Por Delfina Acosta
En el Paraguay no llega el dinero a la “cocina” de la educación. El rubro destinado al Ministerio de Educación y Cultura va a los bolsillos de los nuevos ricos de este país, a engordar las vacas, a la adquisición de las camionetas 4×4, a amoblar las quintas, a encender las farras, a llenar de dólares las cuentas bancarias. Como consecuencia se va derrumbando el Ministerio de Educación y Cultura. ¡Tan despellejado está!
El presente es sombrío y por demás nublado: maestros y profesores muy mezclados en la vaguedad, y, consecuentemente, descalificados para impartir una enseñanza a tono con el siglo XXI a los alumnos. Los jóvenes necesitan recibir información rigurosa, conocer la historia de los pueblos, interpretar nuestra historia. A la hora de leer algo de literatura, no saben por dónde empezar…
¿Hojean los chicos a Jaime Sabines, a Juan Gelmam, a Dulce María Loinaz, a Raúl Zurita, a los grandes del siglo de oro de la poesía española? ¿Se interesan en las obras de José Saramago, Ernesto Sábato, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Adolfo Bioy Casares? Me late que no. Y no tienen, por supuesto, la culpa, pues el terreno para la lectura no es abonado -diariamente- en las aulas. Libres de culpa están. Es cierto que hay chicos bien nacidos, criados en un ambiente lleno de libros. Esos chicos toman el hábito de la lectura, y se convierten, rápidamente, en aventajados por excelencia. Pero son casos contados.
Sábado tras sábado suelo ver en la televisión argentina entrevistas (correspondientes al año 1977) a importantes escritores de la lengua castellana: Juan Rulfo, Juan Carlos Onetti, José Donoso, Manuel Puig. Es un placer escuchar a esos maestros hablar sobre sus obras y sobre la literatura de América, con un cigarrillo entre los dedos, a veces. El panorama cultural de nuestro medio es desolador.
El progreso de un país se da a partir de la educación. Un pueblo doctrinado toma una posición holgada que le permite interpretar sus problemas sociales y resolverlos por la vía de la inteligencia, del reclamo incesante de sus derechos. Los programas serios de educación no existen en la agenda de muchos políticos, que se encienden -mentirosamente- en promesas pintadas con lápices labiales. El rubro destinado al área educativa es ínfimo. Es el equivalente a un granito de arena en el desierto. Algo ligeramente más abultado que un átomo, tal vez.
Repito: el dinero público debe ser invertido en la educación. Debemos ganar la lucha contra la ignorancia para no terminar siendo devorados por un mundo -ferozmente- competitivo. En fin, este es un pueblo donde la gente habla un castellano defectuoso, donde no existe una reforma educativa que valga la pena mencionarse siquiera, donde la cultura no llega a la televisión, donde se está buscando un cambio sin considerarse el peso gravitante que tiene en el individuo un programa educativo digno de crédito. Yo insto, como paraguaya, a los intelectuales, a los artistas, a los escritores, a los creadores, a los políticos pensantes, a la gente que trabaja en los diversos medios de comunicación, a las personas que ocupan cargos públicos de relevancia dentro del Ministerio de Educación y Cultura, a los jóvenes estudiantes, a debatir sobre la educación. ¿Para qué? Pues para intentar salir de esta paralización colectiva en la que estamos metidos hasta el cuello. Algo hay que hacer, ¿no?
En el Paraguay no llega el dinero a la “cocina” de la educación. El rubro destinado al Ministerio de Educación y Cultura va a los bolsillos de los nuevos ricos de este país, a engordar las vacas, a la adquisición de las camionetas 4×4, a amoblar las quintas, a encender las farras, a llenar de dólares las cuentas bancarias. Como consecuencia se va derrumbando el Ministerio de Educación y Cultura. ¡Tan despellejado está!
El presente es sombrío y por demás nublado: maestros y profesores muy mezclados en la vaguedad, y, consecuentemente, descalificados para impartir una enseñanza a tono con el siglo XXI a los alumnos. Los jóvenes necesitan recibir información rigurosa, conocer la historia de los pueblos, interpretar nuestra historia. A la hora de leer algo de literatura, no saben por dónde empezar…
¿Hojean los chicos a Jaime Sabines, a Juan Gelmam, a Dulce María Loinaz, a Raúl Zurita, a los grandes del siglo de oro de la poesía española? ¿Se interesan en las obras de José Saramago, Ernesto Sábato, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Adolfo Bioy Casares? Me late que no. Y no tienen, por supuesto, la culpa, pues el terreno para la lectura no es abonado -diariamente- en las aulas. Libres de culpa están. Es cierto que hay chicos bien nacidos, criados en un ambiente lleno de libros. Esos chicos toman el hábito de la lectura, y se convierten, rápidamente, en aventajados por excelencia. Pero son casos contados.
Sábado tras sábado suelo ver en la televisión argentina entrevistas (correspondientes al año 1977) a importantes escritores de la lengua castellana: Juan Rulfo, Juan Carlos Onetti, José Donoso, Manuel Puig. Es un placer escuchar a esos maestros hablar sobre sus obras y sobre la literatura de América, con un cigarrillo entre los dedos, a veces. El panorama cultural de nuestro medio es desolador.
El progreso de un país se da a partir de la educación. Un pueblo doctrinado toma una posición holgada que le permite interpretar sus problemas sociales y resolverlos por la vía de la inteligencia, del reclamo incesante de sus derechos. Los programas serios de educación no existen en la agenda de muchos políticos, que se encienden -mentirosamente- en promesas pintadas con lápices labiales. El rubro destinado al área educativa es ínfimo. Es el equivalente a un granito de arena en el desierto. Algo ligeramente más abultado que un átomo, tal vez.
Repito: el dinero público debe ser invertido en la educación. Debemos ganar la lucha contra la ignorancia para no terminar siendo devorados por un mundo -ferozmente- competitivo. En fin, este es un pueblo donde la gente habla un castellano defectuoso, donde no existe una reforma educativa que valga la pena mencionarse siquiera, donde la cultura no llega a la televisión, donde se está buscando un cambio sin considerarse el peso gravitante que tiene en el individuo un programa educativo digno de crédito. Yo insto, como paraguaya, a los intelectuales, a los artistas, a los escritores, a los creadores, a los políticos pensantes, a la gente que trabaja en los diversos medios de comunicación, a las personas que ocupan cargos públicos de relevancia dentro del Ministerio de Educación y Cultura, a los jóvenes estudiantes, a debatir sobre la educación. ¿Para qué? Pues para intentar salir de esta paralización colectiva en la que estamos metidos hasta el cuello. Algo hay que hacer, ¿no?
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