Por Javier Padrón Aguirre
En el Estado Social y Democrático de Derecho coexisten tres principios. En primer lugar, el Estado de Derecho cuya idea fundamental es la limitación del poder del Estado a través de la Constitución y las leyes; la existencia de un conjunto de derechos fundamentales que sirven como límites de la actuación del Estado; la garantía judicial efectiva de esos derechos fundamentales; la separación de poderes; así como la alternabilidad y la despersonalización del Poder Público.
En segundo lugar, tenemos el Principio Democrático, el cual implica que las autoridades más importantes del Estado deben ser elegidas por sufragio universal, directo y secreto y que las controversias más relevantes para la vida social deben ser resueltas mediante ese tipo de sufragio. Por último, tenemos el Estado Social que exige que el Estado intervenga en la vida social para efectuar las modificaciones necesarias para garantizar a los ciudadanos un nivel de bienestar básico y para promover la igualdad social; en otras palabras, hablamos de los derechos económicos y sociales y la procura existencial.
Históricamente, el Estado de Derecho es el primero de los principios. En efecto, con motivo de las Revoluciones Inglesa, Americana y Francesa se adoptó el modelo del Estado de Derecho, en el cual había una separación tajante entre Estado y Sociedad que impedía cualquier intervención estatal para modificar la realidad social y en el cual el sufragio estaba restringido a un grupo limitado de varones, propietarios con cierto grado de instrucción. Posteriormente, el sufragio se fue extendiendo a otros grupos de ciudadanos con lo cual presenciamos la introducción del Principio Democrático. Finalmente, como una forma de responder a la presión de los grupos socialistas o socialdemócratas, el Estado comenzó a asumir responsabilidad de carácter social para con los ciudadanos, con lo cual se introdujo el Principio del Estado Social.
El Estado Social y Democrático de Derecho es una fórmula transaccional para garantizar la coexistencia pacífica entre aquellos que consideran que la limitación del Poder del Estado debe ser el fin fundamental del ordenamiento jurídico (los liberales o libertarios no anarquistas), quienes consideran que la mayoría puede legitimar cualquier decisión política (los demócratas radicales) y quienes consideran que el Estado debe poseer amplios poderes para garantizar el bienestar social y promover la igualdad de oportunidades y de resultados (los socialistas o socialdemócratas). Evidentemente, estos tres principios pueden entrar en contradicción en cualquier momento ya que para los demócratas radicales y para los socialistas y socialdemócratas, los principios fundamentales del Estado de Derecho son un obstáculo para el pleno ejercicio de la soberanía popular o para alcanzar la igualdad social mediante el uso de los poderes del Estado.
De esa forma, hemos visto como uno u otro principio ha prevalecido durante diversas fases de la historia de la postguerra en Europa Occidental. Así, una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, el triunfo electoral de partidos laboristas, socialistas, socialdemócratas y socialcristianos conllevó el inicio de una intensa etapa de nacionalizaciones, incremento de los impuestos sobre la renta y el capital e intervencionismo estatal. En efecto, creyeron que podían construir el socialismo mediante métodos democráticos, siguiendo el ejemplo que los Estados Unidos había iniciado con el New Deal durante la administración de Franklin Roosevelt.
No obstante, después de casi cuatro décadas de socialismo democrático, la dura realidad tocó a las puertas de los gobernantes y los ciudadanos. El socialismo democrático, las nacionalizaciones, los altos impuestos y el intervencionismo gubernamental habían quebrado a los Estados. El socialismo democrático había fracasado y la amenaza soviética crecía cada día más. Ante ello, el mundo occidental recurrió a su fuente original: el Estado de Derecho, la libertad individual y la iniciativa empresarial. Se aflojaron los controles gubernamentales, se disminuyeron los impuestos y se desreguló un poco la economía. Y ocurrió el milagro ya que ese pequeño respiro bastó para que las economías nacionales volvieran a crecer y para que la amenaza soviética se desvaneciera como producto de la competencia de la reserva más poderosa del mundo occidental: el Estado de Derecho, la libertad individual y la iniciativa empresarial.
No obstante, el Estado Social no murió. En efecto, sigue vivo extrayendo altos impuestos de la sociedad y pretendiendo devolvérselos a los ciudadanos mediante un sistema de bienestar social que progresivamente se hace inviable. Nadie tiene la valentía de señalar que esos sistemas de bienestar son insostenibles y que le arrebatan a la sociedad mucho más de lo que le devuelven. Por si ello fuera poco, los demócratas radicales, los socialistas y los socialdemócratas han vuelto a nutrir su discurso político de diatribas contra el Estado de Derecho y contra sus defensores, los cuales son calificados como fascistas, conservadores, derechistas y cualquier otro epíteto lleno de connotaciones negativas. Atrás quedaron los líderes socialistas y socialdemócratas que asumieron la realidad y que trataron de dar un nuevo rostro a la centroizquierda europea. No hay nuevos Tony Blair, sino socialistas obstinados y melancólicos que cuando no pueden dar marcha atrás a las reformas liberales, compensan sus complejos alabando o apoyando a caudillos izquierdistas del Tercer Mundo. No es el tiempo de Felipe González, sino de Rodríguez Zapatero.
