27 enero 2007

Poder Judicial dependiente y servil

Por Liliana Fasciani M.

A mis alumnos de ayer y de hoy



Mientras estudié la carrera de Derecho trabajé como escribiente en dos tribunales de la República, el primer año en uno de instrucción de Tránsito y los cuatro años restantes en uno de instrucción Penal. En ellos adquirí mis primeros conocimientos en la práctica de la función judicial y empecé a detectar las fortalezas y debilidades del sistema de la administración de justicia.

Fue en el tribunal de instrucción penal donde conocí de cerca los serios problemas del sistema penitenciario, las características del proceso penal, el trabajo que con no pocas dificultades desarrollaban los fiscales del Ministerio Público, los Defensores Públicos de Presos, los abogados penalistas, los custodios y hasta los choferes de los autobuses que transportaban a los detenidos para que asistieran a sus actos en el tribunal, la situación real de los imputados y reos, y el via crucis permanente de sus familiares. Fue, también, donde decidí que, una vez graduada, jamás ejercería esa rama del Derecho.

Obtuve el título de abogado en 1985, bajo el imperio de la Constitución de 1961, en un régimen de gobierno que me garantizaba la libertad para tomar mis propias decisiones. Una de ellas fue aceptar el cargo de Secretaria, primero Accidental, y luego Titular, de un juzgado multidisciplinario en el interior del país. Un tribunal de 1º instancia en lo Civil, Mercantil, Agrario, del Tránsito y del Trabajo, con competencia, además, para conocer en materia de Menores.

Durante dos años, mis funciones y responsabilidades en dicho cargo ocuparon mucho más de las reglamentarias horas de despacho y horas administrativas, debido al volumen de trabajo y a la constante presión que suponía el tener que proveer las solicitudes de usuarios y abogados, impartir instrucciones al personal, controlar los expedientes, atender los asuntos internos del despacho y otras tantas actividades.

El secretario de un juzgado, ya sea de municipio, de primera instancia, o superior, asume no sólo un cargo, sino una enorme carga. Únicamente alguien que se haya desempeñado como supernumerario, escribiente, archivista, alguacil o secretario de un tribunal, sabe cuánto esfuerzo, paciencia y disposición exige semejante empleo.


En vista de que varias universidades venezolanas se han dedicado, en los últimos quince años, a la "fabricación masiva" de abogados, no hay posibilidad de que todos realicen una pasantía por los juzgados, por lo tanto, lejos están muchos de ellos de entender la magnitud del trabajo que se desarrolla, especialmente en los tribunales penales, civiles y mercantiles, que suelen concentrar a la mayor parte de los usuarios del servicio.

Es probable que por ese mismo desconocimiento de cómo transcurre la vida judicial in situ para magistrados, funcionarios y empleados, es que algunos abogados, en ocasiones, adoptan un comportamiento desconsiderado que raya en la descortesía y en la arrogancia. Les cuesta entender que su expediente no es el único que se guarda en los archivos, que su sentencia no es la única que se debe dictar ese día, o que su acto de contestación a una demanda no es el único que está fijado para una hora determinada.

Me complace haber tenido la oportunidad de vivir esta experiencia laboral, porque no sólo me sirvió para adiestrarme en las rutinas del proceso, me fue también tremendamente útil, en los ámbitos relacionales abogado-cliente y abogado-funcionarios, durante los siguientes años en que me dediqué al libre ejercicio de la profesión.

En aquel entonces ya pululaban en todos los tribunales del país múltiples quejas de justiciables y abogados, así como de funcionarios y empleados judiciales, por las muchas deficiencias que presentaba el sistema de la administración de justicia, ya fuera porque no se contaba con los equipos adecuados, o porque el personal no tenía formación académica ni mucho menos, o porque los jueces no sentenciaban dentro del lapso, o porque los escribientes "engavetaban" los expedientes, o porque campeaba la corrupción, o porque..., lo que a Ud. se le ocurra, eso también. Cualquiera de esas disconformidades era una verdad, una verdad a medias, o una mentira, según a cuál tribunal o a cuál juez se hacía referencia, y según las causas y argumentos que soportaban los reclamos y denuncias.

