Por Rev. Martín N. Añorga
Diario Las Américas
Si yo hubiera sabido antes del año 1959 que a partir de la década de los sesenta iba a vivir el resto de mi vida fuera de Cuba, hubiera aprovechado los años que Dios me dio de patria libre para hacer cosas que me he quedado añorando para siempre.
Hubiera conocido mi Isla desde el indómito paisaje oriental hasta la imponente provincia pinareña. Siempre quise recorrer la península de Guanahacabibes, con sus numerosas y pintorescas lagunas; caminar por las escasas calles del pueblo de Guane y llegar hasta el Cabo de San Antonio, desde el que me dicen se ven, en las noches oscuras, las clarinadas de lejanos países que reflejan sus luces en las aguas inquietas del mar; pero el tiempo, mal administrado, no me alcanzó para tales logros.
De Pinar del Río conocí el valle de Viñales y recorrí con amigos un par de cavernas que son como un techo de rocas que ampara el suave recorrido de los ríos. Los mogotes de Viñales los observé sin pensar que iba a ser esa la única vez. De saberlo me hubiera olvidado de la autoridad del tiempo y hubiera pasado horas, y días enteros, llenado mis ojos de la belleza cubana y atesorando en el corazón recuerdos que hoy día sofocarían la soledad de mi exilio. Hubiera yo, de saber que adversas circunstancias me transplantarían de mi suelo, conocido el paisaje pinareño palmo a palmo. Ya es tarde. Es imposible ya. Ese vacío en mis añoranzas todavía me duele, casi cinco décadas después.
La provincia de La Habana ha sido para mí la más familiar. Conozco todos sus pueblos. Estuve frente a la ceiba que se traga la corriente del río Ariguanabo, disfruté del murmullo del mar en Batabanó, donde se vendían las mejores esponjas del mundo y una tarde me di un salto a Isla de Pinos, para cumplir con mi gran deseo de ver los sitios que el Apóstol José Martí santificó con su sangre. Allí derramé una lágrima de respeto ante La Biblia que el joven abrazado de grilletes leía en sus escasos ratos de sosiego.
Pero ahora, en mis años de la vejez, daría cualquier cosa por un paseo por las aceras del malecón o por el viejo Paseo del Prado. De seguro que sería diferente: esta vez contaría las olas, adivinaría los fugaces paisajes que en el aire dibujan las espumas, me fijaría en los niños que juegan, los jóvenes que ríen y en los ancianos que meditan. Yo anduve muy de prisa por caminos que hoy recorrería lentamente; di por sentado que los paisajes estarían ahí, siempre al alcance de mi mirada; pero llegada la noche me doy cuenta de que me perdí el esplendor del día.
Yo pasé los años de mi niñez en la barriada de Luyanó. Aquellos escenarios del parque con sus floridos contornos, de los cines familiares a los que íbamos semanalmente los sábados por la tarde, el ruido quejumbroso de los viejos tranvías, los pregones de los vendedores ambulantes, me eran tan familiares que nunca reflexioné sobre ellos. Hoy día hubiera sido distinto. En aquellos tiempos di por sentado que yo era de Cuba y Cuba era de mí, como si fuéramos hermanos gemelos; pero de haber sabido que la desgracia habría de interponerse entre nosotros, ¡cómo hubiera inscrito con letras de oro, en lo profundo del corazón, aquellas experiencias que para siempre he perdido en el ámbito impreciso del tiempo!.
Soy matancero por nacimiento. Vine al mundo en una modesta casa de la barriada de Pueblo Nuevo, y aunque mis padres se trasladaron a La Habana cuando apenas yo contaba unos cinco años, sin dejar de ser habanero, siempre he dicho que soy matancero por decreto de Dios. De Matanzas recuerdo la inmensa playa de Varadero, las sobrecogedoras cuevas de Bellamar, la agresiva belleza del valle de Yumurí y el sereno Pan, del que siempre me intrigó su esplendorosa figura de mujer dormida. Pero estos recuerdos fueron el resultado de la curiosidad juvenil y de la prisa de la adolescencia. Si yo hubiera sabido lo que me esperaba, hubiera vestido para siempre mi alma con el maravilloso verde azul de las aguas cristalinas de Varadero; hubiera descendido al seno mismo del valle y hubiera tocado con mis manos las palmeras y hubiera grabado mis huellas en el húmedo suelo preñado de fragancias; pero anduve de prisa, con la inquietud irreflexiva de la juventud.