Así, vemos como los demócratas radicales, los socialistas y los socialdemócratas no se conforman con la fórmula transaccional del Estado Social y Democrático de Derecho. No les bastó quebrar a sus Estados y casi sucumbir ante la amenaza soviética. Ahora quieren una nueva oportunidad para llevar a feliz término su proyecto de sepultar el Estado de Derecho, la libertad individual y la iniciativa empresarial. Nuevamente nos ofrecen una utopía socialista, la cual maquillan con ambientalismo, multiculturalismo y otras variedades ideológicas producto del odio hacia el capitalismo.
Desgraciadamente para ellos, ayer como hoy, las amenazas externas son demasiado importantes como para profundizar su proyecto y abandonar la tutela americana. Ayer tenían que acudir a los Estados Unidos para evitar que las tropas soviéticas almorzaran en Lisboa. Hoy tienen que recurrir a los americanos ante la amenaza del islamismo radical. Es curioso que los más encarnizados enemigos de la libertad, es decir los islamistas radicales, sean quienes impidan que Europa se suicide de la mano de los apóstoles del Estado Social.
No obstante, tarde o temprano, los apóstoles del Estado Social triunfarán y quebrarán nuevamente a sus Estados y nuevamente le darán un pequeño espacio al Estado de Derecho, la libertad individual y la iniciativa empresarial para que rescate a esas economías moribundas. Ante ello nos preguntamos ¿Hasta cuándo habrá que soportar este círculo vicioso? ¿Hasta cuándo los demócratas radicales, los socialistas y los socialdemócratas seguirán rompiendo el compromiso transaccional del Estado Social y Democrático de Derecho? Quizás sea tiempo de dejarlos asumir las consecuencias de sus errores en solitario amparados en sus cacareadas mayorías electorales. Quizás los auténticos defensores de la libertad deben negarse a colaborar en los gobiernos de quienes ni siquiera tienen la decencia de cumplir con las soluciones de compromiso. Quizás los auténticos defensores de la libertad sólo deban volver a gobernar cuando posean un claro mandato popular, fuera de la traicionada fórmula transaccional del Estado Social y Democrático de Derecho.
Los auténticos defensores de la libertad no pueden seguir haciendo el papel de tontos útiles de políticos resentidos, demagogos, irresponsables y traicioneros. Ya basta de ser el chivo expiatorio de su fracaso y su mediocridad.
En el Estado Social y Democrático de Derecho coexisten tres principios. En primer lugar, el Estado de Derecho cuya idea fundamental es la limitación del poder del Estado a través de la Constitución y las leyes; la existencia de un conjunto de derechos fundamentales que sirven como límites de la actuación del Estado; la garantía judicial efectiva de esos derechos fundamentales; la separación de poderes; así como la alternabilidad y la despersonalización del Poder Público.
En segundo lugar, tenemos el Principio Democrático, el cual implica que las autoridades más importantes del Estado deben ser elegidas por sufragio universal, directo y secreto y que las controversias más relevantes para la vida social deben ser resueltas mediante ese tipo de sufragio. Por último, tenemos el Estado Social que exige que el Estado intervenga en la vida social para efectuar las modificaciones necesarias para garantizar a los ciudadanos un nivel de bienestar básico y para promover la igualdad social; en otras palabras, hablamos de los derechos económicos y sociales y la procura existencial.
Históricamente, el Estado de Derecho es el primero de los principios. En efecto, con motivo de las Revoluciones Inglesa, Americana y Francesa se adoptó el modelo del Estado de Derecho, en el cual había una separación tajante entre Estado y Sociedad que impedía cualquier intervención estatal para modificar la realidad social y en el cual el sufragio estaba restringido a un grupo limitado de varones, propietarios con cierto grado de instrucción. Posteriormente, el sufragio se fue extendiendo a otros grupos de ciudadanos con lo cual presenciamos la introducción del Principio Democrático. Finalmente, como una forma de responder a la presión de los grupos socialistas o socialdemócratas, el Estado comenzó a asumir responsabilidad de carácter social para con los ciudadanos, con lo cual se introdujo el Principio del Estado Social.
El Estado Social y Democrático de Derecho es una fórmula transaccional para garantizar la coexistencia pacífica entre aquellos que consideran que la limitación del Poder del Estado debe ser el fin fundamental del ordenamiento jurídico (los liberales o libertarios no anarquistas), quienes consideran que la mayoría puede legitimar cualquier decisión política (los demócratas radicales) y quienes consideran que el Estado debe poseer amplios poderes para garantizar el bienestar social y promover la igualdad de oportunidades y de resultados (los socialistas o socialdemócratas). Evidentemente, estos tres principios pueden entrar en contradicción en cualquier momento ya que para los demócratas radicales y para los socialistas y socialdemócratas, los principios fundamentales del Estado de Derecho son un obstáculo para el pleno ejercicio de la soberanía popular o para alcanzar la igualdad social mediante el uso de los poderes del Estado.
