Por Luis Marín
El reconocimiento de las FARC y el ELN como fuerzas beligerantes no puede entenderse como una solicitud hecha al gobierno colombiano, que sería a todas luces improcedente e impertinente, sino como una declaración unilateral, que causa estado. Esta declaración no modificó el status de los grupos terroristas, que lo siguen siendo, pero sí el del Estado que los acoge, que en consecuencia se convierte en un Estado protector de terroristas.
Ante las abrumadoras evidencias de la presencia y operaciones de estos grupos en territorio venezolano, el régimen optó por darles reconocimiento y tratar de legalizar el concubinato. De manera que las interrogantes deben orientarse a dilucidar cuales son las consecuencias que pueden derivarse de la nueva situación. Un dato duro no indiscutible es que se consideran legales en Venezuela los que el resto del mundo considera como delincuentes.
Lo nuevo no son los hechos, porque bastaría recordar que los militares del grupo anti secuestro y extorsión que capturaron y entregaron al canciller de las FARC, Rodrigo Granda, están presos bajo cargos de "traición a la patria"; mientras que Granda fue liberado por el gobierno colombiano y se fotografía triunfante en Miraflores junto a otros jefes guerrilleros y la flamante senadora Piedad Córdoba. La novedad es la declaración oficial del Ejecutivo, refrendada por la llamada Asamblea Nacional, que reconoce lo que antes ocultaban: que los movimientos guerrilleros colombianos tienen un "proyecto bolivariano, que aquí se respeta". ¿Y qué proyecto "bolivariano" puede ser ese? No hay que devanarse los sesos demasiado. Todo el mundo sabe cual es el proyecto bolivariano, expresado de manera inequívoca en el Congreso de Angostura de 1919, que tanto se cita en estos días, por el mismo Bolívar: "La reunión de la Nueva Granada y Venezuela es el objeto único que me he propuesto desde mis primeras armas". Ese Congreso decretó la creación de Colombia, formada por los departamentos de Venezuela, Cundinamarca y Quito, a los que se unió después Panamá. Así que la pregunta que es necesario formular a cualquier autoridad responsable del país es si realmente cree viable el ideal "bolivariano" de la Gran Colombia.
El proceso de destrucción de la institucionalidad venezolana tiene como final culminación la desaparición misma de la República, para fundirse en un ente transnacional, tal como lo preveía el proyecto de nueva constitución derrotado el 2 de diciembre pasado.
Por lo pronto, las FARC han creado una fachada política llamada "Movimiento bolivariano para una nueva Colombia", para darle concreción práctica a estos proyectos, aparentemente quiméricos. Pero ¿tienen las FARC algo que perder en un negocio tan chivato? En absoluto. Al fin y al cabo, de tomar el poder en Colombia, nadie podría creer que van a respetar ningún acuerdo, de esta o de cualquier otra naturaleza. En cambio, sí pueden sacar mucho provecho inmediato de estos planes, por delirantes que luzcan a largo plazo. Las FARC y el ELN serían avanzadas armadas en el territorio colombiano, mientras en el lenguaje oficial ya se ha hecho familiar la expresión de que en Venezuela nos encontramos "en la retaguardia".
La fórmula de la izquierda ortodoxa llamada Polo Democrático (quizás no por casualidad parecido al Polo Patriótico venezolano) que aspira alcanzar el poder por elecciones, pero sin declinar la continuación de la "lucha armada", es una reminiscencia de la época ya remota de los frentes nacionales anti coloniales, promovidos por Moscú, que combinan un movimiento político partidista, "de masas", con un "brazo armado".
Visto del lado colombiano, ¿cómo puede percibirse un viraje como este? Un hecho concreto imposible de ignorar es que, de acuerdo con el derecho internacional, constituye un acto de agresión: "La protección otorgada a una banda armada que intente la invasión de otro Estado, así como la negativa a retirar a esta banda armada toda ayuda o protección, después que el Estado amenazado lo hubiere pedido".
