Crónica. De cómo Pedro Ibarra regresó a Colombia
Montado en una vieja mula, fiel compañera de todas sus borracheras, con una faja de cuero para sostener sus pantalones, una perra loca en su mano izquierda y el machete, noble acompañante en todas sus bregas, tanto para cortar un matorral que estorba, como para ser el protagonista de peleas tradicionales en la bodega “San Benito”, vieja cantina de la Machiques-Colón.
Era Pedro Ibarra, nadie sabe con certeza si ese es su nombre, o lo adquirió cuando traspasó la frontera en compañía de Ropero, aguas abajo del río Tarra, en busca del progreso que se decía había llegado con la construcción de la carretera. Lo cierto es que Pedro se vino, llegó como miles de colombianos, a buscar una mejor forma de vida en casa de la tía llamada Venezuela, con bolívar que se cotizaba a diez, once y hasta doce pesos.
Pedro llegó a la zona del Catatumbo cuando comenzaba el año 1968, todavía la Barsanti no había terminado algunos puentes, así que el Catatumbo, Tarra y Socuavó había que pasarlos en una chalana grande que hacía las veces de un frágil ferry. La carretera no estaba terminada, pero gochos y zulieros sabían que era el camino más corto que unía a la siempre fría San Cristóbal con la calurosa Maracaibo.
Pedro empezó a trabajar en lo que medio sabía, jalar machete, tumbar montes y después se metió a ganadero. Es que los colombianos no saben decir que no cuando se le pregunta si conoce un oficio, fue así como Pedro, de buscador de fortuna pasó a ser el hombre de confianza de los dueños de Alphanate, el capataz. El defecto de Pedro, además de sus borracheras sabatinas eran sus mentiras, cuentos de farras, mujeres y aventuras, que había plagiado de las novelas que, cada noche, transmitía radio Sutatensa.
“Hijo e p…”. Refunfuña Pedro Ibarra, ya sin dientes, de su perfilado bigote, que ya no es negro, sale un hilo de sudor, se nota viejo y cansado, como vieja es la cédula venezolana que tiene desde aquel día en que su patrón, “El tuerto Guillermo”, le dijo que le arreglaría los papeles para que no tuviera problemas con la guardia.
“Tantos años que han pasado. Me traje a mi hijo Pedrito. Lo saqué de la escuela de agricultura para venirme a este país, ahora toca regresarme, como vine, sin un peso en la bolsa, sin nada que ofrecer. Mis parientes se murieron, las mujeres son abuelas, ya las peladas no me hacen caso. Tengo que irme de regreso. Prefiero morir en Colombia con dignidad y no de hambre como la que paso en Venezuela”.
Muy de mañana, tenía que irse un viernes, tomó un bolso, metió un pantalón jamás planchado, dos camisas a cuadros, una cuchilla, por si acaso y se repetía. “Antes de llegar al Magdalena, me quedo en Tibú, sigo para Cúcuta, es que necesito antes de viajar escupir esta zona en la que he perdido tantos años. Se acabó la esperanza. De dónde sacaron ese loco que ha quebrado a Venezuela”.
Pedro Ibarra llegó a Cúcuta, capital del Norte de Santander y se sintió un extraño. ¿Dónde están los venecos que llenaba los almacenes, las calles, los bares?, sin responder a su soliloquio entró a la Casa de Cambio para cambiar los bolívares ahorrados tras largos años de trabajo, su sorpresa lo llevó casi al infarto.” ¿Cómo?”, dijo en un grito ahogado por su asombro. “Medio peso por bolívar. Estoy arruinado. No me venden dólares en Venezuela, ahora entiendo, los bolos no valen nada. Me desgraciaron la vida”.
El drama de Pedro Ibarra es el mismo en cientos de inmigrantes que vinieron a la tierra de gracia, al país de libertad, pero que las locuras de un tirano electo que entierra el país en la desgracia y la desesperanza.
Era Pedro Ibarra, nadie sabe con certeza si ese es su nombre, o lo adquirió cuando traspasó la frontera en compañía de Ropero, aguas abajo del río Tarra, en busca del progreso que se decía había llegado con la construcción de la carretera. Lo cierto es que Pedro se vino, llegó como miles de colombianos, a buscar una mejor forma de vida en casa de la tía llamada Venezuela, con bolívar que se cotizaba a diez, once y hasta doce pesos.
Pedro llegó a la zona del Catatumbo cuando comenzaba el año 1968, todavía la Barsanti no había terminado algunos puentes, así que el Catatumbo, Tarra y Socuavó había que pasarlos en una chalana grande que hacía las veces de un frágil ferry. La carretera no estaba terminada, pero gochos y zulieros sabían que era el camino más corto que unía a la siempre fría San Cristóbal con la calurosa Maracaibo.
Pedro empezó a trabajar en lo que medio sabía, jalar machete, tumbar montes y después se metió a ganadero. Es que los colombianos no saben decir que no cuando se le pregunta si conoce un oficio, fue así como Pedro, de buscador de fortuna pasó a ser el hombre de confianza de los dueños de Alphanate, el capataz. El defecto de Pedro, además de sus borracheras sabatinas eran sus mentiras, cuentos de farras, mujeres y aventuras, que había plagiado de las novelas que, cada noche, transmitía radio Sutatensa.
“Hijo e p…”. Refunfuña Pedro Ibarra, ya sin dientes, de su perfilado bigote, que ya no es negro, sale un hilo de sudor, se nota viejo y cansado, como vieja es la cédula venezolana que tiene desde aquel día en que su patrón, “El tuerto Guillermo”, le dijo que le arreglaría los papeles para que no tuviera problemas con la guardia.
“Tantos años que han pasado. Me traje a mi hijo Pedrito. Lo saqué de la escuela de agricultura para venirme a este país, ahora toca regresarme, como vine, sin un peso en la bolsa, sin nada que ofrecer. Mis parientes se murieron, las mujeres son abuelas, ya las peladas no me hacen caso. Tengo que irme de regreso. Prefiero morir en Colombia con dignidad y no de hambre como la que paso en Venezuela”.
Muy de mañana, tenía que irse un viernes, tomó un bolso, metió un pantalón jamás planchado, dos camisas a cuadros, una cuchilla, por si acaso y se repetía. “Antes de llegar al Magdalena, me quedo en Tibú, sigo para Cúcuta, es que necesito antes de viajar escupir esta zona en la que he perdido tantos años. Se acabó la esperanza. De dónde sacaron ese loco que ha quebrado a Venezuela”.
Pedro Ibarra llegó a Cúcuta, capital del Norte de Santander y se sintió un extraño. ¿Dónde están los venecos que llenaba los almacenes, las calles, los bares?, sin responder a su soliloquio entró a la Casa de Cambio para cambiar los bolívares ahorrados tras largos años de trabajo, su sorpresa lo llevó casi al infarto.” ¿Cómo?”, dijo en un grito ahogado por su asombro. “Medio peso por bolívar. Estoy arruinado. No me venden dólares en Venezuela, ahora entiendo, los bolos no valen nada. Me desgraciaron la vida”.
El drama de Pedro Ibarra es el mismo en cientos de inmigrantes que vinieron a la tierra de gracia, al país de libertad, pero que las locuras de un tirano electo que entierra el país en la desgracia y la desesperanza.
Conocio usted a Barsanti?
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