Por Teódulo López Meléndez
Hemos llegado a la disolución del lenguaje en el pozo séptico de la mentira. El país está mudo porque la palabra es apenas un ruido estrambótico, un extraño sonido gutural que nada significa ni nada pretende, a no ser eso mismo, ruido.
Parecemos una sociedad que involuciona tan aceleradamente que reduce sus formas de expresión a los signos más elementales y a los murmullos inarticulados. Podríamos exagerar diciendo que nuestro retroceso es tan pronunciado que pronto intentaremos los mensajes indispensables mediante movimientos de las manos señalando objetos o tal vez con movimientos insonoros de los labios que cual pico abultado señala aquello que antes identificábamos con palabras.
Estamos reduciendo el proceso lógico de la mente a pocas frases aún articuladas como latiguillos, como por ejemplo, “eso es culpa del imperio”. El empobrecimiento del lenguaje ha llegado a los extremos de cortar la articulación que solíamos llamar pensamiento. Ya no hilvanamos frases, ya no identificamos sujetos con palabras, ahora soltamos sonidos que no provienen de un trabajo cerebral de producción de ideas. No, ahora simplemente se dice eso es “terrorismo mediático”.
Así, el país ha ido perdiendo la capacidad de pensar. “Pensamiento” es quizás, y no más, esa planta herbácea de la familia de las violáceas. Imaginar y discurrir ya no es la acepción de la palabra “pensamiento”. O tal vez, en una olvidada acepción, pensar no es más que echar pienso a los animales. Este país, entonces, carece de pensamiento en las acepciones generalmente aceptadas para reducirse a algunas antiguas en desuso, pero más grave aún, ya carece de la palabra que es la expresión sonora de ese antiguo proceso que hilvanaba con coherencia lo que en otro tiempo se llamaban ideas.
La verborrea no es muestra del uso del idioma. La verborrea es comprobación de la imbecilización de la vida diaria de una sociedad que se ha quedado sin expresión. Hemos sido agredidos de tal manera que “pensar” no es más que echar alimento a los “animales” desde los puertos abarrotados por una agricultura de petrodólares, lo que se denomina en este particular lenguaje de una sociedad sin palabras, “seguridad alimentaria”.
En el terreno de la política, uno donde las ideas son elementales para evitar que esta actividad sea algo más que un macho vencedor que organiza la manada, es donde la pobreza del lenguaje –más que pobreza, esta desaparición del lenguaje- nos muestra a un país subsumido en el silencio, uno donde todo está por decir y que, paradójicamente, parece que no tiene nada que decir. La banalidad es la forma de expresión “vincente”. Nadie dice nada, en el sentido de que la expresión tenga coherencia, lógica o propósito (en el sentido de que se busca un objetivo adecuado u oportuno), pues jamás podemos considerar como tal el abochornamiento en la pérdida de la expresión.
El país guarda silencio. Este es un país callado. Es simplemente ruido lo que sale del camión del aspirante a alcalde que recorre la parroquia donde vivo en el municipio Sucre (adornado con una pancarta de plástico que debe costar varios millones) gritando “contra la pobreza” o “contra el desempleo”. Eso ya no es lenguaje, es simplemente contestar con la misma pobreza la frase “terrorismo mediático” o “es culpa del imperio”.
Si la palabra (o mejor, su sustituto) es utilizada como ingrediente para fosilizar, para envolver momias, para endurecer la muerte bajo el cuidado de vendas, podemos afirmar que este país ha sido convertido en un cadáver curtido. Nos han convertido este país en un amontonamiento de hierbas paralizantes donde estas han perdido hasta el aroma, pues mientras camino por la parroquia donde vivo es el olor a basura descompuesta lo predominante, tan descompuesta como el remedo de lenguaje que nos va quedando hasta que definitivamente entremos sólo a producir chillidos.
