Por Trino Márquez
Después del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948, a Colombia le ha costado un enorme esfuerzo construir y, sobre todo, mantener las instituciones democráticas. A la hermana República nada le ha sido fácil.
Evitar que la confrontación política y social se desborde, y la nación se desbarranque por el precipicio de la guerra civil, ha sido una tarea titánica para la mayoría de los gobiernos. Las plagas que la han azotado son peores que la peste negra que diezma a la Europa medieval. Guerrilla (que va desde las corrientes marxistas radicales hasta los bolivarianos más rabiosos), narcotráfico y paramilitares son algunos frentes donde los gobiernos han tenido que batirse. Pablo Escobar y los “extraditables” causaron estragos durante la década de los 80 y parte de los 90. El M-19, en 1985, organiza una de las operaciones más violentas y audaces de las que se tenga memoria en América Latina: el asalto al Palacio de Justicia. Allí toman como rehenes a los magistrados de la Corte. Ese episodio culmina con la muerte de la mayoría de los magistrados y de los subversivos que asaltan el edificio, y se convierte en símbolo de la lucha sin cuartel entre el Estado y los grupos que querían destruirlo para implantar una dictadura o el caos total.
En medio de un ambiente tan adverso, Colombia, sin embargo, alcanza dos metas muy importantes. La primera, logra que su economía crezca de forma constante desde comienzos de los años 80, durante la llamada “década perdida”, cuando la mayoría de las naciones del continente, agobiadas por el peso de la deuda externa, están sumidas en la depresión. La otra, asienta la legalidad democrática. Sin contar con divisas petroleras para mantener a todos los grupos contentos, el Estado puede sortear las tremendas dificultades de un entorno tan turbulento, y preserva las instituciones y la paz en medio de los ataques continuos y por distintas vías de los extremistas. Tras la salida del poder del general Gustavo Rojas Pinilla en 1957, en esa nación cada cuatro años se han alternado gobiernos electos por el pueblo.
Sin embargo, este inmenso esfuerzo realizado por los gobiernos y por la sociedad colombiana desde hace más de medio siglo, no ha sido comprendido ni apreciado por las FARC. Su máximo jefe, Manuel Marulanda, junto con Raúl Reyes y Jorge Briceño (el “Mono Jojoy”), los otros dos líderes visibles, lo que han hecho a lo largo de todas estas décadas es conspirar contra la posibilidad de que Colombia se enrumbe definitivamente por la ruta de la estabilidad y el desarrollo. Desaparecido Pablo Escobar, legalizado el M-19, reducido el poder los carteles de la droga, minimizada la capacidad operativa de las Autodefensas, las FARC se levantan como el principal obstáculo para que se normalice la vida política en esa nación. La tozudez de los insurgentes, y su incapacidad para plantear una salida sensata y factible que permita reducir las inocultables desigualdades sociales existentes, no mayores que las de cualquier otro país latinoamericano, incluida Venezuela, han hecho que esa fuerza militar carezca por completo de apoyo popular, especialmente entre los campesinos, víctimas permanentes de sus atrocidades.
Desde hace más de tres décadas las FARC dejaron de ser la representación de aquella guerrilla, con visos de heroicidad, que se extiende en América Latina después del triunfo de Fidel Castro en Cuba. Desde los años 80 sus acciones consisten en asesinatos a mansalva, secuestros, extorsión, cobro de vacuna, asociación estrecha con los narcotraficantes, intimidación, mutilaciones, atentados dinamiteros en lugares públicos, incluso de esparcimiento. En esos episodios de violencia y muerte no hay nada de heroísmo, ni altruismo. No hay nada digno de rescatar. Solo el desprecio por la libertad y la democracia, el culto desmedido a la violencia, la apología del odio, la glorificación del resentimiento.
Los colombianos, sobre todo los más pobres, quisieran saber qué piensan las FARC acerca de temas como el empleo, el desarrollo económico, la modernización del país, la mejora de la infraestructura, los cambios en la educación y la salud, el perfeccionamiento del sistema de seguridad social, la eliminación del narcotráfico. Quisieran saber qué piensan en torno de los problemas cuya resolución podría permitir construir una nación más próspera y más equitativa. Pero, de ninguno de estos temas hablan los guerrilleros. No lo hacen porque no conocen a Colombia, ni al planeta. Se desligaron de ambos. Viven en un mundo donde prevalece la fuerza bruta sobre la razón y la inteligencia.