El punto es que los venezolanos teníamos razones de sobra para manifestar, tanto en privado como públicamente, insatisfacción, temor o desconfianza con respecto al sistema judicial. No porque no funcionara, sino porque funcionaba mal. Había tantas fallas de carácter material, técnico, educativo, cultural y humano, que el problema superaba a la propia institución. La situación era de tal gravedad que imponía, de manera urgente e impostergable, una reforma.

Las circunstancias exigían cambios estructurales de la mayor importancia. Adecuar los procedimientos a un esquema más sencillo y expedito, reformar parcialmente algunas leyes y elaborar otras nuevas, modernizar la infraestructura de las sedes de los tribunales en todo el país, dotarlos de mayores y mejores recursos, formar en el ámbito de sus funciones a los trabajadores judiciales, descongestionar y humanizar las cárceles mediante la construcción de centros penitenciarios apropiados, reorganizar los cuerpos policiales, poner coto a las arbitrariedades, combatir la corrupción.

En 1984 se creó la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado (COPRE) y, a tales fines, se elaboró un Proyecto de Reforma Integral del Estado (PRIE). El programa en cuestión contemplaba entre sus reformas: "... actualizar y modernizar el ordenamiento jurídico, garantizar la plena autonomía del Poder Judicial, y la profesionalización y despartidización de la administración de justicia".(Comisión Presidencial para la Reforma del Estado, "La Reforma en síntesis. Proyecto de reforma integral del Estado", Caracas, 1989, p.28.)

Al Proyecto en cuestión siguió una serie de eventos: reuniones de trabajo, estudios de campo, análisis de estadísticas, inspecciones de ingeniería, visitas de organismos internacionales y de expertos en el área. Se realizaron talleres y seminarios, académicos y jueces presentaron propuestas, el Congreso recibió varios proyectos de leyes que, en su mayoría, ni siquiera llegaron a discutirse y se hicieron quién sabe cuántos informes sobre los problemas en el sistema judicial.
Casi quince años después de creada la COPRE y de elaborado el PRIE, apenas celebrado el primer contrato de crédito (1997) entre el Estado y el Banco Mundial destinado al programa de modernización del Poder Judicial, Hugo Chávez ganó las elecciones presidenciales en Venezuela (1998) y, a partir de ese momento, se produjo una auténtica sacudida en las entrañas de esta institución.

En 1999 se decretó la “emergencia judicial” que dio lugar al “régimen de transición”. En el ínterin, la Corte Suprema de Justicia fue rebautizada como Tribunal Supremo de Justicia, se crearon nuevas Salas (Constitucional, Social y Electoral) para descongestionar las ya existentes (Político-Administrativa, Casación Penal y Casación Civil). Se asignaron al renovado máximo tribunal las funciones de gobierno, dirección y administración del Poder Judicial, y se creó, para estos menesteres, la Dirección Ejecutiva de la Magistratura. Se sustituyó el Consejo de la Judicatura con la Comisión de Funcionamiento y Reestructuración del Poder Judicial que absorbió, adicionalmente, a la Comisión de Emergencia Judicial.

En 2000, se dictaron las normas relativas a la evaluación de los jueces y al procedimiento para los concursos de oposición; posteriormente, se creó la Comisión Judicial en calidad de enlace entre la Dirección Ejecutiva de la Magistratura y el Tribunal Supremo de Justicia, y a la cual quedó adscrita la Defensoría Pública. La Escuela de la Judicatura fue reemplazada por la Escuela Judicial, luego Escuela Nacional de la Magistratura.

