Fundación Burke
El peso de la familia, o de la figura más respetada dentro de ella, probablemente tiene un impacto mucho más duradero que la opinión tardía de un profesor, de un intelectual o de un artista admirado.
Los electores norteamericanos calientan los motores. Donde más se siente la proximidad de los comicios es en los medios académicos, especialmente porque la nómina de candidatos demócratas es muy amplia y ya se sabe que en el mundo universitario de Estados Unidos los republicanos son una rareza en peligro de extinción. La intelligentsia gringa, pues, deberá debatir amargamente si apoya a Hillary Clinton, al senador Obama, un brillante mulato con voz abaritonada por el cigarrillo, al sureño proteccionista Edwards o a otro de la docena de candidatos de esa tendencia que se disputan la Casa Blanca.
No creo que nadie se sorprenda: el mundo académico es de izquierda, como todos sabemos, pero el grado de inclinación ideológica se ha podido medir con alguna precisión. En una nota aparecida hace algún tiempo en The New York Times, el periodista John Tierney resumió las conclusiones de una amplia encuesta llevada a cabo en varias emblemáticas universidades norteamericanas: la proporción de profesores demócratas frente a los que se clasifican como republicanos es de nueve a uno. Como regla general, en las disciplinas científicas el desequilibrio es menor: por cada tres profesores de economía demócratas sólo hay uno republicano. Pero, en las Humanidades y en las Ciencias Sociales la diferencia llega a ser abismal: hay 30 antropólogos demócratas por cada republicano. Sospecho que en las facultades de periodismo y comunicación sucede exactamente lo mismo, y me atrevería a asegurar que en las facultades universitarias españolas, si dividimos al profesorado en progres y conservadores, los resultados deben de ser muy parecidos.
La experiencia y la simple observación indican que ese fenómeno se repite en todos los países de Occidente, pero las consecuencias varían de acuerdo con la definición de izquierda y derecha que prevalece en cada uno de ellos. La izquierda académica norteamericana, dulce y obediente de la ley, se suele quedar pastando en los predios del Partido Demócrata, y aunque pueda ser tan radical como Noam Chomsky, sus elucubraciones concluyen en un candente artículo divulgado por Internet o sepultado en una oscura publicación que apenas leen unos pocos centenares de miembros de la misma secta, aunque el propio Hugo Chávez le haga propaganda desde el podio de Naciones Unidas. La sangre, afortunadamente, nunca llega al río.
En América Latina o en Europa es diferente: los criminales de Sendero Luminoso surgieron del Departamento de Filosofía de una universidad peruana de provincias. Comenzaron leyendo a Hegel y a Marx y terminaron degollando campesinos acusados de colaboracionistas. Algunos terroristas vascos de ETA, no se sabe cómo y para sorpresa de la Iglesia, se incubaron en seminarios católicos. Mientras los jesuitas norteamericanos en EEUU auspiciaban excelentes centros educativos respetuosos de la ley, como Georgetown o Fordham, en El Salvador y Nicaragua, desde la UCA, la Universidad Centroamericana, otros jesuitas fascinados con la Teología de la Liberación alentaban las guerrillas comunistas (y luego resultaban asesinados por los militares). La diferencia es obvia: la izquierda intelectual norteamericana no cuestiona la esencia del modelo de sociedad en que vive, sino los defectos que cree percibir. No hay en ella espacio para la utopía. En otras latitudes, ciertos intelectuales no quieren corregir la realidad, sino dinamitarla para construir con los escombros un mundo maravilloso.
BIEN, ya que ahora tenemos la certeza de que el mundo universitario y su entorno intelectual son de izquierda, a lo que es legítimo agregar que los medios de comunicación también suelen escorarse en esa dirección, lo interesante es preguntarse cómo es posible que la sociedad escape a esa apabullante influencia que le llega por medio de catedráticos respetables, o admirados periodistas, escritores y artistas. ¿Cómo los republicanos en Estados Unidos, o los conservadores en España, Italia y Colombia, pueden ganar elecciones si en casi todas las instancias y escenarios en que se discuten propuestas y soluciones para los conflictos sociales, prevalecen ideas contrarias a las que ellos sostienen?
La respuesta acaso está en la forma en que las personas transmiten y adquieren la información y los juicios de valor. El peso de la familia, o de la figura más respetada dentro de ella, probablemente tiene un impacto mucho más duradero que la opinión tardía de un profesor, de un intelectual o de un artista admirado. Más del 70% de los editoriales de los diarios norteamericanos apoyaron a Kerry frente a Bush en las últimas elecciones, pero eso no sirvió de mucho. Como tampoco fue muy útil la exitosísima película de Michel Moore, o que 100 notables actores y cantantes de Hollywood se volcaran en apoyo del senador de Massachusetts. Frente a todos ellos prevaleció la remota voz del padre, de la madre... escondida en un insospechado recoveco de la memoria.
Frente a lo que usualmente se cree, no es fácil manipular a la opinión pública, y resulta casi imposible “lavarle el cerebro”. Lo que tampoco quiere decir que las personas siempre se guían por ideas correctas o por intuiciones certeras, sino que a lo largo de la infancia y la adolescencia adquieren una cierta cosmovisión y una estructura de valores que en la etapa adulta los blinda contra la influencia de informaciones o juicios morales contrarios o muy diferentes a los que forjaron su carácter.
Si se acepta esa premisa, se comprende mejor la esencia de la labor política en los regímenes democráticos: la clave no está en describirles brillantemente a los electores el contorno de la realidad, sino en entender cómo ellos la perciben. Los políticos que lo logran son los que triunfan.