La expresión y el pensamiento van de la mano. Un país que no piensa no puede superar sus conflictos del momento. Se convierte en un país mudo, como somos ahora, uno que asiste impávido a las barbaridades guturales, sin capacidad de reacción, paralizado y entretenido en la pérdida del lenguaje, pérdida que contribuye a la “felicidad” de la inconciencia, como un autista que mantiene un pararrayo que detiene los sonidos molestos.
En medio del berenjenal, del ruido ya inmedible en decibeles, del escándalo perpetuo, por obra y gracia de este país que ya no habla, lo que se siente es un inmenso silencio, uno propio de un desierto donde ni siquiera el actuar del viento que barre las dunas se convierte al menos en un susurro para decirle a las manifestaciones de vida que sobreviven sin agua que algo continúa existiendo. Donde no sobreviven es en la maternidad de Caracas, donde los niños se mueren “por culpa del imperio” o por una invención del “terrorismo mediático”. O porque la culpa es del imperio español que compra a nuestros médicos con sus bastardos y sucios “euros”.
El que emigra es “un traidor a la patria”. El camión del aspirante a alcalde pasa entre la basura amontonada gritando “contra el desempleo”. En la estación del Metro más cercana a mi casa los olores fétidos son insoportables y la población de abandonados a su suerte se multiplica en una especie de dormitorio donde la esperanza proviene únicamente de estar allí amontonados para matar la desidia compartiendo la desolación.
No, ya no hay palabras en este país. Ya este país perdió el lenguaje. El país no puede hablar porque perdió el pensamiento. Este país ya ni balbucea. Terminaremos de ser autistas cuando se aplique en la educación el nuevo pensum. Entonces aprenderán nuestros niños que hay lagunas históricas, que hay grandes períodos de nuestra historia que no existieron, se internalizará en nuestros niños que la historia es una invención, que no es más que ficción entretejida en la verborrea –que es silencio- del poder enclaustrado. Este país es el silencio.
Hemos llegado a la disolución del lenguaje en el pozo séptico de la mentira. El país está mudo porque la palabra es apenas un ruido estrambótico, un extraño sonido gutural que nada significa ni nada pretende, a no ser eso mismo, ruido.
Parecemos una sociedad que involuciona tan aceleradamente que reduce sus formas de expresión a los signos más elementales y a los murmullos inarticulados. Podríamos exagerar diciendo que nuestro retroceso es tan pronunciado que pronto intentaremos los mensajes indispensables mediante movimientos de las manos señalando objetos o tal vez con movimientos insonoros de los labios que cual pico abultado señala aquello que antes identificábamos con palabras.
Estamos reduciendo el proceso lógico de la mente a pocas frases aún articuladas como latiguillos, como por ejemplo, “eso es culpa del imperio”. El empobrecimiento del lenguaje ha llegado a los extremos de cortar la articulación que solíamos llamar pensamiento. Ya no hilvanamos frases, ya no identificamos sujetos con palabras, ahora soltamos sonidos que no provienen de un trabajo cerebral de producción de ideas. No, ahora simplemente se dice eso es “terrorismo mediático”.
Así, el país ha ido perdiendo la capacidad de pensar. “Pensamiento” es quizás, y no más, esa planta herbácea de la familia de las violáceas. Imaginar y discurrir ya no es la acepción de la palabra “pensamiento”. O tal vez, en una olvidada acepción, pensar no es más que echar pienso a los animales. Este país, entonces, carece de pensamiento en las acepciones generalmente aceptadas para reducirse a algunas antiguas en desuso, pero más grave aún, ya carece de la palabra que es la expresión sonora de ese antiguo proceso que hilvanaba con coherencia lo que en otro tiempo se llamaban ideas.
La verborrea no es muestra del uso del idioma. La verborrea es comprobación de la imbecilización de la vida diaria de una sociedad que se ha quedado sin expresión. Hemos sido agredidos de tal manera que “pensar” no es más que echar alimento a los “animales” desde los puertos abarrotados por una agricultura de petrodólares, lo que se denomina en este particular lenguaje de una sociedad sin palabras, “seguridad alimentaria”.
