Por José Alberto Medina Molero
Si alguien merece, con sobrada razón, que se haga a la distancia de cien años de su nacimiento, un balance de su acción para el país, es ese gran luchador que fue Jóvito Villalba. No puede ser otro el arranque de este apretado paseo por sus logros, que el de su bautizo político: la generación del 28.
Hace 80 años, junto a un lúcido y valeroso grupo de estudiantes, dieron un aldabonazo a los días de modorra y conformismo que se vivían bajo la égida del ambicioso y ladino Benemérito. Ese atrevimiento le valió cárcel y duros e infames grilletes, pero en ningún momento lo arredaron, más bien le sirvieron de curiosa fuente de combustible de ideales, para ocho años después, cuando los hechos que se sucedían con la rapidez del polvorín, a raíz de la muerte de Gómez y ascenso al poder de López Contreras, necesitaron de su verbo inflamado de pasión y amor por Venezuela, para orientar, para ser conductor de hombres y mujeres que querían dignidad sin saber concebirla conceptualmente, que deseaban el progreso y libertad que no habían conocido, pero que intuían detrás de las ardorosas intervenciones que Jóvito Villalba les dirigía, como ese primer gran líder de masas del siglo XX venezolano.
Su tercera contribución al quehacer del país, se produjo en 1952, con motivo de la celebración de elecciones de diputados a la Asamblea Nacional Constituyente. Su olfato político le permitió comprender que debía participar (pese a la opinión del resto de las fuerzas opositoras, encabezadas por AD y su conductor, Rómulo Betancourt). Pese a que no le fue reconocida la victoria por un nuevo zarpazo de la dictadura de Pérez Jiménez, sentó un valioso precedente en esa lucha cívica, que contra el régimen fue dándose en forma organizada a través de la Unión Patriótica, órgano en el que sus orientación política fue tanto valiosa como difíciles eran los momentos de represión que se viván. Para finales de ese gobierno, convencido de los errores de 1948, de esas canibalescas luchas que se libraron entre grupos con el objetivo común de establecer un régimen de libertades, participa activamente en la elaboración de un Pacto Político sin precedentes. Un pacto que estabilizó la naciente democracia venezolana.
Quizás el último de sus aportes pasó desapercibido. Villalba, quien conocía muy bien el monstruo del sistema democrático, que fue evolucionando en la Venezuela de los 60 y 70, sus verrugas, sus falencias, trató de proponer correctivos que impidieran el colapso del mismo, profundizando sus innegables bondades y abriendo espacios para una mayor participación de la gente. Tal vez de haber sido oído por tanto jerarca ebrio de poder y riquezas, todo lo que ha sucedido a partir de 1989 (justamente el año de la muerte de Jóvito Villalba), se hubiese podido conjurar, reestructurando ese sistema que derivó en lo que Carlos Capriles llamó una vez, la exhibición perpetúa de un cadáver al que se creía vivo, al maltrecha y devaluada democracia representativa, que hizo implosión en los albores del siglo XXI.
Mucho se habla de su poca fortuna para coronar sus aspiraciones políticas, probablemente se deba a un sinnúmero de factores, que no es el caso recapitular en esta líneas, sin embargo como en esas narraciones Homéricas, los “Dioses” no siempre le sonrieron de un todo. Lo importante, en todo caso, lo medular es que sin haber sido Presidente de la República, influyó en buena parte del destino de Venezuela por más de 50 años, tiempo en el que brindó una cátedra de cómo hacer política sin volverse un mercenario y sin organizar partidos como Sociedades anónimas. Fue un hombre talentoso, digno y honesto. ¿Puede exhibirse algo mejor en el balance de una vida dedicada a transformar a la sociedad en la que le tocó vivir?
Si alguien merece, con sobrada razón, que se haga a la distancia de cien años de su nacimiento, un balance de su acción para el país, es ese gran luchador que fue Jóvito Villalba. No puede ser otro el arranque de este apretado paseo por sus logros, que el de su bautizo político: la generación del 28.
Hace 80 años, junto a un lúcido y valeroso grupo de estudiantes, dieron un aldabonazo a los días de modorra y conformismo que se vivían bajo la égida del ambicioso y ladino Benemérito. Ese atrevimiento le valió cárcel y duros e infames grilletes, pero en ningún momento lo arredaron, más bien le sirvieron de curiosa fuente de combustible de ideales, para ocho años después, cuando los hechos que se sucedían con la rapidez del polvorín, a raíz de la muerte de Gómez y ascenso al poder de López Contreras, necesitaron de su verbo inflamado de pasión y amor por Venezuela, para orientar, para ser conductor de hombres y mujeres que querían dignidad sin saber concebirla conceptualmente, que deseaban el progreso y libertad que no habían conocido, pero que intuían detrás de las ardorosas intervenciones que Jóvito Villalba les dirigía, como ese primer gran líder de masas del siglo XX venezolano.
Su tercera contribución al quehacer del país, se produjo en 1952, con motivo de la celebración de elecciones de diputados a la Asamblea Nacional Constituyente. Su olfato político le permitió comprender que debía participar (pese a la opinión del resto de las fuerzas opositoras, encabezadas por AD y su conductor, Rómulo Betancourt). Pese a que no le fue reconocida la victoria por un nuevo zarpazo de la dictadura de Pérez Jiménez, sentó un valioso precedente en esa lucha cívica, que contra el régimen fue dándose en forma organizada a través de la Unión Patriótica, órgano en el que sus orientación política fue tanto valiosa como difíciles eran los momentos de represión que se viván. Para finales de ese gobierno, convencido de los errores de 1948, de esas canibalescas luchas que se libraron entre grupos con el objetivo común de establecer un régimen de libertades, participa activamente en la elaboración de un Pacto Político sin precedentes. Un pacto que estabilizó la naciente democracia venezolana.
Quizás el último de sus aportes pasó desapercibido. Villalba, quien conocía muy bien el monstruo del sistema democrático, que fue evolucionando en la Venezuela de los 60 y 70, sus verrugas, sus falencias, trató de proponer correctivos que impidieran el colapso del mismo, profundizando sus innegables bondades y abriendo espacios para una mayor participación de la gente. Tal vez de haber sido oído por tanto jerarca ebrio de poder y riquezas, todo lo que ha sucedido a partir de 1989 (justamente el año de la muerte de Jóvito Villalba), se hubiese podido conjurar, reestructurando ese sistema que derivó en lo que Carlos Capriles llamó una vez, la exhibición perpetúa de un cadáver al que se creía vivo, al maltrecha y devaluada democracia representativa, que hizo implosión en los albores del siglo XXI.
Mucho se habla de su poca fortuna para coronar sus aspiraciones políticas, probablemente se deba a un sinnúmero de factores, que no es el caso recapitular en esta líneas, sin embargo como en esas narraciones Homéricas, los “Dioses” no siempre le sonrieron de un todo. Lo importante, en todo caso, lo medular es que sin haber sido Presidente de la República, influyó en buena parte del destino de Venezuela por más de 50 años, tiempo en el que brindó una cátedra de cómo hacer política sin volverse un mercenario y sin organizar partidos como Sociedades anónimas. Fue un hombre talentoso, digno y honesto. ¿Puede exhibirse algo mejor en el balance de una vida dedicada a transformar a la sociedad en la que le tocó vivir?
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