28 marzo 2008

El mundo de Onetti

Por José Alberto Medina Molero

Al Dr. Xavier Méndez

“Escribir bien no es algo
que el auténtico escritor se propone.
Le es tan inevitable
como su cara y su conducta.”

Juan Carlos Onetti


Muy probablemente no cumple con la condición de clásico en lo tocante a la unanimidad en la preferencia de su lectura, más si cumple (en forma parcial, hendiendo su esencia con la fuerza de los colosos de la palabra) con la definición de Borges en cuanto al término: “Libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo, han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término”.

Su Prosa si posee la hondura, la originalidad y sobre todo el sentido universal, característica impresa, como marca de hierro al rojo vivo desde su primera novela (El Pozo, 1939). Hago referencia al escritor Uruguayo, Juan Carlos Onetti, nacido en Montevideo hace casi un siglo (1 de Julio de 1909) y de su cuya desaparición física se cumplirán 14 años en apenas dos meses. En una apretada entrevista para EL POPULAR, suplemento cultural de Montevideo, exclamó sin cortapisas: “El único compromiso que acepto es la persistencia en tratar de escribir bien y mejor y encontrar con sinceridad cómo es la vida que me tocó conocer y cómo es la gente condenada a convertirse en personajes de mis libros”.

Lo destacable en la obra de Onetti, más allá del preciosismo y alto nivel de su escritura (que poseía en frondosas cantidades), es el universo que creó (una de las más maravillosas experiencias del escribidor en general y de sus afortunados lectores) en un reducto de su mente y de las páginas, que emergieron como flotas de barcos en el mar de Los Sargazos,puesto que como en el famoso mar, su obra forma grandes conjuntos enmarañados, un conglomerado de porciones que se mantienen a flote con su propia temperatura, con su particular densidad. Su escritura es la crónica de seres autodesterrados, esos seres que sienten la “tristeza cómica” al mirar lo absurdo de la sordidez de su entorno, el placer perverso de la existencia rutinaria, la “indiferencia apacible” ante días que se suceden como lentos aguaceros. Onetti articuló dentro de los límites del pueblo de Santa María un particular cosmos tropical, trasladable a cualquier latitud, a cualquier época.

Un mundo habitado por seres, que al igual que nosotros, padecen y se alegran con esa parsimonia sincrética del teatro de la vida, con la gimnasia de las emociones bullentes, sombrías, opacas, según el caso. Logró brillantemente lo que pocos: triturar los sentires, dispersarlos de sus elementos en atmósferas de denso desasosiego, filtrarlos a través de los lectores, para que luego de tamizados por éstos, escarben en sus predios, acusando facturas del espíritu, congraciándose con sus propias penas en una catarsis de frases, de momentos, de instantes reveladores al contrastarlos con la decepción de los años y con la comprensión, su esperanzador antídoto. Cinceló en la página como el mismo afirmó: para él Para su placer. Para su vicio. Para su dulce condenación. ¿Puede agregarse algo más? Probablemente si, no obstante ésta maceración existencial que provoca su obra es la gran virtud de la escritura de Onetti, vertida en obras como: La vida breve (1950), Los Adioses (1954), El Astillero (1961), Juntacadáveres (1964) y Cuando ya no importe (1993), entre otras.

Onetti, es un autor para disfrutar y padecer, para abismarse y reflexionar, para enfrentar, con no poco temor, al espejo borgeano y sentir (sí es que ello es posible del todo) nuestra propia desnudez.

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