Premio Nobel de Economía, 1971. Profesor Distinguido de la Universidad de Freiburg (Alemania), Fundador de la Sociedad Mont Peleri, Doctorado en Derecho y Ciencias Políticas (Universidad de Viena), Doctor en Economía, Escuela de Economía de Londres, Doctor Honorario de las Universidades de Salzburgo, Rikkyo, Santa María, Miembro de la Academia Británica.
Exposición en el Ciclo de Conferencias sobre Fundamentos de un Sistema Social Libre, organizado por el Centro de Estudios Públicos, Santiago de Chile, abril de 1981.
Señoras y señores:
La invitación a disertar sobre las bases éticas de una sociedad libre -lo que inevitablemente significa que deberé cuestionar algunas ilusiones- me hizo recordar que, por algún tiempo, fue costumbre mía el responder a la pregunta en torno a cómo se debía pronunciar mi apellido -que no es-inglés-, diciendo que tal como la primera parte de “high explosive”. Temo que quizás deba desarrollar nuevamente algunos “explosivos de alto poder” y espero que ustedes no sufran conmociones. El asunto se refiere a ciertos conflictos entre convicciones morales, y no consiste simplemente en preguntarse cuáles son buenas y cuáles son malas, sino que a un conflicto constante entre un grupo de sentimientos que vienen de una forma mucho más temprana de la vida humana; y la visión moral, algo diferente, que ha hecho posible el desarrollo de una sociedad en la cual podemos mantener cuatro mil millones de personas.
Para comenzar, déjenme plantear este conflicto claramente.
Nuestros instintos morales, nuestros sentimientos espontáneos, han evolucionado durante probablemente cerca de un millón de años, que la raza humana dedicó a la caza menor y a la recolección en grupo. La gente no sólo se conocía cara a cara, sino que también actuaba en conjunto tras objetivos claros y comunes. Fue durante este largo período, que precedió al desarrollo de lo que llamamos civilización, que el hombre adquirió sus respuestas genéticas “Explosivos de alto poder”. Se ha conservado la expresión en inglés para respetar el juego de palabras propuesto por el autor, sus emociones, sus sentimientos y, especialmente, dos actitudes que son necesariamente dominantes en el grupo pequeño, pero que no encajan tan bien en la sociedad extendida, dos sensaciones que aún se consideran comúnmente muy buenas, y que deberé explicar. Ellas son, esencialmente: el sentimiento del altruismo y el sentimiento de búsqueda conjunta tras metas comunes. Estos son sentimientos coherentes, sobre los cuales se basa la pequeña sociedad. Aún existen fuertes emociones en nosotros, pero si nos hubiésemos amarrado a ellas y nos hubiéramos permitido hacer de las necesidades comunes de un grupo común nuestro único objetivo, nunca podríamos haber producido lo que yo llamo una sociedad extendida. Esta es una que ya no podemos dirigir deliberadamente en servicio de nuestro propósito común; está basada en un proceso autorregulador, según el cual somos inducidos a dedicar la mayor parte de nuestras vidas a servir gente de cuya existencia no tenemos idea, y a usar para esto la ayuda de otros miles de personas de cuya existencia no sabemos, mediante un mecanismo impersonal que no podemos controlar. Ahora bien, este paso, que va desde nuestros esfuerzos en servicio de nuestros amigos conocidos, para lo cual actuábamos en común tras propósitos comunes con nuestros vecinos, hasta una ética que consiste en reglas abstractas de conducta y restricciones antes que en tareas positivas, es un proceso largo y muy lento; y aún se presenta en nosotros el conflicto entre las dos actitudes, que podemos llamar las de nuestros sentimientos más innatos, y la moral tradicional que hemos aprendido gradualmente y que nos ha permitido mantener la sociedad extendida.
Déjenme llamar por los familiares nombres de altruismo y solidaridad a los dos instintos primitivos que aún sirven bien en el grupo pequeño, pero que estamos obligados a olvidar en la mayoría de nuestras vidas profesionales, en la mayoría de nuestros esfuerzos por ayudar a vivir a nuestros semejantes.
Temo que los conmocionará lo que ahora debo afirmar: La evolución de una tradición moral, que nos permitió construir un orden amplio de colaboración internacional, exigió la represión gradual de estos dos instintos básicos de altruismo y solidaridad, especialmente de la búsqueda de objetivos en común con nuestros semejantes; y fue posible por el desarrollo de una nueva moral que el hombre primitivo rechazaría.
Sin embargo, esto fue mucho mejor comprendido por los grandes filósofos morales del siglo XVII. Uno de ellos, a quien admiro en forma especial, Adam Ferguson, dijo: “el salvaje que no conoció la propiedad tuvo que vivir en un grupo pequeño”. De hecho, esencialmente, fue la evolución de la propiedad, de los contratos, de la libertad de sentimiento con respecto a lo que pertenece a cada uno, lo que se transformó en la base de lo que yo llamo civilización. Para mis propósitos actuales, con este último término quiero hacer referencia a nuestra capacidad de mantener en la tierra no sólo los cuatro mil millones de personas que ya existían, sino muchas veces más que eso, alimentándolas y educándolas, mediante la formación de una sociedad extendida o un orden extendido, que no es producto de un deseo deliberado de ayudar las necesidades particulares de otras personas, sino que es el resultado de nuestra obediencia a un tipo diferente de reglas morales que el salvaje no conocía: esencialmente, las reglas de propiedad.
Los ataques contra las morales de la civilización han estado dirigidos contra dos de sus aspectos. Desde que tenemos una historia de los conflictos sociales, encontramos que existe un movimiento constante de los instintos dirigido, por una parte, contra la propiedad civil y, por otra, contra el matrimonio y la familia. Yo debería hablar de estas dos cosas; sin embargo, mencioné la segunda sólo para indicar que existe un desarrollo paralelo en todas las revoluciones contra las morales de la civilización: el ataque fue dirigido simultáneamente contra la propiedad y la familia. Por el momento, debo limitarme al análisis de la evolución de la moral de la propiedad.
