Por Liliana Fasciani M.
Señora Democracia:
En este aciago día quiero expresar mi pena por su partida. No he tenido el ánimo de asistir personalmente a su velorio. Me deprimen los rituales fúnebres. Especialmente cuando las exequias son para un difunto arrancado de la vida por fuerzas distintas de las que suele dominar la Providencia. Entonces duele mucho más la ausencia, tanto por el que, habiendo nacido para permanecer, se va indulgentemente, como por el desamparo en que nos deja.
Quizá es algo tarde para las revelaciones, pero ha de saber que, no obstante sus defectos y debilidades, más allá de la estimación y del valor que en el cuadro de honor de mis principios, Usted, buena señora, representa, más allá de las consideraciones prácticas y cotidianas, yo la he amado hasta la adoración.
Es verdad que nunca se lo había hecho saber de un modo tan directo. ¡Imagínese! Tanto he hablado –bien y no muy bien– de Usted durante años, y, justo ahora, cuando de su augusta presencia apenas va quedándonos la sombra, se me ocurre escribirle esta carta que quizá no ha de seguirla adonde se dirige.
Pero hay una razón que justifica el no haber pregonado antes esta pasión que sus atributos despiertan: hasta ahora, mi señora, no había sido necesario confesarle lo que siento por Usted. Ni siquiera cuando, en más de una ocasión, la vi trastabillar sobre sus tacones mientras intentaba avanzar, a duras penas, por senderos abruptos, entre baches, zancadillas y piedras; ni tampoco cuando, hará casi dos décadas, Usted se vio en un trance delicado que por poco le costó la vida.
Quizá mi inexperiencia fue un obstáculo para comprender a tiempo la magnitud del riesgo que, desde su llegada a este país, Usted corría. ¿Cómo saberlo? A lo sumo, alguno que otro indicio fue forjando lentamente cierto presentimiento. Pero, ¿quién puede permitirse la ligereza de atender al latido de una corazonada? Aunque sé de personas que toman decisiones según esté la noche de luna llena o de cuarto menguante, no es tal la guía que me orienta a la hora de asumir las circunstancias.
Influye, en cambio, el hecho irrefutable de haber nacido en la misma tierra que parió a Miranda, el Precursor, a Bolívar, el Libertador, y a los hombres y mujeres que han entregado sus vidas por tan noble ideal. Influye, sobre todo, que Usted me amamantó durante la niñez, que fueron sus brazos los que me cobijaron, que fue por sus bondades que aprendí, sin darme cuenta, a vivir en el goce de mis derechos y a asumir la responsabilidad de mis deberes. Influye, querida señora, haberme confiado enteramente a la firmeza que Usted aparentaba, al temple que su carácter irradiaba, a la tranquila expresión de sus maneras, a la seguridad que su comportamiento transmitía.
Era Usted, si no el más hermoso de los ídolos, de todos ellos, sí el mejor dotado. Descollante por sus cualidades, eran éstas tan útiles y gratificantes, que opacaban casi por completo sus flaquezas y sus imperfecciones naturales. Lástima, amable señora, que siendo Usted tan bella, tuviese los pies hechos de barro. Lástima que –para colmo – su magnífico trono estuviese asentado sobre un pedestal de yeso blando en una tierra aún árida para la semilla libertaria.
Por eso ayer, cuando a mitad de la jornada fue aprobada por unanimidad de la Asamblea Nacional y por ignorancia de unos cuantos ingenuos, la Ley Habilitante que otorga plenos poderes al Ciudadanísimo para que legisle sin necesidad de que los diputados le enmienden la plana, yo sentí cómo su alma empezaba a abandonar el malogrado cuerpo de mi pueblo. Porque legislar así, lo sabe Usted mejor que nadie, es gobernar sin límites, es gobernar mandando según la propia voluntad, en vez de gobernar obedeciendo la voluntad de todos, es gobernar sobre la servidumbre, en vez de gobernar sirviendo a los ciudadanos.
¡Qué pena con Usted, señora mía! Ante la fría y muda estatua del Libertador, unos y otros alzaron sus manos para jurar ¡Patria, Socialismo o Muerte! Y precisamente allí y en ese instante, ante un pueblo estremecido por emociones encontradas, Usted, noble señora, expiró. El sol del mediodía dejó caer un último rayo de luz sobre su rostro, ya ensombrecido por el hado funesto.
Y, ¿sabe qué, señora? Quienes propiciaron su deceso, asumieron ese juramento como un grito de carnaval. Disfrazados de revolucionarios, partieron en feliz comparsa hacia el más triste y desafortunado destino que predecirse pueda.
Al compás de canciones de protesta y eslóganes guerreros, la Patria es arrastrada al Socialismo, mientras Usted, en tan menguada hora, es entregada a los brazos de la Muerte.
