Por Carlos Alberto Montaner
Diario de América
La idea va a levantar ronchas. La ha lanzado el profesor Gregory Clark de la Universidad de California (Davis), notable historiador de la economía, en un libro titulado A Farewell to Alms, algo así como Adiós a la limosna. La tesis es audaz: los valores que hacen posibles el desarrollo y la prosperidad no sólo se transmiten culturalmente. Es posible que haya un componente genético.
Eso le parece deducir del estudio de los testamentos ingleses entre los siglos XII y XVIII. Las familias que eran más prósperas en el medievo --las que trabajaban más, ahorraban, invertían y formaban patrimonio-- tuvieron más hijos que las familias más pobres, pudieron cuidarlos mejor y sobrevivieron en mayor cantidad, de manera que los ingleses del siglo XVIII provenían de esos antepasados frugales y laboriosos, y traían en su código genético cierto modo exitoso de comportarse que en su momento hizo posible el lanzamiento de la revolución industrial en Inglaterra.
La noticia coincide con otra información muy interesante y en alguna medida contradictoria: The Fletcher School de Tufts University, una de las mejores universidades norteamericanas, acaba de inaugurar el Cultural Change Institute, un think-tank dedicado a fomentar los valores de la prosperidad y el desarrollo en sociedades total o parcialmente atrasadas. El organismo, lanzado por el infatigable ensayista y pensador norteamericano Larry Harrison, al que luego se unió Sam Huntington, comenzó a plantear el tema con un gran debate en Harvard, continuó dos años después en Tufts, y culminó con un par de libros recientes que recogían las ponencias e intervenciones de los participantes: Culture Matters (La cultura es importante) y The Central Liberal Truth (La verdad central del pensamiento liberal). Ahí, en las actas de esos dos eventos, está la semilla del instituto recién creado.
Conozco bien la naturaleza de este esfuerzo, dado que participé y colaboré en ambos eventos. La hipótesis, como ya había propuesto el alemán Max Weber en 1905, es que la prosperidad creciente y la estabilidad política son consecuencia de los valores que sustenta la sociedad. Weber atribuía el desarrollo del norte de Europa al protestantismo que allí prevaleció, pero luego otros notables pensadores, casi todos norteamericanos, fueron refinando su teoría. Gary Becker desarrolló la idea del ''capital humano'', basado esencialmente en la educación, como fuente del éxito colectivo. Robert Putnam --tras la huella de Edward Banfield-- acuñó la expresión ''capital social'' para referirse a la confianza en el otro y el respeto a la ley que enriquecen la convivencia colectiva. Douglass North demostró el papel del diseño institucional y el valor de los derechos de propiedad en las naciones triunfadoras. Milton Friedman dedicó una buena parte de su vida a demostrar que, además, era indispensable dejar operar libremente a las fuerzas del mercado para que los pueblos prosperaran. Todos decían cosas diferentes, pero coincidían en un punto: el desarrollo y la riqueza, o el subdesarrollo y la miseria, como asegura el título de un libro de Harrison: ''están en la mente''. Fundamentalmente, son las creencias, valores y actitudes de las gentes los elementos que determinan que un pueblo sea tan rico como Suiza, tan pobre como Honduras o tan caótico como la Venezuela de Hugo Chávez.
Por lo pronto, algunos de los académicos asociados al Instituto para el Cambio Cultural están poniendo a prueba estas hipótesis. Hay emiratos árabes que los han contratado para tratar de modificar los valores islámicos, tan refractarios al progreso y a la modernidad. En Costa Rica, el psicólogo Jerome Kagan, de Harvard, junto al psiquiatra Luis Diego Herrera, han puesto en marcha un método para adiestrar a las madres de manera que eduquen a sus hijos en la dirección adecuada para forjar personalidades triunfadoras. Fernando Reimers, un brillante educador venezolano, también vinculado a Harvard, ha sido contratado por los mexicanos para desarrollar un método de educación piloto que tienda a fomentar valores democráticos en un país aquejado por la mentalidad autoritaria y la tradición paternalista.
La hipótesis, en fin, era que los gobiernos y las instituciones privadas pueden educar a las gentes para que modifiquen su mentalidad social y asuman los comportamientos de las naciones punteras del planeta, pero cuando estábamos celebrando esa buena noticia, viene el profesor Clark y nos dice que la riqueza, en alguna medida, está imbricada en el código genético de los seres humanos. Algo, por cierto, emparentado con el darwinismo social que Herbert Spencer defendió a fines del XIX. Yo no lo creo, pero hay que examinarlo todo. El debate se pone muy interesante.