Existen problemas psicológicos de interpretación muy interesantes relacionados con el desarrollo de una nueva tradición moral. En la mayoría de los textos que podemos leer, se nos ha enseñado que el hombre se desarrolló haciéndose cada vez más inteligente, y que fue capaz de diseñar mejores reglas de conducta en relación a las que había tenido antes. Ahora bien, yo afirmo que todo esto no tiene ningún sentido. El hombre no fue nunca inteligente o capaz de inventar morales nuevas y más efectivas. Lo que sucedió fue que la gente comenzó a experimentar con nuevos métodos y algunos de ellos tuvieron éxito (en el sentido que estamos discutiendo), de tal forma que permitieron multiplicarse mucho más rápidamente a los grupos que los adoptaron, que a aquellos que no lo hicieron. Lo que dio origen a la nueva tradición moral y determinó su cambio progresivo durante los últimos 10 mil años -más o menos el orden de magnitud que debemos suponer para el desarrollo de la civilización-, fue una especie de proceso de evolución selectiva que, por favor, no debemos llamar darwiniano, por dos razones básicas: a) Aunque no perfectamente, este proceso de evolución se comprendió más de 100 años antes que Darwin escribiera, y b) Si lo desean comparar con la evolución biológica, existe una diferencia de opinión elemental, ya que depende de la herencia de características adquiridas que Darwin excluyó explícitamente; por lo tanto, si ustedes quieren hacer un paralelo con la evolución biológica, tendríamos que decir que esto es una variante de la evolución lamarquiana, y no de la evolución darwiniana. Pero no creo que necesitemos de todo esto. Lo que sucedió es que surgieron y fueron conservados algunos métodos (algunas formas de vida) que permitieron, a aquellos grupos que los adoptaron, multiplicarse más rápido que los otros y, gradualmente, ya sea desplazarlos o, por las mejores condiciones que podían ofrecer, atraerlos hacia sí. Esto fue posible ya que al ir creciendo la extensión de la sociedad, fue imposible atraer un flujo mucho mayor de recursos naturales.
En el estado salvaje de la humanidad, sólo unos pocos lugares eran habitables, ya que el grupo pequeño tenía que encontrar todo lo que necesitaba dentro de los límites posibles de su búsqueda. Sin embargo, gradualmente, a medida que el intercambio y el comercio se hicieron posibles, se desarrolló un orden mucho mayor, no porque alguien lo haya planificado, no porque alguien entendiera que los nuevos métodos eran más favorables, sino porque aquellos que los adoptaron se extendieron, al ser capaces de ocupar partes del mundo que antes eran prácticamente inhabitables, y al ser capaces de sostener un número cada vez mayor de población.
Ahora bien, esta extensión de la sociedad que fue posible por lo que yo llamo los sentimientos tradicionales antes que por los más innatos, consistió principalmente en (o se desarrolló en base a) restricciones sobre los antiguos sentimientos morales. El altruismo exigía que cada miembro del grupo entregara todo lo que tuviese a los amigos que conociera. Ciertamente, los primeros comerciantes que llevaron fuera del grupo algunas de las posesiones para negociarlas con miembros de otras tribus, infringieron y ofendieron gravemente las morales tradicionales.
Yo creo que todos ellos rechazaban y odiaban al mercado y la economía que nosotros observamos y tenemos hasta nuestros días. Gradualmente, esto fue superado por la sociedad primitiva, que había considerado exclusivamente como bueno el deber de los individuos para buscar los mismos objetivos que todos sus camaradas y la obligación de compartir las actividades del grupo.
Todos los nuevos desarrollos se deben a la difusión de lo que podemos llamar “individualismo” o “escape” de algunos individuos a esta obligación de compartir los métodos tradicionales.
Gradualmente, se fue reconociendo como materia de derecho el que cada individuo tenía sus dominios privados que podía usar para alcanzar sus propios propósitos.
Se necesitaría, por supuesto, un gran libro para escribir un registro de estos desarrollos, y yo no puedo intentar hacerlo en una sola charla. Sólo quiero atraer vuestra atención a una coincidencia que era necesaria para que se pudieran difundir estas nuevas prácticas o hábitos, estos principios de conducta que hicieron posible cuidar de un número mayor de gente, sin que la gente comprendiera que ellos eran mejores: Se debía elegir a estas reglas como mejores que sus alternativas, pero ellas no se transmitían debido a que se comprendiera que eran mejores. Hasta nuestros días, la gente que vive en el mundo no sabe o no tiene idea qué es lo que realmente esperamos de las morales actuales, o cómo obtener un filósofo capaz de entregar una justificación racional de por qué estas morales son mejores.
Me temo que todas las corrientes tradicionales, que van desde el utilitarismo, según la cual el hombre escoge lo que le es más útil, hasta las últimas concepciones positivistas que plantean que en vez de lo que llaman moral manifiesta o revelada, aún no definida intelectualmente, estamos en posición de construir morales mejores, sobreestiman inmensamente los poderes intelectuales de la mente.
El hombre no desarrolló repentinamente la inteligencia, ni fue capaz de implementar mejores reglas morales. En vez de ello, yo diría, aunque no puedo profundizar este tema, que el desarrollo moral llegó primero, antes que la inteligencia humana tuviese la capacidad de explicar, incluso, lo que era el bien. El desarrollo de la nueva moral fue un “crecimiento” de la microsociedad e hizo posible la sociedad extendida. Luego, esa sociedad extendida entregó el material para el crecimiento de la razón. Aún más que eso. De hecho, la mayoría de las exigencias que la nueva moral hizo al hombre fueron nuevas restricciones que éste despreció. Me siento inclinado a afirmar que el hombre fue civilizado contra sus deseos, y se le impuso un tipo de restricción moral sobre lo que podía y no podía hacer, producto del hecho que aquellos que adoptaron tales prácticas comenzaron a expandirse y a tomar el lugar de aquellos que no lo hicieron.
Pero, como estaba comenzando a decir antes que yo me interrumpiera, para este proceso tenían que colaborar dos elementos:
Por una parte, se probaron y transmitieron nuevas prácticas. Ahora bien, la transmisión es más que un problema necesario. Para que la gente aprenda cosas que son contrarias a sus instintos heredados se necesitan sanciones y, esencialmente, tales sanciones provinieron de la moral y la religión. Fue sólo gracias a la magia y la religión que ciertas prácticas peculiares de los grupos resultaron preferidas y transferidas o transmitidas. Pero, por supuesto, la magia sancionará diferentes prácticas en diferentes grupos, y solamente una vez que se establecían tradiciones, toma lugar un proceso de selección, sobre el cual, precisamente, hemos estado hablando. De hecho, y por favor no se ofendan, es muy probable que la evolución haya seleccionado aquellas religiones que rechazan prácticas morales que no son beneficiosas para el crecimiento del hombre. Creo que puedo entregar algunos elementos históricos o evidencia de esto. Creo que, desde la antigüedad, deben haber existido muchos intentos de fundar religiones enemigas de la propiedad privada y la familia, tal como ahora lo intentan hacer los socialistas modernos. Sin embargo, jamás ha sobrevivido alguna religión que no haya santificado el matrimonio y la propiedad. Aquellas religiones que han sobrevivido, y no pienso solamente en todas las religiones moralistas de Oriente, tienen una cosa en común con nuestras religiones occidentales: desde el comienzo han aceptado la propiedad privada y la familia. La adopción gradual de las reglas de propiedad privada y contrato llevaron a una expansión de la población que las había adoptado. Ahora, prepárense nuevamente para sufrir una pequeña conmoción. En esencia, probablemente sea perfectamente cierto que el capitalismo creó al proletariado. La economía de mercado hizo posible que la gente sobreviviera; de otra forma, esa gente no hubiese sobrevivido. Fueron precisamente estos aumentos en la población, que nosotros observamos con indignación, como el surgimiento del proletariado, los que de hecho dieron superioridad a los grupos que fueron capaces de alimentar a esta población adicional. La diferencia entre esta explicación y la socialista es que, en esta última, el proletariado surge al quitarles a algunos, propiedades que antes tenían. El hecho es que, incluso desde la antigüedad clásica, el proletariado creció donde existían posibilidades de ser alimentados y mantenidos vivos por la nueva economía de mercado, a través de la especialización del trabajo. Temo que nuevamente tendré que usar una frase tan general como la que ya he usado. La llave para la comprensión del crecimiento de la civilización está en la sentencia, ya mencionada, que el hombre fue civilizado contra sus deseos, no haciendo lo que quería hacer, no siguiendo sus instintos innatos, sino que obedeciendo a una nueva disciplina que le exigía desistir de una serie de premisas instintivas. Pero la disciplina sobre la que se basa la formación de un orden, y que se extiende mucho más allá de lo que podría haber sido creado por organización deliberada, implica una adaptación de hechos, que no puede ser conocida por nadie en su integridad.