A ese grupo de desalmados, ignorantes y psicópatas es a quienes Hugo Chávez pretende dignificar. Elevar a la categoría de héroes. Lavarles el rostro para mostrarlos como apóstoles de la justicia y paladines de la lucha legítima de los desamparados contra la oligarquía. La defensa que hace Chávez y su Gobierno de las FARC es injustificable por donde se le examine. Representa una ofensa al valiente pueblo colombiano y a los familiares de las miles de personas que han sido víctimas directas de esos forajidos. Las acciones de las FARC no son políticas, sino delincuenciales, pues se adelantan en una nación que no se ha dejado encantar por los radicales que propician la violencia y niegan la democracia, sino que, al contrario, concentra sus fuerzas para mantenerse con decoro en el marco de la libertad.
Las FARC se encapsularon como un quiste maligno que se resiste a disolverse y que se mantiene al acecho para atacar en el momento en el que el cuerpo social se debilite. Ellas encarnan el pasado militarista, caudillesco, embrutecido e inmoral de la barbarie premoderna. El “autogol” que se metió Chávez, según la expresión de Laura Restrepo, la escritora más reconocida de Colombia y una de las mejores del continente, explica por qué la proposición de darle status de “fuerza beligerante” a esos desalmados no encuentra eco ni siquiera en la izquierda neogranadina.
La gran paradoja de todo esto es que quien pretende dignificar a las FARC y plantea sacarlas del grupo de organizaciones terroristas, es el mismo que mantiene presos a Simonovis, Forero y Vivas, y que cuando la disidencia ofuscada pone un triqui traqui en cualquier lugar de Venezuela o arma una guarimba impertinente, inmediatamente sale a calificarla de fascista, golpista y terrorista.
Después del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948, a Colombia le ha costado un enorme esfuerzo construir y, sobre todo, mantener las instituciones democráticas. A la hermana República nada le ha sido fácil.
Evitar que la confrontación política y social se desborde, y la nación se desbarranque por el precipicio de la guerra civil, ha sido una tarea titánica para la mayoría de los gobiernos. Las plagas que la han azotado son peores que la peste negra que diezma a la Europa medieval. Guerrilla (que va desde las corrientes marxistas radicales hasta los bolivarianos más rabiosos), narcotráfico y paramilitares son algunos frentes donde los gobiernos han tenido que batirse. Pablo Escobar y los “extraditables” causaron estragos durante la década de los 80 y parte de los 90. El M-19, en 1985, organiza una de las operaciones más violentas y audaces de las que se tenga memoria en América Latina: el asalto al Palacio de Justicia. Allí toman como rehenes a los magistrados de la Corte. Ese episodio culmina con la muerte de la mayoría de los magistrados y de los subversivos que asaltan el edificio, y se convierte en símbolo de la lucha sin cuartel entre el Estado y los grupos que querían destruirlo para implantar una dictadura o el caos total.
En medio de un ambiente tan adverso, Colombia, sin embargo, alcanza dos metas muy importantes. La primera, logra que su economía crezca de forma constante desde comienzos de los años 80, durante la llamada “década perdida”, cuando la mayoría de las naciones del continente, agobiadas por el peso de la deuda externa, están sumidas en la depresión. La otra, asienta la legalidad democrática. Sin contar con divisas petroleras para mantener a todos los grupos contentos, el Estado puede sortear las tremendas dificultades de un entorno tan turbulento, y preserva las instituciones y la paz en medio de los ataques continuos y por distintas vías de los extremistas. Tras la salida del poder del general Gustavo Rojas Pinilla en 1957, en esa nación cada cuatro años se han alternado gobiernos electos por el pueblo.