Diario de América
La idea va a levantar ronchas. La ha lanzado el profesor Gregory Clark de la Universidad de California (Davis), notable historiador de la economía, en un libro titulado A Farewell to Alms, algo así como Adiós a la limosna. La tesis es audaz: los valores que hacen posibles el desarrollo y la prosperidad no sólo se transmiten culturalmente. Es posible que haya un componente genético.
Eso le parece deducir del estudio de los testamentos ingleses entre los siglos XII y XVIII. Las familias que eran más prósperas en el medievo --las que trabajaban más, ahorraban, invertían y formaban patrimonio-- tuvieron más hijos que las familias más pobres, pudieron cuidarlos mejor y sobrevivieron en mayor cantidad, de manera que los ingleses del siglo XVIII provenían de esos antepasados frugales y laboriosos, y traían en su código genético cierto modo exitoso de comportarse que en su momento hizo posible el lanzamiento de la revolución industrial en Inglaterra.
La noticia coincide con otra información muy interesante y en alguna medida contradictoria: The Fletcher School de Tufts University, una de las mejores universidades norteamericanas, acaba de inaugurar el Cultural Change Institute, un think-tank dedicado a fomentar los valores de la prosperidad y el desarrollo en sociedades total o parcialmente atrasadas. El organismo, lanzado por el infatigable ensayista y pensador norteamericano Larry Harrison, al que luego se unió Sam Huntington, comenzó a plantear el tema con un gran debate en Harvard, continuó dos años después en Tufts, y culminó con un par de libros recientes que recogían las ponencias e intervenciones de los participantes: Culture Matters (La cultura es importante) y The Central Liberal Truth (La verdad central del pensamiento liberal). Ahí, en las actas de esos dos eventos, está la semilla del instituto recién creado.
Conozco bien la naturaleza de este esfuerzo, dado que participé y colaboré en ambos eventos. La hipótesis, como ya había propuesto el alemán Max Weber en 1905, es que la prosperidad creciente y la estabilidad política son consecuencia de los valores que sustenta la sociedad. Weber atribuía el desarrollo del norte de Europa al protestantismo que allí prevaleció, pero luego otros notables pensadores, casi todos norteamericanos, fueron refinando su teoría. Gary Becker desarrolló la idea del ''capital humano'', basado esencialmente en la educación, como fuente del éxito colectivo. Robert Putnam --tras la huella de Edward Banfield-- acuñó la expresión ''capital social'' para referirse a la confianza en el otro y el respeto a la ley que enriquecen la convivencia colectiva. Douglass North demostró el papel del diseño institucional y el valor de los derechos de propiedad en las naciones triunfadoras. Milton Friedman dedicó una buena parte de su vida a demostrar que, además, era indispensable dejar operar libremente a las fuerzas del mercado para que los pueblos prosperaran. Todos decían cosas diferentes, pero coincidían en un punto: el desarrollo y la riqueza, o el subdesarrollo y la miseria, como asegura el título de un libro de Harrison: ''están en la mente''. Fundamentalmente, son las creencias, valores y actitudes de las gentes los elementos que determinan que un pueblo sea tan rico como Suiza, tan pobre como Honduras o tan caótico como la Venezuela de Hugo Chávez.
Por lo pronto, algunos de los académicos asociados al Instituto para el Cambio Cultural están poniendo a prueba estas hipótesis. Hay emiratos árabes que los han contratado para tratar de modificar los valores islámicos, tan refractarios al progreso y a la modernidad. En Costa Rica, el psicólogo Jerome Kagan, de Harvard, junto al psiquiatra Luis Diego Herrera, han puesto en marcha un método para adiestrar a las madres de manera que eduquen a sus hijos en la dirección adecuada para forjar personalidades triunfadoras. Fernando Reimers, un brillante educador venezolano, también vinculado a Harvard, ha sido contratado por los mexicanos para desarrollar un método de educación piloto que tienda a fomentar valores democráticos en un país aquejado por la mentalidad autoritaria y la tradición paternalista.
La hipótesis, en fin, era que los gobiernos y las instituciones privadas pueden educar a las gentes para que modifiquen su mentalidad social y asuman los comportamientos de las naciones punteras del planeta, pero cuando estábamos celebrando esa buena noticia, viene el profesor Clark y nos dice que la riqueza, en alguna medida, está imbricada en el código genético de los seres humanos. Algo, por cierto, emparentado con el darwinismo social que Herbert Spencer defendió a fines del XIX. Yo no lo creo, pero hay que examinarlo todo. El debate se pone muy interesante.
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