Esta me parece la segunda razón principal del por qué la sociedad extendida, que crece más allá de nuestra visión, más allá del rango de lo que es visible, fue hecha posible solamente por el sistema que provee el mercado. Este sistema, sin que nosotros conociésemos el resto del orden, sin que conociésemos cómo se utilizan y se generan nuestras contribuciones, se desarrolló como una estructura autorreguladora que excedía ampliamente el conocimiento de cualquier individuo. Según él, la observación de reglas abstractas, y no la búsqueda de propósitos comunes determinados, nos permitió crear un orden que excede significativamente nuestra visión, utilizando infinitivamente más recursos de los que cualquier otra persona o autoridad podría conocer y entregando el alimento a poblaciones cada vez mayores.
Existe un problema muy interesante que sólo puedo tocar brevemente. Creo que en gran parte de este tópico hemos sido mal influidos por la primitiva teoría malthusiana de la población, hacia la cual hemos sido llevados los economistas y la mayor parte de las personas. Esta teoría rechaza implícitamente el hecho que el crecimiento de la población pueda ser, en sí mismo, un método que nos permita producir mucho más que antes. Adam Smith advirtió esto cuando dijo una vez, brevemente, en una frase muy profunda: “la división del trabajo depende de la extensión del mercado”. La extensión del mercado, el grado de especialización, el grado de utilización de recursos muy diseminados, se refuerza, en vez de restringirse, por un aumento en la población. Así, el proceso inicial de selección de aquellas poblaciones que han adoptado la moderna técnica del intercambio, llevó a una expansión progresiva y acelerada de tales grupos. El aumento en la población es tanto el proceso de selección que nos dice cuáles grupos deben crecer como un sistema, ciertamente, para el crecimiento posterior de esos grupos.
Ahora bien, creo que ustedes podrían escribir la historia económica de los últimos 2.000 a 5.000 años del mundo, en términos de la expansión gradual de lo que yo llamo, sucintamente, la “moral comercial”. La moral que cree en el comercio, en la propiedad privada y en todos los refinamientos que gradualmente el mercado ha traído consigo. En el siglo XVIII, ella fue tan popular o universal, que se usaba el término economía como forma de alabar y demostrar la sabiduría divina, representada en lo bien que había sido organizado el mundo, y como base de las nuevas posibilidades a las que se enfrentaba la humanidad. El gran cambio llegó en el último siglo. Hasta ese entonces, para prácticamente todos en el mundo occidental, la economía de mercado no sólo era familiar, sino que se consideraba a la moral comercial un asunto absolutamente obvio. Esa honestidad —el respeto por los contratos y la propiedad fue la base de las morales del mundo civilizado— no era cuestionada, pues todos, con escasas excepciones, aprendían que su esfuerzo diario, ya sea que fueran artesanos, agricultores o simplemente siervos, no tendría sentido si no se interrelacionaba diariamente en el mercado, cuyas prácticas constituían los principios dirigentes del intercambio humano ordinario. Lo que sucedió en el siglo XIX fueron dos cosas: Por un lado, una parte siempre creciente de la población se desarrolló como participante activo del mercado. Sin embargo, como miembros de organizaciones, empresas y gobiernos siempre crecientes, ellos fueron completamente extranjeros a la moral del mercado, que estimaron era la visión particular de un grupo particular. No existió reconocimiento automático de los principios básicos que representaban la moral de la honestidad, respeto por los contratos y la propiedad de otros. Esto sucedió al mismo tiempo que una nueva filosofía ayudaba a apoyar estas actitudes. En la medida que se suponía que esas morales eran verdades supernaturales o evidentes en las que todos creían, nadie preguntaba por qué ellas parecían ser las únicas morales posibles. Sin embargo, un nuevo filósofo le dijo a la gente que no creyeran o aceptaran nada que no se les demostrase. Así, las personas comenzaron a exigir teorías sobre el mundo, y a hacer la revolucionaria pregunta de si se podían demostrar mediante argumentos racionales aquellas tradiciones morales que existían, con pocas excepciones, a lo ancho del mundo.
Súbitamente, en el siglo XIX se cuestionó todo el concepto de tradición moral, que era tanto válido como imposible de justificar y explicar dada nuestra capacidad. Desde Descartes, el fundador del racionalismo moderno, Jeremy Bentham y August Comte, este concepto fue considerado “tonto”, al conformarse con simples tradiciones que nadie podía explicar ni justificar. Menciono especialmente estas instancias de revolución filosófica, pues tengo la impresión que los dos extremos principales a los que he hecho referencia, el utilitarismo “benthamita” y el positivismo “comtiano”, tuvieron una influencia particular en América Latina, y, de hecho, muchas de vuestras tradiciones revolucionarias pueden provenir de tales aparentes liberales, que cuestionaron todas las tradiciones morales —que nadie puede explicar— y destruyeron sus bases mismas.
Creo que fue esta coincidencia de los desarrollos morales, por un lado, la mayor parte de la población que aprendió la moral del mercado y, por otro, las enseñanzas de una nueva escuela de filósofos que les decían que todas esas morales no tenían sentido, que nadie las podía explicar, que nadie las había diseñado racionalmente, y que hicieran su propia moral, lo que ha dado lugar a todas las morales revolucionarias. Particularmente, surge una clase peculiar de sociedad moderna, que a veces se define como aquella de los intelectuales, que se caracteriza, esencialmente, por un desprecio a todo lo que es simplemente tradicional, y un convencimiento de que una razón recién desarrollada es capaz de permitirles construir un mejor sistema de sociedad.
