21 junio 2013

¿Por qué son necesarios los capitalistas?


El socialismo se vende como bueno, aduciendo que el capitalismo es malo, porque éste hace a los hombres egoístas, ambiciosos, consumistas y avaros. Pretende que todos los medios de producción estén en manos del Estado, cuando es un hecho difícil de refutar que en cuanto el Estado pone sus garras en dichos medios, los arruina, desmejora en todos los aspectos la situación laboral de sus trabajadores y condena al pueblo a arrastrarse por la calle de la amargura.

La prosperidad de una nación depende en buena parte del talento, determinación y capacidad de sus ciudadanos para llevar a cabo sus planes particulares de desarrollo tecnológico y progreso económico, cuya repercusión e influencia en la sociedad son inevitables.

History Channel presenta en estos días un documental titulado "Gigantes de la industria" (The Men Who Built America), que narra cómo un pequeñísimo grupo de hombres realizaron sus ideas, amasaron sus fortunas y contribuyeron a la construcción de  Estados Unidos de América después de la Guerra de Secesión que tuvo lugar entre 1861 y 1865.

Cornelius Vanderbilt, John D. Rockefeller, Andrew Carnegie y J.P. Morgan fueron capaces de vislumbrar rendijas de luz a través de la oscuridad, de encontrar opciones para surgir en medio de la crisis, de impulsar la economía nacional a partir de su ambición de riqueza, de disparar la industrialización del país y producir cambios favorables en el estilo de vida de los norteamericanos mediante la ejecución de sus objetivos individuales, lo que además incluyó brindar a otros, como los inventores Thomas A. Edison y Nicola Tesla, la oportunidad y los recursos necesarios para demostrar la utilidad de sus innovaciones.

Eran hombres con instinto e inteligencia, una voluntad inquebrantable, una estricta disciplina de trabajo, una seguridad en sí mismos a prueba de obstáculos y de fracasos, y una confianza plena en el honor de la palabra. Eran también -todo hay que decirlo- hombres extremadamente codiciosos, competitivos y audaces; tan poco escrupulosos como bien dispuestos a borrar la línea entre el bien y el mal para defender sus fortunas y alcanzar sus metas; decididos a aplastar a sus rivales con tal de conservar el monopolio de sus empresas; indiferentes a las terribles condiciones laborales de sus trabajadores. En 1865, la regla era que no había reglas, puesto que el país recién despertaba de la pesadilla de la guerra.

Vanderbilt conectó a más de la mitad de la nación mediante su red ferroviaria y construyó la primera estación central de trenes en Nueva York; Rockefeller, gracias a sus refinerías de petróleo que producían primero keroseno y más tarde gasolina, iluminó los hogares de ricos y pobres, y facilitó el funcionamiento de los nuevos motores de combustión interna; Carnegie construyó el primer puente que unió las costas Este y Oeste del país a través del río Mississippi, e impulsó las construcciones de otros puentes, edificios y rascacielos con la industrialización del acero; Morgan electrificó todo el territorio norteamericano al financiar los inventos de Edison y adoptar la corriente alterna de Tesla.

Estos hombres, con sus virtudes y sus vicios, sus aciertos y sus excesos, marcaron el rumbo por donde Estados Unidos se encaminaría para transformarse, en apenas tres décadas, en una potencia mundial. En ese trayecto, legaron voluntariamente a sus compatriotas una parte de su multimillonario patrimonio personal mediante donaciones, subvenciones y fundaciones dedicadas a la salud, la educación, las artes y la investigación científica, que al día de hoy se han multiplicado en provecho también de personas e instituciones de otros países.

En la historia industrial de Venezuela destacan familias exitosas de la talla de los Boulton, los Mendoza Fleury, los Bigott, los Mendoza Goiticoa y los Cisneros, cuyas empresas han destinado, casi desde sus inicios, una parte de sus ingresos a la constitución y apoyo de fundaciones de carácter filantrópico que han redundado en beneficio de muchísimos venezolanos.

13 junio 2013

¿Hay alguna novedad en las noticias?

Hay días en los que uno prefiere no enterarse de nada, no saber qué sucede a media cuadra, ni en el pueblo vecino, ni en ningún lugar del mapa. Hay veces en que la rutina informativa cansa, precisamente porque las noticias diarias son tan parecidas que uno se pregunta si no serán las mismas, frecuentemente protagonizadas por los mismos personajes que repiten las mismas sandeces, pero narradas de diversas maneras en fechas distintas.

En nuestro país, la novedad es que ha habido muy pocas novedades en los últimos quince años. Por más que el régimen anuncie nuevos planes, medidas y misiones, ninguno de estos ha cambiado en nada, excepto en los nombres, siempre rimbombantes, extensos e imposibles de memorizar. La política enfoca invariablemente a los mismos actores, se rige por las mismas causas y utiliza los mismos métodos.