Por su parte, los EEUU podrían verse también atrapados por su sistema legal, que ha establecido una serie de medidas contra aquellos Estados de los que se sospeche que promueven o protegen organizaciones terroristas; con tanto más razón estarían obligados a actuar contra quienes lo hacen flagrantemente y en forma tan desafiante. El problema es que todo esto se esté haciendo precisamente con el propósito de propiciar un conflicto del que se esperan obtener réditos políticos, militares e ideológicos. Ciertamente, es cosa conocida que el estado de guerra es un estado de excepción permanente y generalizado, en que se pueden tomar medidas represivas y de control de la población imposibles en épocas de paz.
En la nueva constitución que fue rechazada el 2D pasado, se había adelantado la intención de abolir la libertad de información y el debido proceso, cosas que se pretenden hacer ahora propiciando un conflicto exterior o interior. Las respuestas de los venezolanos y colombianos que adversen esta chifladura no pueden ser rituales ni predecibles. Lo peor que se puede hacer ante una amenaza como esta es subestimarla; como no hacer nada ante la mentira, la calumnia y el chantaje. Por ejemplo, ante las acusaciones insultantes contra los militares colombianos, norteamericanos, aunque antes contra israelitas y en verdad contra cualquiera, no puede responderse solamente con un ritual "exhiba las pruebas", que todo el mundo sabe que no existen. El problema es otro: ¿qué hacer en términos prácticos cuando alguien adopta una línea política cuyo eje central es el insulto y la difamación, completamente infundados?
Ya escribía Hannah Arendt al final de la Segunda Guerra Mundial que: "el gobernante totalitario procede como un hombre que persistentemente insulta a otro hombre hasta que todo el mundo sabe que el segundo es su enemigo, así que puede, con alguna plausibilidad, ir a matarle en defensa propia."
Pongamos otro ejemplo doméstico. En la misma alocución en que se pide el reconocimiento para las FARC y el ELN como idealistas bolivarianos, se utiliza el caso del estudiante Nixon Moreno, asilado en la nunciatura apostólica, para arremeter contra el Nuncio de su Santidad el Papa y contra toda la Iglesia. Nixon Moreno sería un violador, alguien que usa armas para disparar contra la policía, en fin, un delincuente. Estaría muy mal que Nixon o el Nuncio exigieran "las pruebas", porque ¿qué dicen esas pruebas que cualquier transeúnte conoce, aún sin estar familiarizado con el caso? Que la agente supuestamente víctima del intento de violación (no fue violada) se retractó de su declaración inicial en que, inducida por una entrevistadora del canal 8 del Estado, había señalado a Nixon Moreno dentro del grupo agresor. Que el jefe de seguridad de la gobernación del Estado Mérida declaró ante la comisión de la llamada Asamblea Nacional que investiga el caso, que la agente nunca acusó a Nixon Moreno de intento de violación, sino que dijo que habría disparado contra su compañero; por lo que la acusación de intento de violación estaba totalmente descartada por esa oficina. A todo evento, tampoco era posible que hiciera una cosa ni la otra porque para ese momento Nixon Moreno se encontraba en un hospital, víctima de múltiples heridas de perdigones disparados por la policía. Eso dicen las pruebas; pero ¿sirven para algo?
En contraste, este mismo régimen utiliza el nombre de Emmanuel, hijo nacido en cautiverio de una rehén de las FARC y, por tanto, producto evidente de una violación, para denominar una fallida operación propagandística. Imposible dudar que las FARC y el ELN utilizan armas y sí que disparan no sólo contra la policía, sino contra soldados y sobre la población civil indefensa. No obstante, no son delincuentes y aquí "merecen respeto". Este contraste tan grotesco pone de relieve una auténtica insania moral. No es posible inscribirla dentro de un procedimiento racional, por lo que el desafío que plantea es mucho mayor que el de una contienda política ordinaria.
Los venezolanos, que nos creíamos librados del delirio de la Gran Venezuela, ahora nos encontramos pavorosamente inmersos en el mucho peor y más peligroso delirio de la Gran Colombia. Decir que está en juego la existencia de la República por primera vez no es un artificio retórico, sino una aterradora realidad.
