana y delgada. De hecho, es una frase liviana y delgada que cabe en un susurro o en una divagación. Podría pasarla por el ojo de una cerradura o insertarla en un mazo de naipes, pero intuyo que ella preferiría posar junto a un balcón, mientras la mirada de quien la pronuncia contempla melancólicamente la ciudad.
Las palabras son rebeldes, lo que explica que haya frases que se fugan. Uno piensa que puede someterlas, doblegarlas a una idea o a un sentimiento, al margen de su propia existencia o del espíritu de sus significados. Hay que ser muy hábil en el permanente forcejeo con las palabras para que expresen lo que uno necesita. Algunas, tan independientes, se permiten el lujo de la autosuficiencia, como si pudiesen subsistir aisladamente, sin vincularse con los demás vocablos, en una soltería desconsiderada y arrogante que prescinde de las conjunciones, de las preposiciones, incluso de los verbos. Despampanantes y hurañas, dan la impresión de existir por sí mismas, conscientes de la importancia de su esencia y, por lo tanto, ajenas a su entorno, indiferentes a la desesperación de quien las requiere.
Sin embargo, esa frase, que de tanto ir y venir se ha hecho invisible, no está hecha de esa clase de palabras, sino compuesta por vocablos más humildes, para nada rimbombantes. Es una frase sencilla que podría pasar desapercibida si no la colocara en un monólogo o en un diálogo fundamental, si no creara para ella una atmósfera adecuada y un instante preciso. ¡Es una pena que ahora no la encuentre! Sé que anda por ahí, jugando al escondite. De vez en cuando asoma una tilde o me guiña un acento. Se burla de mi descaradamente, porque sabe que la busco. Si llegara a desaparecer del todo, tendría que recurrir a otras palabras para inventar una frase que cupiese en el vacío que ella dejara. Ni siquiera puedo confiar en que regrese sana y salva de su huida. Es probable que vuelva con una vocal desdentada o con una consonante coja. Sería una desgracia si se desbarrancara y perdiera la coma que lleva en el tobillo. Eso sería muy grave, pues automáticamente se transformaría. Una frase es como es y no puede ser de otra manera, porque entonces no es ella, sino otra distinta.
Han transcurrido muchos días y la frase no aparece. Debe haberse extraviado irremediablemente. Quizá sedujo a alguien que la supo aprovechar y ella se entregó sin recato. No, eso es imposible. Nadie, aparte de mi, la conoce. De todos modos, la culpa es mía. Me equivoqué al creer que la tenía perfectamente vigilada, que permanecería quieta en mi memoria hasta cuando decidiera utilizarla. Debe haberse sentido ignorada. O acaso se aburrió. Algunas veces pasa que las frases se cansan de esperar a que el escritor esté listo para dedicarles el tiempo y el espacio que merecen. Las más impacientes se largan con estrépito, tirando la puerta; las otras, más sensibles, se van calladamente, sin despedirse. Me aterra pensar que esa frase se haya ido. Me incomoda su ausencia. La sensación de pérdida es la misma que cuando mis mejores versos se han escurrido por el desagüe de la ducha. Jamás he logrado recuperar ninguno de los que se han mezclado con la espuma del jabón.
La frase ¡por fin! ha regresado. Entró sin hacer ruido y se apoltronó cómodamente en un rincón. A primera vista, parece estar intacta. Tiene la coma en su sitio, menos mal. «La loca de la casa» anda eufórica. Aunque su vida depende de mi, la historia depende de lo que yo haga con la frase fugitiva que ha vuelto como una hija pródiga. ¡Condenada reciprocidad! Se supone que en esta relación yo soy la pareja dominante. Falsa suposición. Mantenemos una lucha de poder que agota mis fuerzas hasta la rendición. Mientras la historia existe solamente en mi pensamiento, es todavía un embrión en desarrollo cuyo nacimiento depende de mi voluntad. Sin embargo, lo relevante y lo patético es que no soy yo quien ha creado al monstruito, sino ella, «la loca de la casa». Y después, ¡ay de mi!, sucederá lo de siempre. En cuanto escriba la frase, perderé casi todo mi poder. La historia, en algún momento, se emancipará, los personajes seguirán su propio rumbo, surgirán situaciones impredecibles… No podré impedirlo. Siendo mías la inteligencia y la memoria, «la loca de la casa» concibe las historias, preña a las palabras, yo sólo estoy obligada a parir a sus criaturas. La tirana me agobia noche y día, hace de mi su esclava. Y yo, lejos de oponer alguna resistencia, cedo sin protestar, la sigo obedientemente. Es inútil que intente sublevarme.
Sonó la hora. «La loca de la casa» me está desafiando. Quiere que me siente a escribir de una buena vez esa historia. Empezaré ahora mismo. No puedo arriesgarme a que la frase se escape de nuevo. Está muy inquieta. La coma titila, casi no puede respirar. Si escribiese a máquina, diría que la página continúa en blanco. Así era antes, cuando “Celestina”, mi pequeña Olivetti anaranjada, iba conmigo a todas partes, protegida bajo su negro y duro caparazón de plástico con asa. Colocaba una hoja en su rodillo y la dejaba ahí durante horas. En más de una ocasión dejé que transcurriese hasta una semana, entonces la pobre hoja, de tanto esperar, se adormilaba, acurrucada sobre la pechera de la fiel Celestina. La veía y sentía pena por ella. ¡Cuánta paciencia tienen las resmas de papel blanco! Ahora, lo blanco es la pantalla de la computadora. Mis dedos tamborilean sobre el teclado. Siento maripositas revoloteando en el estómago, como cuando he estado enamorada. Finalmente, la frase ocupará su lugar en el mundo. Una vez escrita, no podrá huir jamás. Dejaré que fluyan las palabras…