En el terreno de la política, uno donde las ideas son elementales para evitar que esta actividad sea algo más que un macho vencedor que organiza la manada, es donde la pobreza del lenguaje –más que pobreza, esta desaparición del lenguaje- nos muestra a un país subsumido en el silencio, uno donde todo está por decir y que, paradójicamente, parece que no tiene nada que decir. La banalidad es la forma de expresión “vincente”. Nadie dice nada, en el sentido de que la expresión tenga coherencia, lógica o propósito (en el sentido de que se busca un objetivo adecuado u oportuno), pues jamás podemos considerar como tal el abochornamiento en la pérdida de la expresión.
El país guarda silencio. Este es un país callado. Es simplemente ruido lo que sale del camión del aspirante a alcalde que recorre la parroquia donde vivo en el municipio Sucre (adornado con una pancarta de plástico que debe costar varios millones) gritando “contra la pobreza” o “contra el desempleo”. Eso ya no es lenguaje, es simplemente contestar con la misma pobreza la frase “terrorismo mediático” o “es culpa del imperio”.
Si la palabra (o mejor, su sustituto) es utilizada como ingrediente para fosilizar, para envolver momias, para endurecer la muerte bajo el cuidado de vendas, podemos afirmar que este país ha sido convertido en un cadáver curtido. Nos han convertido este país en un amontonamiento de hierbas paralizantes donde estas han perdido hasta el aroma, pues mientras camino por la parroquia donde vivo es el olor a basura descompuesta lo predominante, tan descompuesta como el remedo de lenguaje que nos va quedando hasta que definitivamente entremos sólo a producir chillidos.
La expresión y el pensamiento van de la mano. Un país que no piensa no puede superar sus conflictos del momento. Se convierte en un país mudo, como somos ahora, uno que asiste impávido a las barbaridades guturales, sin capacidad de reacción, paralizado y entretenido en la pérdida del lenguaje, pérdida que contribuye a la “felicidad” de la inconciencia, como un autista que mantiene un pararrayo que detiene los sonidos molestos.
En medio del berenjenal, del ruido ya inmedible en decibeles, del escándalo perpetuo, por obra y gracia de este país que ya no habla, lo que se siente es un inmenso silencio, uno propio de un desierto donde ni siquiera el actuar del viento que barre las dunas se convierte al menos en un susurro para decirle a las manifestaciones de vida que sobreviven sin agua que algo continúa existiendo. Donde no sobreviven es en la maternidad de Caracas, donde los niños se mueren “por culpa del imperio” o por una invención del “terrorismo mediático”. O porque la culpa es del imperio español que compra a nuestros médicos con sus bastardos y sucios “euros”.
El que emigra es “un traidor a la patria”. El camión del aspirante a alcalde pasa entre la basura amontonada gritando “contra el desempleo”. En la estación del Metro más cercana a mi casa los olores fétidos son insoportables y la población de abandonados a su suerte se multiplica en una especie de dormitorio donde la esperanza proviene únicamente de estar allí amontonados para matar la desidia compartiendo la desolación.
No, ya no hay palabras en este país. Ya este país perdió el lenguaje. El país no puede hablar porque perdió el pensamiento. Este país ya ni balbucea. Terminaremos de ser autistas cuando se aplique en la educación el nuevo pensum. Entonces aprenderán nuestros niños que hay lagunas históricas, que hay grandes períodos de nuestra historia que no existieron, se internalizará en nuestros niños que la historia es una invención, que no es más que ficción entretejida en la verborrea –que es silencio- del poder enclaustrado. Este país es el silencio.
No hay comentarios :
Publicar un comentario
Exprésate libremente.
En este blog no se permiten comentarios de personas anónimas.