Pienso que esto nos enfrenta con un problema extremadamente difícil. Hemos producido, o hemos hecho posible que viva, una población mundial que es quizás mil veces mayor que aquella que existía al comienzo de la civilización. Esto se debe al desarrollo de un mercado que estaba basado en ciertas tradiciones de reglas morales que nadie puede justificar, nadie puede explicar, pero en las cuales la gente simplemente creía por el hecho de ser tradición. Ahora nos enfrentamos a una audiencia que rehúsa aceptar cualquier moral que no se pueda demostrar. Sin embargo, nadie es capaz de justificarlas en su totalidad. Y la tarea es mucho mayor que ésa. Se debe tratar que la gente las comprenda, las acepte, ya sea por respeto a un poder divino mayor o sólo porque son tradición, en un tiempo cuando todos los dirigentes, todos aquellos “comerciantes de ideas de segunda mano”, como los llamé una vez, que las enseñan en las escuelas y escriben en la prensa, les están diciendo que tales proposiciones no tienen sentido. Debemos hacerlos capaces de aceptar deliberada y racionalmente algo cuyos beneficios ellos no pueden comprender, algo que durante toda nuestra historia ha sido considerado como una restricción molesta y contraria a nuestros instintos naturales. Quizás ésta sea una tarea que no seamos capaces de resolver.
Enfrentamos una situación en la cual el mundo ha perdido las creencias morales; en la cual el orden descansa (y demanda) en una justificación racional que probablemente no se puede dar. Sin embargo, y a pesar de esto último, ciertas personas le dicen a la gran masa: les podemos dar un sistema mucho mejor que los llevará a una posición mucho mejor, y que los liberará de todas esas restricciones molestas.
Si tengo tiempo, podría encontrar esta actitud en las diversas disciplinas que ahora se enseñan en las escuelas y universidades, desde los departamentos de psicología hasta los de educación, donde se les dice a los jóvenes que las restricciones han sido eliminadas por nuestro conocimiento, y que ahora estamos viviendo en un mundo de permisividad que, justamente, es el producto de lo anterior, en forma tal que podemos olvidarnos de todas las restricciones morales. Restricciones morales que no son tradicionales en un mundo de sociología que ha sido creado por uno de los principales exponentes de la tradición racionalista, August Comte, quien específicamente dice que nuestra tarea es reemplazar las morales reveladas por las morales construidas, imaginándose que él puede hacer eso.
Finalmente, la mente moderna tampoco cree ya más que el producto de dos o tres mil años de evolución occidental del Derecho pueda contener o incorporar experiencias en adaptación a circunstancias de las cuales ningún hombre tiene conciencia. Aún no se ha legitimizado la idea de que algo debe ser válido simplemente porque es una tradición moral. Mediante actos formales o legislación, se está intentando destruir la moral, sobre cuya base legal está basada no simplemente nuestra comodidad, nuestra vida fácil, sino, también, lo que es mucho más importante, nuestra capacidad para alimentar a la población actual del mundo.
Iré más allá de lo que hasta ahora he dicho, y esto es lo que quería explicarles en detalle. Uno de los principales sentimientos que gobiernan ahora las actividades de la mayoría de las personas con buenos sentimientos y deseos llevará a destruir nuestra capacidad para mantener la actual posición del mundo. A lo que estoy haciendo alusión es a un concepto nuevo, de sólo cien años: la justicia social. Esta ordena, como deber moral, la tarea de distribuir libremente la riqueza existente en lo que se llama “una forma más equitativa”.
Déjenme primero dar mi respuesta en forma muy breve y, luego, ilustrar con algo más de detalle cómo esta idea llegó a ocupar una posición dominante. Mi respuesta es ésta: somos capaces de mantener la posición actual del mundo sólo porque lo que hay está distribuido desigualmente. Paradójicamente, si tratamos de distribuirlo en forma más igualitaria, tendríamos mucho menos para distribuir, ya que descansamos en el mercado y en las diferentes remuneraciones para organizar nuestras actividades. La ilusión de que tenemos un producto social, que está a nuestra disposición para distribuirlo como queramos, es justamente eso: pura ilusión. Tenemos este producto social sólo porque los precios de los diferentes servicios le dicen a la gente qué es lo que deben hacer para producir lo máximo de que son capaces. Si eliminamos esto, muy pronto no tendríamos producto que distribuir. Salvo que ustedes piensen que estoy exagerando, esto es lo que oculta o disfraza el concepto de justicia social, según el cual nuestro nuevo deber moral es distribuir justamente el producto.
Déjenme entregarles, tan brevemente como pueda, un ejemplo de la inclusión de estos conceptos en el pensamiento moderno. Probablemente ustedes se sorprenderán con lo que les diré. John Stuart Mill, simultáneamente con Karl Marx, enseñando lo que puede sonar muy inocente, persuadió a todos sus estudiantes que la situación era tal, o tenía tales características, que si en realidad fuese así, sería un deber moral de todos nosotros el velar para que el producto disponible esté justamente distribuido. En su famoso libro Principios de Economía Política, publicado en 1848, y que aún era usado como texto principal en muchas partes del mundo 100 años después, comienza considerando la teoría de la producción como un asunto de pura tecnología. Enseguida, abre el capítulo siguiente sobre teoría del valor con la siguiente frase, que debo leerles para validar mi punto: “No existe nada opcional o arbitrario en ello [la producción de riqueza]; todo lo que la humanidad produce debe ser producido en la forma y bajo las condiciones impuestas por la constitución de las cosas externas, por las propiedades inherentes de sus fuerzas físicas y mentales”. En otras palabras, ustedes dirían: “los métodos de producción son determinantes”. Luego, él sigue: “...no siempre la distribución de la riqueza es un asunto exclusivo de las instituciones humanas, pero una vez que las cosas están ahí, la humanidad, colectivamente o en forma individual, puede hacer con ellas lo que guste. Puede ponerlas a disposición de quien se desee y en los términos que se quiera”. Pues bien, si fuese cierto que una vez que “las cosas están ahí” la humanidad pudiese hacer con ellas lo que quisiera, por supuesto que sería nuestro deber moral hacer que todas las cosas fueran a la gente que más las necesita. El hecho es que las cosas pueden estar una vez, pero si lo están, ya nunca estarán de nuevo, ya que han sido producidas no siguiendo reglas tecnológicas estrictas, sino que mediante un proceso de descubrimiento, a través de los precios de mercado que nos dicen cómo usar nuestros recursos. Pero, por supuesto, una vez que se ha enseñado lo anterior, y sabiendo que ésa es la fuente sobre la cual se ha desarrollado todo el socialismo inglés, uno está obligado a decir, como hombre moderno: “¡Eso es un problema tecnológico que no comprendo! Somos capaces de producir tanto y tanto más.
¡Sigamos así! Una vez que el producto está ahí, es claramente nuestro deber moral el distribuirlo de acuerdo a reglas morales”. Este es John Stuart Mill; sin embargo, el hombre se transformó en héroe del liberalismo europeo. En los hechos, él realmente lo mató. Ello fue inevitable; y en lugar de lo que solía ser una tradición británica de instituciones políticas libres, surgió una tradición totalmente nueva, absolutamente no británica, que gobierna Inglaterra hasta nuestros días.
Temo que con esto voy a concluir. Hasta aproximadamente 100 años atrás, habíamos tenido un éxito razonable en domesticar al salvaje mediante ciertas reglas básicas que lo llevaron a formar un orden abstracto que no podía comprender. Desde entonces ha surgido un nuevo salvaje que debemos domesticar. Comenzamos domesticando al salvaje; debemos terminar, aunque aún no hemos comenzado, domesticando al Estado.