Algo que nunca hice fue visitar la ciénaga de Zapata, que en el mapa aparece como un pedazo de Las Villas; pero que para nosotros siempre ha sido un sueño de Matanzas hecho lodo, selva y misterio. Hubiera querido estar en los contornos ríspidos de la ciénaga; pero ya no. Me han dicho que el tirano Castro, con sus trastornados planes y su odio ecológico, ha hecho de Zapata una tierra muerta, rebelde, inhóspita, que con dignidad mambisa cierra su vientre a la vida.
Recuerdo los ríos matanceros, el extenuado Yumurí, el serpenteante San Juan y el inmenso Canímar; pero no más de verlos. Si hubiera sabido que mi destino era el de un exilio definitivo; hubiera recorrido los parajes secretos de estos ríos para encandilarme los ojos con sus aguas brillantes de sol; pero ya es tarde, y solo dispongo de fragmentados recuerdos que reprochan mi juvenil desdén por las cordiales bellezas dejadas atrás.
Cuba es una isla gigante, en la que se dan cita valles y montañas, ríos y playas, fauna y flora, para componer un escenario, al que se refirió el descubridor diciendo: “esta es la tierra más hermosa que ojos humanos hayan visto”. Si yo hubiera sabido que iba a tocarme más de la mitad de mi vida acá, hubiera sido un cubano distinto. ¡Hubiera absorbido la hermosura de mi tierra para llenarme de ella para siempre! Cuando medito sobre mi obligada ausencia de la patria martirizada, lamento que cuando pude hacerlo no trabé amistad con las maravillas de la inquieta provincia central, no me identifiqué con las vastas llanuras camagüeyanas y jamás llené mis venas de la fogosa energía de los paisajes orientales. Trato de justificarme diciéndome que no sabía lo que el futuro me deparaba; pero ese coloquio personal no mitiga en mucho el dolor del tiempo bueno que desperdicié cuando pude haber conocido a Cuba y me conformé con retazos de su belleza.
A veces miro documentales, hojeo publicaciones, examino fotografías, dibujos y obras de arte. A veces disfruto de la música de mis días mozos, oigo los programas de la increíble Tremenda Corte, y me deleito con ciertas presentaciones radiales y televisivas que tienen por objetivo mantener a Cuba viva en el alma casi muerta de muchos cubanos de mi edad. Todo esto me ayuda, me llena de un tibio sentimiento de cercanía a la patria lindísima de ayer; pero por mucho que aquí reciba de otros, mi frustración de haberme perdido lo mejor de Cuba en los tiempos mejores de mi vida, no me la cura nadie.
¡Ay, si yo hubiera sabido nunca hubiera malgastado mis horas de irrecuperable juventud! Muchos hablan de los daños del comunismo impuestos a nuestra tierra; pero cuando oigo a alguien decir que jamás le quitaron nada, que en su familia no hubo presos ni fusilados y se acomoda a esta sociedad fértil que nos ha acogido, se me crispan de ira los puños.
El comunismo nos ha quitado lo más grande que se le pueda quitar a un ser humano: la patria, el derecho a vivir en ella con libertad y el privilegio de disfrutarla plenamente. Mi consuelo es que el amanecer está de regreso y ya se oyen en lontananza los ritmos de la conquista. Cuando Cuba sea de nuevo libre, ya no podré yo recuperar mis oportunidades de conocerla plenamente; pero si Dios me lo permite haré lo que nunca hice: arrodillarme para besar la tierra húmeda y separar un espacio, breve; pero al sol, donde manos piadosas hagan descansar para siempre mis viejos huesos.
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