Los electores norteamericanos calientan los motores. Donde más se siente la proximidad de los comicios es en los medios académicos, especialmente porque la nómina de candidatos demócratas es muy amplia y ya se sabe que en el mundo universitario de Estados Unidos los republicanos son una rareza en peligro de extinción. La intelligentsia gringa, pues, deberá debatir amargamente si apoya a Hillary Clinton, al senador Obama, un brillante mulato con voz abaritonada por el cigarrillo, al sureño proteccionista Edwards o a otro de la docena de candidatos de esa tendencia que se disputan la Casa Blanca.
No creo que nadie se sorprenda: el mundo académico es de izquierda, como todos sabemos, pero el grado de inclinación ideológica se ha podido medir con alguna precisión. En una nota aparecida hace algún tiempo en The New York Times, el periodista John Tierney resumió las conclusiones de una amplia encuesta llevada a cabo en varias emblemáticas universidades norteamericanas: la proporción de profesores demócratas frente a los que se clasifican como republicanos es de nueve a uno. Como regla general, en las disciplinas científicas el desequilibrio es menor: por cada tres profesores de economía demócratas sólo hay uno republicano. Pero, en las Humanidades y en las Ciencias Sociales la diferencia llega a ser abismal: hay 30 antropólogos demócratas por cada republicano. Sospecho que en las facultades de periodismo y comunicación sucede exactamente lo mismo, y me atrevería a asegurar que en las facultades universitarias españolas, si dividimos al profesorado en progres y conservadores, los resultados deben de ser muy parecidos.
La experiencia y la simple observación indican que ese fenómeno se repite en todos los países de Occidente, pero las consecuencias varían de acuerdo con la definición de izquierda y derecha que prevalece en cada uno de ellos. La izquierda académica norteamericana, dulce y obediente de la ley, se suele quedar pastando en los predios del Partido Demócrata, y aunque pueda ser tan radical como Noam Chomsky, sus elucubraciones concluyen en un candente artículo divulgado por Internet o sepultado en una oscura publicación que apenas leen unos pocos centenares de miembros de la misma secta, aunque el propio Hugo Chávez le haga propaganda desde el podio de Naciones Unidas. La sangre, afortunadamente, nunca llega al río.
En América Latina o en Europa es diferente: los criminales de Sendero Luminoso surgieron del Departamento de Filosofía de una universidad peruana de provincias. Comenzaron leyendo a Hegel y a Marx y terminaron degollando campesinos acusados de colaboracionistas. Algunos terroristas vascos de ETA, no se sabe cómo y para sorpresa de la Iglesia, se incubaron en seminarios católicos. Mientras los jesuitas norteamericanos en EEUU auspiciaban excelentes centros educativos respetuosos de la ley, como Georgetown o Fordham, en El Salvador y Nicaragua, desde la UCA, la Universidad Centroamericana, otros jesuitas fascinados con la Teología de la Liberación alentaban las guerrillas comunistas (y luego resultaban asesinados por los militares). La diferencia es obvia: la izquierda intelectual norteamericana no cuestiona la esencia del modelo de sociedad en que vive, sino los defectos que cree percibir. No hay en ella espacio para la utopía. En otras latitudes, ciertos intelectuales no quieren corregir la realidad, sino dinamitarla para construir con los escombros un mundo maravilloso.
BIEN, ya que ahora tenemos la certeza de que el mundo universitario y su entorno intelectual son de izquierda, a lo que es legítimo agregar que los medios de comunicación también suelen escorarse en esa dirección, lo interesante es preguntarse cómo es posible que la sociedad escape a esa apabullante influencia que le llega por medio de catedráticos respetables, o admirados periodistas, escritores y artistas. ¿Cómo los republicanos en Estados Unidos, o los conservadores en España, Italia y Colombia, pueden ganar elecciones si en casi todas las instancias y escenarios en que se discuten propuestas y soluciones para los conflictos sociales, prevalecen ideas contrarias a las que ellos sostienen?
La respuesta acaso está en la forma en que las personas transmiten y adquieren la información y los juicios de valor. El peso de la familia, o de la figura más respetada dentro de ella, probablemente tiene un impacto mucho más duradero que la opinión tardía de un profesor, de un intelectual o de un artista admirado. Más del 70% de los editoriales de los diarios norteamericanos apoyaron a Kerry frente a Bush en las últimas elecciones, pero eso no sirvió de mucho. Como tampoco fue muy útil la exitosísima película de Michel Moore, o que 100 notables actores y cantantes de Hollywood se volcaran en apoyo del senador de Massachusetts. Frente a todos ellos prevaleció la remota voz del padre, de la madre... escondida en un insospechado recoveco de la memoria.
Frente a lo que usualmente se cree, no es fácil manipular a la opinión pública, y resulta casi imposible “lavarle el cerebro”. Lo que tampoco quiere decir que las personas siempre se guían por ideas correctas o por intuiciones certeras, sino que a lo largo de la infancia y la adolescencia adquieren una cierta cosmovisión y una estructura de valores que en la etapa adulta los blinda contra la influencia de informaciones o juicios morales contrarios o muy diferentes a los que forjaron su carácter.
Si se acepta esa premisa, se comprende mejor la esencia de la labor política en los regímenes democráticos: la clave no está en describirles brillantemente a los electores el contorno de la realidad, sino en entender cómo ellos la perciben. Los políticos que lo logran son los que triunfan.
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