Muchas gracias.
Exposición en el Ciclo de Conferencias sobre Fundamentos de un Sistema Social Libre, organizado por el Centro de Estudios Públicos, Santiago de Chile, abril de 1981.
Señoras y señores:
La invitación a disertar sobre las bases éticas de una sociedad libre -lo que inevitablemente significa que deberé cuestionar algunas ilusiones- me hizo recordar que, por algún tiempo, fue costumbre mía el responder a la pregunta en torno a cómo se debía pronunciar mi apellido -que no es-inglés-, diciendo que tal como la primera parte de “high explosive”. Temo que quizás deba desarrollar nuevamente algunos “explosivos de alto poder” y espero que ustedes no sufran conmociones. El asunto se refiere a ciertos conflictos entre convicciones morales, y no consiste simplemente en preguntarse cuáles son buenas y cuáles son malas, sino que a un conflicto constante entre un grupo de sentimientos que vienen de una forma mucho más temprana de la vida humana; y la visión moral, algo diferente, que ha hecho posible el desarrollo de una sociedad en la cual podemos mantener cuatro mil millones de personas.
Para comenzar, déjenme plantear este conflicto claramente.
Nuestros instintos morales, nuestros sentimientos espontáneos, han evolucionado durante probablemente cerca de un millón de años, que la raza humana dedicó a la caza menor y a la recolección en grupo. La gente no sólo se conocía cara a cara, sino que también actuaba en conjunto tras objetivos claros y comunes. Fue durante este largo período, que precedió al desarrollo de lo que llamamos civilización, que el hombre adquirió sus respuestas genéticas “Explosivos de alto poder”. Se ha conservado la expresión en inglés para respetar el juego de palabras propuesto por el autor, sus emociones, sus sentimientos y, especialmente, dos actitudes que son necesariamente dominantes en el grupo pequeño, pero que no encajan tan bien en la sociedad extendida, dos sensaciones que aún se consideran comúnmente muy buenas, y que deberé explicar. Ellas son, esencialmente: el sentimiento del altruismo y el sentimiento de búsqueda conjunta tras metas comunes. Estos son sentimientos coherentes, sobre los cuales se basa la pequeña sociedad. Aún existen fuertes emociones en nosotros, pero si nos hubiésemos amarrado a ellas y nos hubiéramos permitido hacer de las necesidades comunes de un grupo común nuestro único objetivo, nunca podríamos haber producido lo que yo llamo una sociedad extendida. Esta es una que ya no podemos dirigir deliberadamente en servicio de nuestro propósito común; está basada en un proceso autorregulador, según el cual somos inducidos a dedicar la mayor parte de nuestras vidas a servir gente de cuya existencia no tenemos idea, y a usar para esto la ayuda de otros miles de personas de cuya existencia no sabemos, mediante un mecanismo impersonal que no podemos controlar. Ahora bien, este paso, que va desde nuestros esfuerzos en servicio de nuestros amigos conocidos, para lo cual actuábamos en común tras propósitos comunes con nuestros vecinos, hasta una ética que consiste en reglas abstractas de conducta y restricciones antes que en tareas positivas, es un proceso largo y muy lento; y aún se presenta en nosotros el conflicto entre las dos actitudes, que podemos llamar las de nuestros sentimientos más innatos, y la moral tradicional que hemos aprendido gradualmente y que nos ha permitido mantener la sociedad extendida.
Déjenme llamar por los familiares nombres de altruismo y solidaridad a los dos instintos primitivos que aún sirven bien en el grupo pequeño, pero que estamos obligados a olvidar en la mayoría de nuestras vidas profesionales, en la mayoría de nuestros esfuerzos por ayudar a vivir a nuestros semejantes.
Temo que los conmocionará lo que ahora debo afirmar: La evolución de una tradición moral, que nos permitió construir un orden amplio de colaboración internacional, exigió la represión gradual de estos dos instintos básicos de altruismo y solidaridad, especialmente de la búsqueda de objetivos en común con nuestros semejantes; y fue posible por el desarrollo de una nueva moral que el hombre primitivo rechazaría.
Sin embargo, esto fue mucho mejor comprendido por los grandes filósofos morales del siglo XVII. Uno de ellos, a quien admiro en forma especial, Adam Ferguson, dijo: “el salvaje que no conoció la propiedad tuvo que vivir en un grupo pequeño”. De hecho, esencialmente, fue la evolución de la propiedad, de los contratos, de la libertad de sentimiento con respecto a lo que pertenece a cada uno, lo que se transformó en la base de lo que yo llamo civilización. Para mis propósitos actuales, con este último término quiero hacer referencia a nuestra capacidad de mantener en la tierra no sólo los cuatro mil millones de personas que ya existían, sino muchas veces más que eso, alimentándolas y educándolas, mediante la formación de una sociedad extendida o un orden extendido, que no es producto de un deseo deliberado de ayudar las necesidades particulares de otras personas, sino que es el resultado de nuestra obediencia a un tipo diferente de reglas morales que el salvaje no conocía: esencialmente, las reglas de propiedad.
Los ataques contra las morales de la civilización han estado dirigidos contra dos de sus aspectos. Desde que tenemos una historia de los conflictos sociales, encontramos que existe un movimiento constante de los instintos dirigido, por una parte, contra la propiedad civil y, por otra, contra el matrimonio y la familia. Yo debería hablar de estas dos cosas; sin embargo, mencioné la segunda sólo para indicar que existe un desarrollo paralelo en todas las revoluciones contra las morales de la civilización: el ataque fue dirigido simultáneamente contra la propiedad y la familia. Por el momento, debo limitarme al análisis de la evolución de la moral de la propiedad.
Existen problemas psicológicos de interpretación muy interesantes relacionados con el desarrollo de una nueva tradición moral. En la mayoría de los textos que podemos leer, se nos ha enseñado que el hombre se desarrolló haciéndose cada vez más inteligente, y que fue capaz de diseñar mejores reglas de conducta en relación a las que había tenido antes. Ahora bien, yo afirmo que todo esto no tiene ningún sentido. El hombre no fue nunca inteligente o capaz de inventar morales nuevas y más efectivas. Lo que sucedió fue que la gente comenzó a experimentar con nuevos métodos y algunos de ellos tuvieron éxito (en el sentido que estamos discutiendo), de tal forma que permitieron multiplicarse mucho más rápidamente a los grupos que los adoptaron, que a aquellos que no lo hicieron. Lo que dio origen a la nueva tradición moral y determinó su cambio progresivo durante los últimos 10 mil años -más o menos el orden de magnitud que debemos suponer para el desarrollo de la civilización-, fue una especie de proceso de evolución selectiva que, por favor, no debemos llamar darwiniano, por dos razones básicas: a) Aunque no perfectamente, este proceso de evolución se comprendió más de 100 años antes que Darwin escribiera, y b) Si lo desean comparar con la evolución biológica, existe una diferencia de opinión elemental, ya que depende de la herencia de características adquiridas que Darwin excluyó explícitamente; por lo tanto, si ustedes quieren hacer un paralelo con la evolución biológica, tendríamos que decir que esto es una variante de la evolución lamarquiana, y no de la evolución darwiniana. Pero no creo que necesitemos de todo esto. Lo que sucedió es que surgieron y fueron conservados algunos métodos (algunas formas de vida) que permitieron, a aquellos grupos que los adoptaron, multiplicarse más rápido que los otros y, gradualmente, ya sea desplazarlos o, por las mejores condiciones que podían ofrecer, atraerlos hacia sí. Esto fue posible ya que al ir creciendo la extensión de la sociedad, fue imposible atraer un flujo mucho mayor de recursos naturales.