Todos estos cambios se ejecutaban al mismo tiempo que una suerte de “motosierra” cortaba cabezas en los tribunales del país. Jueces de todas las instancias y circunscripciones fueron denunciados, investigados, perseguidos, desprestigiados, sancionados, destituidos y reemplazados sin goce de sus derechos al debido proceso, a la defensa, ni al pataleo. Se inventó la figura de la “jubilación especial” para salir de aquellos magistrados titulares con muchos años en funciones que, siendo eficientes y probos, eran o podían llegar a ser incómodos para el régimen.

Si bien es cierto que muchos de aquellos jueces –titulares y provisorios– se hallaban, desde hacía años, en las listas negras de la Inspectoría General de Tribunales, por lo que estaban siendo sometidos a averiguación, otros, sin embargo, mantenían una trayectoria funcionarial sin mácula y su reputación era la de individuos honestos y decentes. Pero la orden era “purgar” el sistema, desmantelar la institución y reconstruirla a partir de sus escombros, según los planos y planes del nuevo gobierno.

La mayoría de la sociedad venezolana –incluso gente vinculada al foro– no se daba cuenta de lo que realmente sucedía: se estaba llevando a cabo una cacería de brujas al estilo robespierrano. Las dudas al respecto se fueron disipando a medida que el país observó en qué consistían los cambios y, sobre todo, cuáles eran los criterios que regían para ello. Ahora, las razones que justifican esos hechos no sólo son creíbles, sino también comprensibles, por repugnantes que resulten. Son, precisamente, las razones que en el acto de apertura del año judicial 2007 ha expuesto, sin reserva ni pudor, el Presidente del Tribunal Supremo de Justicia, Magistrado Dr. Omar Mora Díaz.

Después de aquella bochornosa escena protagonizada por los magistrados del Tribunal Supremo de Justicia en pleno, en la que –excepto dos de ellos– entonaron a coro el estribillo popular “¡Uh! ¡Ah!, Chávez no se va”, no debe extrañar que el Dr. Mora Díaz, en nombre de sus colegas y en el suyo propio, declare con absoluto desparpajo:

Asumimos el compromiso de convertirnos en multiplicadores para apoyar la Reforma Constitucional y la Ley Habilitante, y en este sentido convocamos a todos los jueces del país para que hoy mismo, cada uno de nosotros, en (sic) base a nuestra experiencia académica, como profesores universitarios, como abogados, jueces o investigadores, estemos al servicio de la patria. Sin complejo alguno”.(Diario El Universal, 26/01/07, "Omar Mora Díaz solicita apoyar la Reforma Constitucional y la Ley Habilitante", versión digital en: www.eluniversal.com (Subrayado mío).


Ni que recurra a la paráfrasis para afirmar:


"Necesario es profundizar la transformación del Poder Judicial. No de manera decorativa, sino de manera real, para tener un poder judicial garante del nuevo orden jurídico que se avecina". (Subrayado mío).


Ni que a tales fines anuncie la transformación de la Escuela Judicial en Universidad Experimental Judicial Venezolana, para impartir a los aspirantes a jueces “una formación ideológica y filosófica, diferente a la de la cuarta república”. (Subrayado mío).


Para quienes pensamos que la separación de los poderes públicos y el principio de legalidad son dos pilares fundamentales del estado de derecho democrático, estas joyas de la retórica judicial no son más que la confirmación de la evidencia: el Tribunal Supremo de Justicia no es independiente ni autónomo, sino dependiente de la voluntad del actual Jefe del Estado y obediente de sus órdenes, por caprichosas y disparatadas que sean.

No es la reforma constitucional la vía a seguir cuando se tiene en mente transformar el Estado y crear un nuevo ordenamiento jurídico. No lo digo yo. Está consagrado expresamente en el artículo 347 de la Constitución vigente:


“El pueblo de Venezuela es el depositario del poder constituyente originario. En ejercicio de dicho poder, puede convocar una Asamblea Nacional Constituyente con el objeto de transformar el Estado, crear un nuevo ordenamiento jurídico y redactar una nueva Constitución”. (Subrayado mío).