El reconocimiento de las FARC y el ELN como fuerzas beligerantes no puede entenderse como una solicitud hecha al gobierno colombiano, que sería a todas luces improcedente e impertinente, sino como una declaración unilateral, que causa estado. Esta declaración no modificó el status de los grupos terroristas, que lo siguen siendo, pero sí el del Estado que los acoge, que en consecuencia se convierte en un Estado protector de terroristas.
Ante las abrumadoras evidencias de la presencia y operaciones de estos grupos en territorio venezolano, el régimen optó por darles reconocimiento y tratar de legalizar el concubinato. De manera que las interrogantes deben orientarse a dilucidar cuales son las consecuencias que pueden derivarse de la nueva situación. Un dato duro no indiscutible es que se consideran legales en Venezuela los que el resto del mundo considera como delincuentes.
Lo nuevo no son los hechos, porque bastaría recordar que los militares del grupo anti secuestro y extorsión que capturaron y entregaron al canciller de las FARC, Rodrigo Granda, están presos bajo cargos de "traición a la patria"; mientras que Granda fue liberado por el gobierno colombiano y se fotografía triunfante en Miraflores junto a otros jefes guerrilleros y la flamante senadora Piedad Córdoba. La novedad es la declaración oficial del Ejecutivo, refrendada por la llamada Asamblea Nacional, que reconoce lo que antes ocultaban: que los movimientos guerrilleros colombianos tienen un "proyecto bolivariano, que aquí se respeta". ¿Y qué proyecto "bolivariano" puede ser ese? No hay que devanarse los sesos demasiado. Todo el mundo sabe cual es el proyecto bolivariano, expresado de manera inequívoca en el Congreso de Angostura de 1919, que tanto se cita en estos días, por el mismo Bolívar: "La reunión de la Nueva Granada y Venezuela es el objeto único que me he propuesto desde mis primeras armas". Ese Congreso decretó la creación de Colombia, formada por los departamentos de Venezuela, Cundinamarca y Quito, a los que se unió después Panamá. Así que la pregunta que es necesario formular a cualquier autoridad responsable del país es si realmente cree viable el ideal "bolivariano" de la Gran Colombia.
El proceso de destrucción de la institucionalidad venezolana tiene como final culminación la desaparición misma de la República, para fundirse en un ente transnacional, tal como lo preveía el proyecto de nueva constitución derrotado el 2 de diciembre pasado.
Por lo pronto, las FARC han creado una fachada política llamada "Movimiento bolivariano para una nueva Colombia", para darle concreción práctica a estos proyectos, aparentemente quiméricos. Pero ¿tienen las FARC algo que perder en un negocio tan chivato? En absoluto. Al fin y al cabo, de tomar el poder en Colombia, nadie podría creer que van a respetar ningún acuerdo, de esta o de cualquier otra naturaleza. En cambio, sí pueden sacar mucho provecho inmediato de estos planes, por delirantes que luzcan a largo plazo. Las FARC y el ELN serían avanzadas armadas en el territorio colombiano, mientras en el lenguaje oficial ya se ha hecho familiar la expresión de que en Venezuela nos encontramos "en la retaguardia".
La fórmula de la izquierda ortodoxa llamada Polo Democrático (quizás no por casualidad parecido al Polo Patriótico venezolano) que aspira alcanzar el poder por elecciones, pero sin declinar la continuación de la "lucha armada", es una reminiscencia de la época ya remota de los frentes nacionales anti coloniales, promovidos por Moscú, que combinan un movimiento político partidista, "de masas", con un "brazo armado".
Visto del lado colombiano, ¿cómo puede percibirse un viraje como este? Un hecho concreto imposible de ignorar es que, de acuerdo con el derecho internacional, constituye un acto de agresión: "La protección otorgada a una banda armada que intente la invasión de otro Estado, así como la negativa a retirar a esta banda armada toda ayuda o protección, después que el Estado amenazado lo hubiere pedido".