En este aciago día quiero expresar mi pena por su partida. No he tenido el ánimo de asistir personalmente a su velorio. Me deprimen los rituales fúnebres. Especialmente cuando las exequias son para un difunto arrancado de la vida por fuerzas distintas de las que suele dominar la Providencia. Entonces duele mucho más la ausencia, tanto por el que, habiendo nacido para permanecer, se va indulgentemente, como por el desamparo en que nos deja.
Quizá es algo tarde para las revelaciones, pero ha de saber que, no obstante sus defectos y debilidades, más allá de la estimación y del valor que en el cuadro de honor de mis principios, Usted, buena señora, representa, más allá de las consideraciones prácticas y cotidianas, yo la he amado hasta la adoración.
Es verdad que nunca se lo había hecho saber de un modo tan directo. ¡Imagínese! Tanto he hablado –bien y no muy bien– de Usted durante años, y, justo ahora, cuando de su augusta presencia apenas va quedándonos la sombra, se me ocurre escribirle esta carta que quizá no ha de seguirla adonde se dirige.
Pero hay una razón que justifica el no haber pregonado antes esta pasión que sus atributos despiertan: hasta ahora, mi señora, no había sido necesario confesarle lo que siento por Usted. Ni siquiera cuando, en más de una ocasión, la vi trastabillar sobre sus tacones mientras intentaba avanzar, a duras penas, por senderos abruptos, entre baches, zancadillas y piedras; ni tampoco cuando, hará casi dos décadas, Usted se vio en un trance delicado que por poco le costó la vida.
Quizá mi inexperiencia fue un obstáculo para comprender a tiempo la magnitud del riesgo que, desde su llegada a este país, Usted corría. ¿Cómo saberlo? A lo sumo, alguno que otro indicio fue forjando lentamente cierto presentimiento. Pero, ¿quién puede permitirse la ligereza de atender al latido de una corazonada? Aunque sé de personas que toman decisiones según esté la noche de luna llena o de cuarto menguante, no es tal la guía que me orienta a la hora de asumir las circunstancias.
Influye, en cambio, el hecho irrefutable de haber nacido en la misma tierra que parió a Miranda, el Precursor, a Bolívar, el Libertador, y a los hombres y mujeres que han entregado sus vidas por tan noble ideal. Influye, sobre todo, que Usted me amamantó durante la niñez, que fueron sus brazos los que me cobijaron, que fue por sus bondades que aprendí, sin darme cuenta, a vivir en el goce de mis derechos y a asumir la responsabilidad de mis deberes. Influye, querida señora, haberme confiado enteramente a la firmeza que Usted aparentaba, al temple que su carácter irradiaba, a la tranquila expresión de sus maneras, a la seguridad que su comportamiento transmitía.
Era Usted, si no el más hermoso de los ídolos, de todos ellos, sí el mejor dotado. Descollante por sus cualidades, eran éstas tan útiles y gratificantes, que opacaban casi por completo sus flaquezas y sus imperfecciones naturales. Lástima, amable señora, que siendo Usted tan bella, tuviese los pies hechos de barro. Lástima que –para colmo – su magnífico trono estuviese asentado sobre un pedestal de yeso blando en una tierra aún árida para la semilla libertaria.
Por eso ayer, cuando a mitad de la jornada fue aprobada por unanimidad de la Asamblea Nacional y por ignorancia de unos cuantos ingenuos, la Ley Habilitante que otorga plenos poderes al Ciudadanísimo para que legisle sin necesidad de que los diputados le enmienden la plana, yo sentí cómo su alma empezaba a abandonar el malogrado cuerpo de mi pueblo. Porque legislar así, lo sabe Usted mejor que nadie, es gobernar sin límites, es gobernar mandando según la propia voluntad, en vez de gobernar obedeciendo la voluntad de todos, es gobernar sobre la servidumbre, en vez de gobernar sirviendo a los ciudadanos.
¡Qué pena con Usted, señora mía! Ante la fría y muda estatua del Libertador, unos y otros alzaron sus manos para jurar ¡Patria, Socialismo o Muerte! Y precisamente allí y en ese instante, ante un pueblo estremecido por emociones encontradas, Usted, noble señora, expiró. El sol del mediodía dejó caer un último rayo de luz sobre su rostro, ya ensombrecido por el hado funesto.
Y, ¿sabe qué, señora? Quienes propiciaron su deceso, asumieron ese juramento como un grito de carnaval. Disfrazados de revolucionarios, partieron en feliz comparsa hacia el más triste y desafortunado destino que predecirse pueda.
Al compás de canciones de protesta y eslóganes guerreros, la Patria es arrastrada al Socialismo, mientras Usted, en tan menguada hora, es entregada a los brazos de la Muerte.
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