Sin embargo, este inmenso esfuerzo realizado por los gobiernos y por la sociedad colombiana desde hace más de medio siglo, no ha sido comprendido ni apreciado por las FARC. Su máximo jefe, Manuel Marulanda, junto con Raúl Reyes y Jorge Briceño (el “Mono Jojoy”), los otros dos líderes visibles, lo que han hecho a lo largo de todas estas décadas es conspirar contra la posibilidad de que Colombia se enrumbe definitivamente por la ruta de la estabilidad y el desarrollo. Desaparecido Pablo Escobar, legalizado el M-19, reducido el poder los carteles de la droga, minimizada la capacidad operativa de las Autodefensas, las FARC se levantan como el principal obstáculo para que se normalice la vida política en esa nación. La tozudez de los insurgentes, y su incapacidad para plantear una salida sensata y factible que permita reducir las inocultables desigualdades sociales existentes, no mayores que las de cualquier otro país latinoamericano, incluida Venezuela, han hecho que esa fuerza militar carezca por completo de apoyo popular, especialmente entre los campesinos, víctimas permanentes de sus atrocidades.
Desde hace más de tres décadas las FARC dejaron de ser la representación de aquella guerrilla, con visos de heroicidad, que se extiende en América Latina después del triunfo de Fidel Castro en Cuba. Desde los años 80 sus acciones consisten en asesinatos a mansalva, secuestros, extorsión, cobro de vacuna, asociación estrecha con los narcotraficantes, intimidación, mutilaciones, atentados dinamiteros en lugares públicos, incluso de esparcimiento. En esos episodios de violencia y muerte no hay nada de heroísmo, ni altruismo. No hay nada digno de rescatar. Solo el desprecio por la libertad y la democracia, el culto desmedido a la violencia, la apología del odio, la glorificación del resentimiento.
Los colombianos, sobre todo los más pobres, quisieran saber qué piensan las FARC acerca de temas como el empleo, el desarrollo económico, la modernización del país, la mejora de la infraestructura, los cambios en la educación y la salud, el perfeccionamiento del sistema de seguridad social, la eliminación del narcotráfico. Quisieran saber qué piensan en torno de los problemas cuya resolución podría permitir construir una nación más próspera y más equitativa. Pero, de ninguno de estos temas hablan los guerrilleros. No lo hacen porque no conocen a Colombia, ni al planeta. Se desligaron de ambos. Viven en un mundo donde prevalece la fuerza bruta sobre la razón y la inteligencia.
A ese grupo de desalmados, ignorantes y psicópatas es a quienes Hugo Chávez pretende dignificar. Elevar a la categoría de héroes. Lavarles el rostro para mostrarlos como apóstoles de la justicia y paladines de la lucha legítima de los desamparados contra la oligarquía. La defensa que hace Chávez y su Gobierno de las FARC es injustificable por donde se le examine. Representa una ofensa al valiente pueblo colombiano y a los familiares de las miles de personas que han sido víctimas directas de esos forajidos. Las acciones de las FARC no son políticas, sino delincuenciales, pues se adelantan en una nación que no se ha dejado encantar por los radicales que propician la violencia y niegan la democracia, sino que, al contrario, concentra sus fuerzas para mantenerse con decoro en el marco de la libertad.
Las FARC se encapsularon como un quiste maligno que se resiste a disolverse y que se mantiene al acecho para atacar en el momento en el que el cuerpo social se debilite. Ellas encarnan el pasado militarista, caudillesco, embrutecido e inmoral de la barbarie premoderna. El “autogol” que se metió Chávez, según la expresión de Laura Restrepo, la escritora más reconocida de Colombia y una de las mejores del continente, explica por qué la proposición de darle status de “fuerza beligerante” a esos desalmados no encuentra eco ni siquiera en la izquierda neogranadina.
La gran paradoja de todo esto es que quien pretende dignificar a las FARC y plantea sacarlas del grupo de organizaciones terroristas, es el mismo que mantiene presos a Simonovis, Forero y Vivas, y que cuando la disidencia ofuscada pone un triqui traqui en cualquier lugar de Venezuela o arma una guarimba impertinente, inmediatamente sale a calificarla de fascista, golpista y terrorista.
No hay comentarios :
Publicar un comentario
Exprésate libremente.
En este blog no se permiten comentarios de personas anónimas.