Por Javier Padrón Aguirre
Hace algún tiempo, los límites de la intromisión del Estado en la vida de los ciudadanos y ciudadanas eran muy claros. El Gobierno y los funcionarios públicos no pretendían formar “a un tipo humano nacional de determinadas características, tal como luego pretendería hacer Luis Beltrán Prieto Figueroa; no pretendían “configurar el orden social”. La educación que recibían los niños y niñas era el reflejo de los valores y creencias de sus padres y familiares, no el producto de las convicciones ideológicas del gobernante de turno y el partido dominante.
Con la excusa de combatir las desigualdades socioeconómicas, el Estado invadió aquellas esferas de la vida social que pertenecían exclusivamente a los ciudadanos y las ciudadanas. Así, el Estado diseñó un modelo de ciudadano, un modelo de familia, un modelo de empresario y decidió arrebatarnos nuestro dinero y nuestras riquezas a través de los impuestos, para hacer realidad su objetivo de producir en masa esos modelos. Ser un ciudadano, una familia, un empresario diferente, pasó a ser reprochable, censurable políticamente y socialmente. Nos arrebataron el derecho de definir nuestra personalidad y nuestro destino. ¿La existencia precede a la esencia? Tal vez, pero no en el Estado Social y Burocrático de Derecho.
Luego de décadas de asfixiarnos, nos ofrecieron una compensación por semejante robo: la democracia participativa. El Estado, a cambio de todos aquellos ámbitos de nuestra vida privada que nos fueron arrebatados, nos ofrece la posibilidad de colaborar, como simples segundones, con los funcionarios públicos en la gestión de aquello que fue nuestro. En otras palabras, invaden nuestra casa y nos botan de ella, para luego gentilmente solicitar nuestra opinión acerca de qué color deben usar para pintarla e invitarnos a una parrilla una vez cada dos meses para corroborar que la pintaron del color del partido gobernante. Realmente, conmueve ver a nuestros ciudadanos y nuestras ciudadanas reclamar participación en las decisiones sobre la educación de sus hijos e hijas, cuando lo que debemos hacer es exigir es la devolución de lo que nos fue arrebatado.
¿Quién debe decidir qué valores se enseñan a nuestros niños y nuestras niñas? Sus padres y sus familias. ¿Quién debe decidir que asignaturas se les imparten? Las comunidades de cada plantel educativo, bien sea éste público o privado. ¿Quién debe decidir en qué se gasta el presupuesto de cada escuela? Los padres y las madres junto con los profesores y profesoras y representantes. Ya basta de mendigar exiguas cuotas de participación de carácter no vinculante en las decisiones de las autoridades educativas. Hay que romper con un modelo fracasado que nos considera menos capaces que un burócrata. Que el Estado les devuelva a los ciudadanos y ciudadanas lo que le ha arrebatado. Es hora de hacer justicia.
Hace algún tiempo, los límites de la intromisión del Estado en la vida de los ciudadanos y ciudadanas eran muy claros. El Gobierno y los funcionarios públicos no pretendían formar “a un tipo humano nacional de determinadas características, tal como luego pretendería hacer Luis Beltrán Prieto Figueroa; no pretendían “configurar el orden social”. La educación que recibían los niños y niñas era el reflejo de los valores y creencias de sus padres y familiares, no el producto de las convicciones ideológicas del gobernante de turno y el partido dominante.
Con la excusa de combatir las desigualdades socioeconómicas, el Estado invadió aquellas esferas de la vida social que pertenecían exclusivamente a los ciudadanos y las ciudadanas. Así, el Estado diseñó un modelo de ciudadano, un modelo de familia, un modelo de empresario y decidió arrebatarnos nuestro dinero y nuestras riquezas a través de los impuestos, para hacer realidad su objetivo de producir en masa esos modelos. Ser un ciudadano, una familia, un empresario diferente, pasó a ser reprochable, censurable políticamente y socialmente. Nos arrebataron el derecho de definir nuestra personalidad y nuestro destino. ¿La existencia precede a la esencia? Tal vez, pero no en el Estado Social y Burocrático de Derecho.
Luego de décadas de asfixiarnos, nos ofrecieron una compensación por semejante robo: la democracia participativa. El Estado, a cambio de todos aquellos ámbitos de nuestra vida privada que nos fueron arrebatados, nos ofrece la posibilidad de colaborar, como simples segundones, con los funcionarios públicos en la gestión de aquello que fue nuestro. En otras palabras, invaden nuestra casa y nos botan de ella, para luego gentilmente solicitar nuestra opinión acerca de qué color deben usar para pintarla e invitarnos a una parrilla una vez cada dos meses para corroborar que la pintaron del color del partido gobernante. Realmente, conmueve ver a nuestros ciudadanos y nuestras ciudadanas reclamar participación en las decisiones sobre la educación de sus hijos e hijas, cuando lo que debemos hacer es exigir es la devolución de lo que nos fue arrebatado.
¿Quién debe decidir qué valores se enseñan a nuestros niños y nuestras niñas? Sus padres y sus familias. ¿Quién debe decidir que asignaturas se les imparten? Las comunidades de cada plantel educativo, bien sea éste público o privado. ¿Quién debe decidir en qué se gasta el presupuesto de cada escuela? Los padres y las madres junto con los profesores y profesoras y representantes. Ya basta de mendigar exiguas cuotas de participación de carácter no vinculante en las decisiones de las autoridades educativas. Hay que romper con un modelo fracasado que nos considera menos capaces que un burócrata. Que el Estado les devuelva a los ciudadanos y ciudadanas lo que le ha arrebatado. Es hora de hacer justicia.
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