Diez años después de haberle agarrado las nalgas a Jennifer López ("U Turn" -1997-), y unos cuantos luego de revolcarse con Madonna, Sean Penn busca otras emociones más conceptuales. Decidió salir por unos diítas de su mansión de varios millones de dólares, dejar el smoking diseñado exclusivamente para ser fotografiado en el Oscar y hacer un poco de turismo de aventura para meterse "Into the Wild" (2007).
Loablemente, parece no aguantar la frivolidad de la ciudad construida para promover el sueño americano y se transforma en un rebelde en busca de causa. Y la espléndida petrocausa lo invita con gastos pagos.
Lleno de ilusión y esperanza altruista viaja a lo que considera un "Río Místico" (2003) y llega a la mansión de un autoproclamado revolucionario quien lo invita a pasear a expensas del público, que paga con sus impuestos la estadía. En una agitada jornada recorren los rincones "de palacio", rustiquean, van a la playita y asisten a convites perfectamente organizados para vitorear al anfitrión, quien mira al actor como diciendo "yo también tengo lo mío". De tú a tú, el "wannabe" y el consagrado despotrican de Bush (¡y quién no!) y hablan sin cesar de la utopía, que esperan cómodamente apoltronados en butacas de cuero, entre el bacarat y el mármol.
Pero la realidad es otra distinta a la que le mostró el personaje actuado por su anfitrión. Los "hombres fuertes" del Caribe no son los justicieros de las películas. Este no es un país donde la libertad se da por sentada y donde se puede criticar al poder sin ser perseguido o amenazado.
El ganador del Oscar dijo venir como periodista, y bien valdría la pena que hubiese acompañado el drama personal, profesional y familiar que viven los periodistas de carne y hueso que, fuera del celuloide, escudriñan la verdad, poniendo en riesgo sus vidas sin que haya stunts (dobles) que los sustituyan ante una agresión, una bala o un mal golpe.
No se qué habrá visto Sean Penn durante su aventura en Venezuela, pero es muy probable que no se haya enterado que, a diferencia de su película (Dead man walking -1995-), aquí los hombres muertos no caminan, más bien yacen sobre el asfalto ensangrentado, ante la indiferencia absoluta de su anfitrión. Nadie sabe si el alma de esos cadáveres pesa 21 gramos (2003), sólo se puede decir que los desalmados asesinos son protegidos por la cómplice inacción del gobierno.
Si su nombre fuera Sean (2001), en la realidad venezolana, no hubiese tenido unos tribunales independientes y fiables donde ventilar el drama por mantenerse junto a su hija.
Es legítima la pretenciosa preocupación por la humanidad que, de buena fe, pueda tener el excelente y multimillonario actor que desea distanciarse de la desdeñable vanidad de la ciudad de plástico. Pero esa genuina inquietud se convirtió en un irresponsable tour, que desdice de sus intenciones y avala un sistema que irrespeta la vida y coarta la libertad (que él ha tenido para hacer, decir y gastar lo que quiera).
Si yo fuera Mr. Penn, en lugar de rayarme junto a un régimen forajido, trataría, más bien, de hacer otra película con J Lo.
Loablemente, parece no aguantar la frivolidad de la ciudad construida para promover el sueño americano y se transforma en un rebelde en busca de causa. Y la espléndida petrocausa lo invita con gastos pagos.
Lleno de ilusión y esperanza altruista viaja a lo que considera un "Río Místico" (2003) y llega a la mansión de un autoproclamado revolucionario quien lo invita a pasear a expensas del público, que paga con sus impuestos la estadía. En una agitada jornada recorren los rincones "de palacio", rustiquean, van a la playita y asisten a convites perfectamente organizados para vitorear al anfitrión, quien mira al actor como diciendo "yo también tengo lo mío". De tú a tú, el "wannabe" y el consagrado despotrican de Bush (¡y quién no!) y hablan sin cesar de la utopía, que esperan cómodamente apoltronados en butacas de cuero, entre el bacarat y el mármol.
Pero la realidad es otra distinta a la que le mostró el personaje actuado por su anfitrión. Los "hombres fuertes" del Caribe no son los justicieros de las películas. Este no es un país donde la libertad se da por sentada y donde se puede criticar al poder sin ser perseguido o amenazado.
El ganador del Oscar dijo venir como periodista, y bien valdría la pena que hubiese acompañado el drama personal, profesional y familiar que viven los periodistas de carne y hueso que, fuera del celuloide, escudriñan la verdad, poniendo en riesgo sus vidas sin que haya stunts (dobles) que los sustituyan ante una agresión, una bala o un mal golpe.
No se qué habrá visto Sean Penn durante su aventura en Venezuela, pero es muy probable que no se haya enterado que, a diferencia de su película (Dead man walking -1995-), aquí los hombres muertos no caminan, más bien yacen sobre el asfalto ensangrentado, ante la indiferencia absoluta de su anfitrión. Nadie sabe si el alma de esos cadáveres pesa 21 gramos (2003), sólo se puede decir que los desalmados asesinos son protegidos por la cómplice inacción del gobierno.
Si su nombre fuera Sean (2001), en la realidad venezolana, no hubiese tenido unos tribunales independientes y fiables donde ventilar el drama por mantenerse junto a su hija.
Es legítima la pretenciosa preocupación por la humanidad que, de buena fe, pueda tener el excelente y multimillonario actor que desea distanciarse de la desdeñable vanidad de la ciudad de plástico. Pero esa genuina inquietud se convirtió en un irresponsable tour, que desdice de sus intenciones y avala un sistema que irrespeta la vida y coarta la libertad (que él ha tenido para hacer, decir y gastar lo que quiera).
Si yo fuera Mr. Penn, en lugar de rayarme junto a un régimen forajido, trataría, más bien, de hacer otra película con J Lo.
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