Por su parte, los EEUU podrían verse también atrapados por su sistema legal, que ha establecido una serie de medidas contra aquellos Estados de los que se sospeche que promueven o protegen organizaciones terroristas; con tanto más razón estarían obligados a actuar contra quienes lo hacen flagrantemente y en forma tan desafiante. El problema es que todo esto se esté haciendo precisamente con el propósito de propiciar un conflicto del que se esperan obtener réditos políticos, militares e ideológicos. Ciertamente, es cosa conocida que el estado de guerra es un estado de excepción permanente y generalizado, en que se pueden tomar medidas represivas y de control de la población imposibles en épocas de paz.
En la nueva constitución que fue rechazada el 2D pasado, se había adelantado la intención de abolir la libertad de información y el debido proceso, cosas que se pretenden hacer ahora propiciando un conflicto exterior o interior. Las respuestas de los venezolanos y colombianos que adversen esta chifladura no pueden ser rituales ni predecibles. Lo peor que se puede hacer ante una amenaza como esta es subestimarla; como no hacer nada ante la mentira, la calumnia y el chantaje. Por ejemplo, ante las acusaciones insultantes contra los militares colombianos, norteamericanos, aunque antes contra israelitas y en verdad contra cualquiera, no puede responderse solamente con un ritual "exhiba las pruebas", que todo el mundo sabe que no existen. El problema es otro: ¿qué hacer en términos prácticos cuando alguien adopta una línea política cuyo eje central es el insulto y la difamación, completamente infundados?
Ya escribía Hannah Arendt al final de la Segunda Guerra Mundial que: "el gobernante totalitario procede como un hombre que persistentemente insulta a otro hombre hasta que todo el mundo sabe que el segundo es su enemigo, así que puede, con alguna plausibilidad, ir a matarle en defensa propia."
Pongamos otro ejemplo doméstico. En la misma alocución en que se pide el reconocimiento para las FARC y el ELN como idealistas bolivarianos, se utiliza el caso del estudiante Nixon Moreno, asilado en la nunciatura apostólica, para arremeter contra el Nuncio de su Santidad el Papa y contra toda la Iglesia. Nixon Moreno sería un violador, alguien que usa armas para disparar contra la policía, en fin, un delincuente. Estaría muy mal que Nixon o el Nuncio exigieran "las pruebas", porque ¿qué dicen esas pruebas que cualquier transeúnte conoce, aún sin estar familiarizado con el caso? Que la agente supuestamente víctima del intento de violación (no fue violada) se retractó de su declaración inicial en que, inducida por una entrevistadora del canal 8 del Estado, había señalado a Nixon Moreno dentro del grupo agresor. Que el jefe de seguridad de la gobernación del Estado Mérida declaró ante la comisión de la llamada Asamblea Nacional que investiga el caso, que la agente nunca acusó a Nixon Moreno de intento de violación, sino que dijo que habría disparado contra su compañero; por lo que la acusación de intento de violación estaba totalmente descartada por esa oficina. A todo evento, tampoco era posible que hiciera una cosa ni la otra porque para ese momento Nixon Moreno se encontraba en un hospital, víctima de múltiples heridas de perdigones disparados por la policía. Eso dicen las pruebas; pero ¿sirven para algo?
En contraste, este mismo régimen utiliza el nombre de Emmanuel, hijo nacido en cautiverio de una rehén de las FARC y, por tanto, producto evidente de una violación, para denominar una fallida operación propagandística. Imposible dudar que las FARC y el ELN utilizan armas y sí que disparan no sólo contra la policía, sino contra soldados y sobre la población civil indefensa. No obstante, no son delincuentes y aquí "merecen respeto". Este contraste tan grotesco pone de relieve una auténtica insania moral. No es posible inscribirla dentro de un procedimiento racional, por lo que el desafío que plantea es mucho mayor que el de una contienda política ordinaria.
Los venezolanos, que nos creíamos librados del delirio de la Gran Venezuela, ahora nos encontramos pavorosamente inmersos en el mucho peor y más peligroso delirio de la Gran Colombia. Decir que está en juego la existencia de la República por primera vez no es un artificio retórico, sino una aterradora realidad.
Cortesía de Democracia Cristiana
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