En el estado salvaje de la humanidad, sólo unos pocos lugares eran habitables, ya que el grupo pequeño tenía que encontrar todo lo que necesitaba dentro de los límites posibles de su búsqueda. Sin embargo, gradualmente, a medida que el intercambio y el comercio se hicieron posibles, se desarrolló un orden mucho mayor, no porque alguien lo haya planificado, no porque alguien entendiera que los nuevos métodos eran más favorables, sino porque aquellos que los adoptaron se extendieron, al ser capaces de ocupar partes del mundo que antes eran prácticamente inhabitables, y al ser capaces de sostener un número cada vez mayor de población.
Ahora bien, esta extensión de la sociedad que fue posible por lo que yo llamo los sentimientos tradicionales antes que por los más innatos, consistió principalmente en (o se desarrolló en base a) restricciones sobre los antiguos sentimientos morales. El altruismo exigía que cada miembro del grupo entregara todo lo que tuviese a los amigos que conociera. Ciertamente, los primeros comerciantes que llevaron fuera del grupo algunas de las posesiones para negociarlas con miembros de otras tribus, infringieron y ofendieron gravemente las morales tradicionales.
Yo creo que todos ellos rechazaban y odiaban al mercado y la economía que nosotros observamos y tenemos hasta nuestros días. Gradualmente, esto fue superado por la sociedad primitiva, que había considerado exclusivamente como bueno el deber de los individuos para buscar los mismos objetivos que todos sus camaradas y la obligación de compartir las actividades del grupo.
Todos los nuevos desarrollos se deben a la difusión de lo que podemos llamar “individualismo” o “escape” de algunos individuos a esta obligación de compartir los métodos tradicionales.
Gradualmente, se fue reconociendo como materia de derecho el que cada individuo tenía sus dominios privados que podía usar para alcanzar sus propios propósitos.
Se necesitaría, por supuesto, un gran libro para escribir un registro de estos desarrollos, y yo no puedo intentar hacerlo en una sola charla. Sólo quiero atraer vuestra atención a una coincidencia que era necesaria para que se pudieran difundir estas nuevas prácticas o hábitos, estos principios de conducta que hicieron posible cuidar de un número mayor de gente, sin que la gente comprendiera que ellos eran mejores: Se debía elegir a estas reglas como mejores que sus alternativas, pero ellas no se transmitían debido a que se comprendiera que eran mejores. Hasta nuestros días, la gente que vive en el mundo no sabe o no tiene idea qué es lo que realmente esperamos de las morales actuales, o cómo obtener un filósofo capaz de entregar una justificación racional de por qué estas morales son mejores.
Me temo que todas las corrientes tradicionales, que van desde el utilitarismo, según la cual el hombre escoge lo que le es más útil, hasta las últimas concepciones positivistas que plantean que en vez de lo que llaman moral manifiesta o revelada, aún no definida intelectualmente, estamos en posición de construir morales mejores, sobreestiman inmensamente los poderes intelectuales de la mente.
El hombre no desarrolló repentinamente la inteligencia, ni fue capaz de implementar mejores reglas morales. En vez de ello, yo diría, aunque no puedo profundizar este tema, que el desarrollo moral llegó primero, antes que la inteligencia humana tuviese la capacidad de explicar, incluso, lo que era el bien. El desarrollo de la nueva moral fue un “crecimiento” de la microsociedad e hizo posible la sociedad extendida. Luego, esa sociedad extendida entregó el material para el crecimiento de la razón. Aún más que eso. De hecho, la mayoría de las exigencias que la nueva moral hizo al hombre fueron nuevas restricciones que éste despreció. Me siento inclinado a afirmar que el hombre fue civilizado contra sus deseos, y se le impuso un tipo de restricción moral sobre lo que podía y no podía hacer, producto del hecho que aquellos que adoptaron tales prácticas comenzaron a expandirse y a tomar el lugar de aquellos que no lo hicieron.
Pero, como estaba comenzando a decir antes que yo me interrumpiera, para este proceso tenían que colaborar dos elementos:
Por una parte, se probaron y transmitieron nuevas prácticas. Ahora bien, la transmisión es más que un problema necesario. Para que la gente aprenda cosas que son contrarias a sus instintos heredados se necesitan sanciones y, esencialmente, tales sanciones provinieron de la moral y la religión. Fue sólo gracias a la magia y la religión que ciertas prácticas peculiares de los grupos resultaron preferidas y transferidas o transmitidas. Pero, por supuesto, la magia sancionará diferentes prácticas en diferentes grupos, y solamente una vez que se establecían tradiciones, toma lugar un proceso de selección, sobre el cual, precisamente, hemos estado hablando. De hecho, y por favor no se ofendan, es muy probable que la evolución haya seleccionado aquellas religiones que rechazan prácticas morales que no son beneficiosas para el crecimiento del hombre. Creo que puedo entregar algunos elementos históricos o evidencia de esto. Creo que, desde la antigüedad, deben haber existido muchos intentos de fundar religiones enemigas de la propiedad privada y la familia, tal como ahora lo intentan hacer los socialistas modernos. Sin embargo, jamás ha sobrevivido alguna religión que no haya santificado el matrimonio y la propiedad. Aquellas religiones que han sobrevivido, y no pienso solamente en todas las religiones moralistas de Oriente, tienen una cosa en común con nuestras religiones occidentales: desde el comienzo han aceptado la propiedad privada y la familia. La adopción gradual de las reglas de propiedad privada y contrato llevaron a una expansión de la población que las había adoptado. Ahora, prepárense nuevamente para sufrir una pequeña conmoción. En esencia, probablemente sea perfectamente cierto que el capitalismo creó al proletariado. La economía de mercado hizo posible que la gente sobreviviera; de otra forma, esa gente no hubiese sobrevivido. Fueron precisamente estos aumentos en la población, que nosotros observamos con indignación, como el surgimiento del proletariado, los que de hecho dieron superioridad a los grupos que fueron capaces de alimentar a esta población adicional. La diferencia entre esta explicación y la socialista es que, en esta última, el proletariado surge al quitarles a algunos, propiedades que antes tenían. El hecho es que, incluso desde la antigüedad clásica, el proletariado creció donde existían posibilidades de ser alimentados y mantenidos vivos por la nueva economía de mercado, a través de la especialización del trabajo. Temo que nuevamente tendré que usar una frase tan general como la que ya he usado. La llave para la comprensión del crecimiento de la civilización está en la sentencia, ya mencionada, que el hombre fue civilizado contra sus deseos, no haciendo lo que quería hacer, no siguiendo sus instintos innatos, sino que obedeciendo a una nueva disciplina que le exigía desistir de una serie de premisas instintivas. Pero la disciplina sobre la que se basa la formación de un orden, y que se extiende mucho más allá de lo que podría haber sido creado por organización deliberada, implica una adaptación de hechos, que no puede ser conocida por nadie en su integridad.