De esa forma, hemos visto como uno u otro principio ha prevalecido durante diversas fases de la historia de la postguerra en Europa Occidental. Así, una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, el triunfo electoral de partidos laboristas, socialistas, socialdemócratas y socialcristianos conllevó el inicio de una intensa etapa de nacionalizaciones, incremento de los impuestos sobre la renta y el capital e intervencionismo estatal. En efecto, creyeron que podían construir el socialismo mediante métodos democráticos, siguiendo el ejemplo que los Estados Unidos había iniciado con el New Deal durante la administración de Franklin Roosevelt.
No obstante, después de casi cuatro décadas de socialismo democrático, la dura realidad tocó a las puertas de los gobernantes y los ciudadanos. El socialismo democrático, las nacionalizaciones, los altos impuestos y el intervencionismo gubernamental habían quebrado a los Estados. El socialismo democrático había fracasado y la amenaza soviética crecía cada día más. Ante ello, el mundo occidental recurrió a su fuente original: el Estado de Derecho, la libertad individual y la iniciativa empresarial. Se aflojaron los controles gubernamentales, se disminuyeron los impuestos y se desreguló un poco la economía. Y ocurrió el milagro ya que ese pequeño respiro bastó para que las economías nacionales volvieran a crecer y para que la amenaza soviética se desvaneciera como producto de la competencia de la reserva más poderosa del mundo occidental: el Estado de Derecho, la libertad individual y la iniciativa empresarial.
No obstante, el Estado Social no murió. En efecto, sigue vivo extrayendo altos impuestos de la sociedad y pretendiendo devolvérselos a los ciudadanos mediante un sistema de bienestar social que progresivamente se hace inviable. Nadie tiene la valentía de señalar que esos sistemas de bienestar son insostenibles y que le arrebatan a la sociedad mucho más de lo que le devuelven. Por si ello fuera poco, los demócratas radicales, los socialistas y los socialdemócratas han vuelto a nutrir su discurso político de diatribas contra el Estado de Derecho y contra sus defensores, los cuales son calificados como fascistas, conservadores, derechistas y cualquier otro epíteto lleno de connotaciones negativas. Atrás quedaron los líderes socialistas y socialdemócratas que asumieron la realidad y que trataron de dar un nuevo rostro a la centroizquierda europea. No hay nuevos Tony Blair, sino socialistas obstinados y melancólicos que cuando no pueden dar marcha atrás a las reformas liberales, compensan sus complejos alabando o apoyando a caudillos izquierdistas del Tercer Mundo. No es el tiempo de Felipe González, sino de Rodríguez Zapatero.
Así, vemos como los demócratas radicales, los socialistas y los socialdemócratas no se conforman con la fórmula transaccional del Estado Social y Democrático de Derecho. No les bastó quebrar a sus Estados y casi sucumbir ante la amenaza soviética. Ahora quieren una nueva oportunidad para llevar a feliz término su proyecto de sepultar el Estado de Derecho, la libertad individual y la iniciativa empresarial. Nuevamente nos ofrecen una utopía socialista, la cual maquillan con ambientalismo, multiculturalismo y otras variedades ideológicas producto del odio hacia el capitalismo.
Desgraciadamente para ellos, ayer como hoy, las amenazas externas son demasiado importantes como para profundizar su proyecto y abandonar la tutela americana. Ayer tenían que acudir a los Estados Unidos para evitar que las tropas soviéticas almorzaran en Lisboa. Hoy tienen que recurrir a los americanos ante la amenaza del islamismo radical. Es curioso que los más encarnizados enemigos de la libertad, es decir los islamistas radicales, sean quienes impidan que Europa se suicide de la mano de los apóstoles del Estado Social.
No obstante, tarde o temprano, los apóstoles del Estado Social triunfarán y quebrarán nuevamente a sus Estados y nuevamente le darán un pequeño espacio al Estado de Derecho, la libertad individual y la iniciativa empresarial para que rescate a esas economías moribundas. Ante ello nos preguntamos ¿Hasta cuándo habrá que soportar este círculo vicioso? ¿Hasta cuándo los demócratas radicales, los socialistas y los socialdemócratas seguirán rompiendo el compromiso transaccional del Estado Social y Democrático de Derecho? Quizás sea tiempo de dejarlos asumir las consecuencias de sus errores en solitario amparados en sus cacareadas mayorías electorales. Quizás los auténticos defensores de la libertad deben negarse a colaborar en los gobiernos de quienes ni siquiera tienen la decencia de cumplir con las soluciones de compromiso. Quizás los auténticos defensores de la libertad sólo deban volver a gobernar cuando posean un claro mandato popular, fuera de la traicionada fórmula transaccional del Estado Social y Democrático de Derecho.
Los auténticos defensores de la libertad no pueden seguir haciendo el papel de tontos útiles de políticos resentidos, demagogos, irresponsables y traicioneros. Ya basta de ser el chivo expiatorio de su fracaso y su mediocridad.
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