Tampoco ha habido nuevas en la cotidianidad de los venezolanos. El problema de la escasez de productos que ocupa los titulares de las últimas semanas comenzó hace una década, a raíz de las confiscaciones y expropiaciones; el de la inflación desbocada viene cabalgando desde lejos a lomo del giordanismo utópico; el de la inseguridad es de tan remota data, que ya ni recordamos cuándo se colocó la primera concertina eléctrica ni quién fue el primer muerto por el hampa; el de los salarios de los docentes universitarios, como el de los médicos y los policías, es un atavismo histórico; el de la criminalización de las manifestaciones y de la disidencia se pierde de vista en el tiempo; el de las violaciones a los derechos humanos es un mal hábito de éste y de todos los gobiernos anteriores; el de la corrupción no solo parece irresoluble, hasta podría incluirse, ilustrado en un abanico de billetes, en el escudo nacional.

¿Cuál es, entonces, la noticia? Quizás sea la recurrencia de los acontecimientos. ¿Dónde está la novedad? Quizás en las reacciones que todavía provocan hechos a los que no nos acostumbramos. Es interesante ver la abundancia de comentarios y enconadas réplicas y contrarréplicas al pie de las malas noticias, pero a las buenas casi nadie les dedica un aplauso. No se escriben expresiones de elogio con la misma frecuencia que se escriben críticas, quejas y reclamos.

Según el DRAE, noticia es "noción, conocimiento". Noticiar es dar a conocer "una comunicación antes desconocida". Una noticia bomba es "la que impresiona por ser imprevista y muy importante".

La última noticia bomba que conocimos fue la del audio de Mario Silva. Sin embargo, cuando lo escuchamos, nos dimos cuenta de que sus revelaciones simplemente confirmaron lo que ya sabíamos o suponíamos. No es noticia, en cambio, que el ministro de Finanzas diga que "la dificultad de la economía es la inflación", pero lo noticioso de esta declaración parece que radica en que lo dice como si acabara de descubrir un nuevo continente.

Hoy es uno de esos días en que hubiese preferido no leer la prensa, ni escuchar la radio, ni ver el noticiero de la televisión, pero sucumbí a la expectativa de encontrar alguna novedad en las noticias, y en efecto la encontré: "El papa Francisco recibirá a Nicolás Maduro".

06 junio 2013

Lenguas insolentes



Hay expresiones tan infelices que jamás debieran pronunciarse. Muchas de ellas son ofensivas a la mayoría de quienes las escuchan; por lo general, sus decidores se muestran impúdicamente osados en lo que constituye un desafío a ciertos principios y reglas de suprema importancia.

Hace unos días, el secretario general de la OEA, José Miguel Insulza, plenamente consciente de la grave situación político-electoral que se vive en Venezuela, no tuvo el menor empacho en justificar su negativa a incluir el tema de Venezuela en los debates del Consejo Permanente que se celebra en Guatemala. En una entrevista declaró muy campante: "si hay 34 países miembros y ninguno plantea el tema, eso quiere decir que no hay mucho ambiente para tratarlo en esta organización... Si no lo plantea uno, no lo planteará el secretario general".

Sin embargo, en el año 2009, sí le pareció que había "ambiente" para proponer a los cancilleres reunidos en Honduras la eliminación de la resolución adoptada por la OEA en 1962 contra Cuba, más por tener un régimen comunista que por el hecho de que éste es autocrático, y calificó dicha resolución de "obsoleta y un residuo de la Guerra Fría". Por lo visto, el insulso secretario está más interesado en lograr la reincorporación a la OEA de un país en el que impera una dictadura ya cincuentenaria, que en contribuir a la solución de los problemas de fraude electoral y de ilegitimidad de quien funge como presidente en Venezuela.

Si bien el señor Insulza no me inspira ningún respeto ni un ápice de confianza, no solo por lo que dice, sino por su deliberado silencio ante tantas irregularidades y arbitrariedades que cometen algunos jefes de Estados miembros de la OEA, la función del cargo que ejerce exige de su parte un mínimo de sindéresis, en lugar de la recurrente exhibición de su preferencia política, que lo inclina hasta la postración hacia la izquierda más desequilibrada.

Otra de esas frases que no pueden borrarse ni a fuerza de lija la pronunció esta semana una de las rectoras del Consejo Nacional Electoral. A propósito del tema de las impurezas del Registro Electoral, salió a relucir el problema –jamás resuelto- de los muertos que votan, que es, por cierto, uno de los varios motivos que dieron lugar a la impugnación de las elecciones presidenciales realizadas el 14 de abril de 2013  por parte del líder de oposición Henrique Capriles Radonski.

La rectora Socorro Hernández, al restar importancia a este asunto, que consideró "parte de una diatriba política" con la que se pretende generar una matriz de opinión, aseguró que "los muertos no votan", pero que el hecho de que haya denuncias debido a que algunos muertos sí votan "no tiene que ser motivo de escándalo".

Es un poco desconcertante escuchar y leer expresiones de este tenor, porque cuando uno pone todo su empeño en aplicar la buena fe y conceder el beneficio de la duda..., resulta que no hay manera de salvarlos de su propia insolencia.