Esta me parece la segunda razón principal del por qué la sociedad extendida, que crece más allá de nuestra visión, más allá del rango de lo que es visible, fue hecha posible solamente por el sistema que provee el mercado. Este sistema, sin que nosotros conociésemos el resto del orden, sin que conociésemos cómo se utilizan y se generan nuestras contribuciones, se desarrolló como una estructura autorreguladora que excedía ampliamente el conocimiento de cualquier individuo. Según él, la observación de reglas abstractas, y no la búsqueda de propósitos comunes determinados, nos permitió crear un orden que excede significativamente nuestra visión, utilizando infinitivamente más recursos de los que cualquier otra persona o autoridad podría conocer y entregando el alimento a poblaciones cada vez mayores.
Existe un problema muy interesante que sólo puedo tocar brevemente. Creo que en gran parte de este tópico hemos sido mal influidos por la primitiva teoría malthusiana de la población, hacia la cual hemos sido llevados los economistas y la mayor parte de las personas. Esta teoría rechaza implícitamente el hecho que el crecimiento de la población pueda ser, en sí mismo, un método que nos permita producir mucho más que antes. Adam Smith advirtió esto cuando dijo una vez, brevemente, en una frase muy profunda: “la división del trabajo depende de la extensión del mercado”. La extensión del mercado, el grado de especialización, el grado de utilización de recursos muy diseminados, se refuerza, en vez de restringirse, por un aumento en la población. Así, el proceso inicial de selección de aquellas poblaciones que han adoptado la moderna técnica del intercambio, llevó a una expansión progresiva y acelerada de tales grupos. El aumento en la población es tanto el proceso de selección que nos dice cuáles grupos deben crecer como un sistema, ciertamente, para el crecimiento posterior de esos grupos.
Ahora bien, creo que ustedes podrían escribir la historia económica de los últimos 2.000 a 5.000 años del mundo, en términos de la expansión gradual de lo que yo llamo, sucintamente, la “moral comercial”. La moral que cree en el comercio, en la propiedad privada y en todos los refinamientos que gradualmente el mercado ha traído consigo. En el siglo XVIII, ella fue tan popular o universal, que se usaba el término economía como forma de alabar y demostrar la sabiduría divina, representada en lo bien que había sido organizado el mundo, y como base de las nuevas posibilidades a las que se enfrentaba la humanidad. El gran cambio llegó en el último siglo. Hasta ese entonces, para prácticamente todos en el mundo occidental, la economía de mercado no sólo era familiar, sino que se consideraba a la moral comercial un asunto absolutamente obvio. Esa honestidad —el respeto por los contratos y la propiedad fue la base de las morales del mundo civilizado— no era cuestionada, pues todos, con escasas excepciones, aprendían que su esfuerzo diario, ya sea que fueran artesanos, agricultores o simplemente siervos, no tendría sentido si no se interrelacionaba diariamente en el mercado, cuyas prácticas constituían los principios dirigentes del intercambio humano ordinario. Lo que sucedió en el siglo XIX fueron dos cosas: Por un lado, una parte siempre creciente de la población se desarrolló como participante activo del mercado. Sin embargo, como miembros de organizaciones, empresas y gobiernos siempre crecientes, ellos fueron completamente extranjeros a la moral del mercado, que estimaron era la visión particular de un grupo particular. No existió reconocimiento automático de los principios básicos que representaban la moral de la honestidad, respeto por los contratos y la propiedad de otros. Esto sucedió al mismo tiempo que una nueva filosofía ayudaba a apoyar estas actitudes. En la medida que se suponía que esas morales eran verdades supernaturales o evidentes en las que todos creían, nadie preguntaba por qué ellas parecían ser las únicas morales posibles. Sin embargo, un nuevo filósofo le dijo a la gente que no creyeran o aceptaran nada que no se les demostrase. Así, las personas comenzaron a exigir teorías sobre el mundo, y a hacer la revolucionaria pregunta de si se podían demostrar mediante argumentos racionales aquellas tradiciones morales que existían, con pocas excepciones, a lo ancho del mundo.
Súbitamente, en el siglo XIX se cuestionó todo el concepto de tradición moral, que era tanto válido como imposible de justificar y explicar dada nuestra capacidad. Desde Descartes, el fundador del racionalismo moderno, Jeremy Bentham y August Comte, este concepto fue considerado “tonto”, al conformarse con simples tradiciones que nadie podía explicar ni justificar. Menciono especialmente estas instancias de revolución filosófica, pues tengo la impresión que los dos extremos principales a los que he hecho referencia, el utilitarismo “benthamita” y el positivismo “comtiano”, tuvieron una influencia particular en América Latina, y, de hecho, muchas de vuestras tradiciones revolucionarias pueden provenir de tales aparentes liberales, que cuestionaron todas las tradiciones morales —que nadie puede explicar— y destruyeron sus bases mismas.
Creo que fue esta coincidencia de los desarrollos morales, por un lado, la mayor parte de la población que aprendió la moral del mercado y, por otro, las enseñanzas de una nueva escuela de filósofos que les decían que todas esas morales no tenían sentido, que nadie las podía explicar, que nadie las había diseñado racionalmente, y que hicieran su propia moral, lo que ha dado lugar a todas las morales revolucionarias. Particularmente, surge una clase peculiar de sociedad moderna, que a veces se define como aquella de los intelectuales, que se caracteriza, esencialmente, por un desprecio a todo lo que es simplemente tradicional, y un convencimiento de que una razón recién desarrollada es capaz de permitirles construir un mejor sistema de sociedad.
Pienso que esto nos enfrenta con un problema extremadamente difícil. Hemos producido, o hemos hecho posible que viva, una población mundial que es quizás mil veces mayor que aquella que existía al comienzo de la civilización. Esto se debe al desarrollo de un mercado que estaba basado en ciertas tradiciones de reglas morales que nadie puede justificar, nadie puede explicar, pero en las cuales la gente simplemente creía por el hecho de ser tradición. Ahora nos enfrentamos a una audiencia que rehúsa aceptar cualquier moral que no se pueda demostrar. Sin embargo, nadie es capaz de justificarlas en su totalidad. Y la tarea es mucho mayor que ésa. Se debe tratar que la gente las comprenda, las acepte, ya sea por respeto a un poder divino mayor o sólo porque son tradición, en un tiempo cuando todos los dirigentes, todos aquellos “comerciantes de ideas de segunda mano”, como los llamé una vez, que las enseñan en las escuelas y escriben en la prensa, les están diciendo que tales proposiciones no tienen sentido. Debemos hacerlos capaces de aceptar deliberada y racionalmente algo cuyos beneficios ellos no pueden comprender, algo que durante toda nuestra historia ha sido considerado como una restricción molesta y contraria a nuestros instintos naturales. Quizás ésta sea una tarea que no seamos capaces de resolver.
Enfrentamos una situación en la cual el mundo ha perdido las creencias morales; en la cual el orden descansa (y demanda) en una justificación racional que probablemente no se puede dar. Sin embargo, y a pesar de esto último, ciertas personas le dicen a la gran masa: les podemos dar un sistema mucho mejor que los llevará a una posición mucho mejor, y que los liberará de todas esas restricciones molestas.
Si tengo tiempo, podría encontrar esta actitud en las diversas disciplinas que ahora se enseñan en las escuelas y universidades, desde los departamentos de psicología hasta los de educación, donde se les dice a los jóvenes que las restricciones han sido eliminadas por nuestro conocimiento, y que ahora estamos viviendo en un mundo de permisividad que, justamente, es el producto de lo anterior, en forma tal que podemos olvidarnos de todas las restricciones morales. Restricciones morales que no son tradicionales en un mundo de sociología que ha sido creado por uno de los principales exponentes de la tradición racionalista, August Comte, quien específicamente dice que nuestra tarea es reemplazar las morales reveladas por las morales construidas, imaginándose que él puede hacer eso.
Finalmente, la mente moderna tampoco cree ya más que el producto de dos o tres mil años de evolución occidental del Derecho pueda contener o incorporar experiencias en adaptación a circunstancias de las cuales ningún hombre tiene conciencia. Aún no se ha legitimizado la idea de que algo debe ser válido simplemente porque es una tradición moral. Mediante actos formales o legislación, se está intentando destruir la moral, sobre cuya base legal está basada no simplemente nuestra comodidad, nuestra vida fácil, sino, también, lo que es mucho más importante, nuestra capacidad para alimentar a la población actual del mundo.
Iré más allá de lo que hasta ahora he dicho, y esto es lo que quería explicarles en detalle. Uno de los principales sentimientos que gobiernan ahora las actividades de la mayoría de las personas con buenos sentimientos y deseos llevará a destruir nuestra capacidad para mantener la actual posición del mundo. A lo que estoy haciendo alusión es a un concepto nuevo, de sólo cien años: la justicia social. Esta ordena, como deber moral, la tarea de distribuir libremente la riqueza existente en lo que se llama “una forma más equitativa”.
Déjenme primero dar mi respuesta en forma muy breve y, luego, ilustrar con algo más de detalle cómo esta idea llegó a ocupar una posición dominante. Mi respuesta es ésta: somos capaces de mantener la posición actual del mundo sólo porque lo que hay está distribuido desigualmente. Paradójicamente, si tratamos de distribuirlo en forma más igualitaria, tendríamos mucho menos para distribuir, ya que descansamos en el mercado y en las diferentes remuneraciones para organizar nuestras actividades. La ilusión de que tenemos un producto social, que está a nuestra disposición para distribuirlo como queramos, es justamente eso: pura ilusión. Tenemos este producto social sólo porque los precios de los diferentes servicios le dicen a la gente qué es lo que deben hacer para producir lo máximo de que son capaces. Si eliminamos esto, muy pronto no tendríamos producto que distribuir. Salvo que ustedes piensen que estoy exagerando, esto es lo que oculta o disfraza el concepto de justicia social, según el cual nuestro nuevo deber moral es distribuir justamente el producto.
Déjenme entregarles, tan brevemente como pueda, un ejemplo de la inclusión de estos conceptos en el pensamiento moderno. Probablemente ustedes se sorprenderán con lo que les diré. John Stuart Mill, simultáneamente con Karl Marx, enseñando lo que puede sonar muy inocente, persuadió a todos sus estudiantes que la situación era tal, o tenía tales características, que si en realidad fuese así, sería un deber moral de todos nosotros el velar para que el producto disponible esté justamente distribuido. En su famoso libro Principios de Economía Política, publicado en 1848, y que aún era usado como texto principal en muchas partes del mundo 100 años después, comienza considerando la teoría de la producción como un asunto de pura tecnología. Enseguida, abre el capítulo siguiente sobre teoría del valor con la siguiente frase, que debo leerles para validar mi punto: “No existe nada opcional o arbitrario en ello [la producción de riqueza]; todo lo que la humanidad produce debe ser producido en la forma y bajo las condiciones impuestas por la constitución de las cosas externas, por las propiedades inherentes de sus fuerzas físicas y mentales”. En otras palabras, ustedes dirían: “los métodos de producción son determinantes”. Luego, él sigue: “...no siempre la distribución de la riqueza es un asunto exclusivo de las instituciones humanas, pero una vez que las cosas están ahí, la humanidad, colectivamente o en forma individual, puede hacer con ellas lo que guste. Puede ponerlas a disposición de quien se desee y en los términos que se quiera”. Pues bien, si fuese cierto que una vez que “las cosas están ahí” la humanidad pudiese hacer con ellas lo que quisiera, por supuesto que sería nuestro deber moral hacer que todas las cosas fueran a la gente que más las necesita. El hecho es que las cosas pueden estar una vez, pero si lo están, ya nunca estarán de nuevo, ya que han sido producidas no siguiendo reglas tecnológicas estrictas, sino que mediante un proceso de descubrimiento, a través de los precios de mercado que nos dicen cómo usar nuestros recursos. Pero, por supuesto, una vez que se ha enseñado lo anterior, y sabiendo que ésa es la fuente sobre la cual se ha desarrollado todo el socialismo inglés, uno está obligado a decir, como hombre moderno: “¡Eso es un problema tecnológico que no comprendo! Somos capaces de producir tanto y tanto más.
¡Sigamos así! Una vez que el producto está ahí, es claramente nuestro deber moral el distribuirlo de acuerdo a reglas morales”. Este es John Stuart Mill; sin embargo, el hombre se transformó en héroe del liberalismo europeo. En los hechos, él realmente lo mató. Ello fue inevitable; y en lugar de lo que solía ser una tradición británica de instituciones políticas libres, surgió una tradición totalmente nueva, absolutamente no británica, que gobierna Inglaterra hasta nuestros días.
Temo que con esto voy a concluir. Hasta aproximadamente 100 años atrás, habíamos tenido un éxito razonable en domesticar al salvaje mediante ciertas reglas básicas que lo llevaron a formar un orden abstracto que no podía comprender. Desde entonces ha surgido un nuevo salvaje que debemos domesticar. Comenzamos domesticando al salvaje; debemos terminar, aunque aún no hemos comenzado, domesticando al Estado.
Muchas gracias.
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