Por otra parte, el perfil del juez venezolano no contempla, o mejor dicho, no había contemplado hasta ahora, formación ideológica ni filosófica, puesto que si bien cada cual es dueño de sus pensamientos y defiende las ideas que mejor le parecen, en el ejercicio de la función de juez la tendencia política debe quedar en último plano. Es decir, cuando un juez entra en su tribunal, debe dejar su mochila ideológica, tal como deja la camiseta de su equipo de béisbol, afuera.

Aun partiendo de la concepción aristotélica sobre la naturaleza política del hombre, si entre los objetivos de una reforma judicial auténtica –que no es, eso está claro, la que pretende hacer este gobierno– figura la instauración de un sistema de administración de justicia independiente, imparcial, confiable y sujeto a la Constitución y a las leyes; si los concursos de oposición persiguen, precisamente, nombrar jueces con base en sus méritos académicos, su equilibrio psicológico-emocional, sus cualidades éticas, su comportamiento vertical; si la transformación del sistema judicial obedece, entre otras razones, a la necesidad de facilitar a todos los ciudadanos por igual el acceso a la justicia y de garantizar la tutela judicial efectiva con prescindencia de los favoritismos partidistas, de los privilegios personales, de las ventajas económicas y de la influencia de los otros poderes, es inaceptable, por inmoral, que se imponga a los abogados como condición para ingresar en el Poder Judicial adherirse a una ideología y una filosofía política determinadas. En el caso del Poder Judicial venezolano, se trata de la ideología socialista y de la filosofía de la pusilanimidad.


Cuando me gradué de abogado, estaba plenamente convencida de dos cosas: la primera, que en Venezuela las leyes eran buenas, pero que podían ser mejores si en la conciencia ciudadana se inoculaban las razones éticas y cívicas por las cuales a todos convenía el conocimiento, el respeto y el cumplimiento de la Ley; la otra, que a partir de ese momento tendría las herramientas necesarias para defender mis principios, valores y derechos, y prestar un servicio profesional a otros en defensa de sus derechos e intereses.

Hoy en día, observo con estupor los acontecimientos que ensombrecen todos los espacios de la vida nacional, soy testigo directo de las arbitrariedades de Hugo Chávez y de los esbirros de su gobierno, sufro la sistemática e ingente violación de mis derechos y de los derechos de los ciudadanos, me avergüenza la conducta hostil, el lenguaje soez y la expresión agresiva del Presidente de la República hacia sus homólogos de otros países y hacia los representantes de algunos organismos internacionales, me asquean la indignidad y la insolencia de quienes representan a los Poderes Públicos, y me felicito por haber decidido abandonar el ejercicio de la abogacía apenas vislumbré lo que se avecinaba.

Sin embargo, siento la impotencia del que intenta convertir su voz y su palabra en un grito de advertencia, en una llamada de alerta que casi nadie escucha o que casi nadie desea escuchar. Me repugnan los oportunistas que se aprovechan de la desgracia colectiva para enriquecerse. Me dan lástima los pobres venezolanos pobres que aceptan ser manipulados, humillados y engañados a través de las Misiones que, en vez de procurarles herramientas, condiciones y oportunidades para desarrollarse libremente y mejorar, por sí mismos, su calidad de vida, se limitan a distribuir limosnas que ni siquiera alcanzan para quitarles el hambre.

Dedicada desde el año 2000 a la investigación y a la docencia, me he ahorrado la molestia de lidiar con jueces obtusos, con escribientes agobiados y con colegas vivarachos, pero al menos dos días a la semana me encuentro en el dilema de qué decir a mis alumnos cuando la cátedra exige que, necesariamente, abordemos temas cruciales como el concepto de derecho, la moral y el derecho, el poder y el derecho, la soberanía, el imperio de la ley, y leemos las obras de Aristóteles, Platón, Hobbes, Locke, Montesquieu, Rousseau, Hayek, Rawls, Nozick o Marx (sí, también Marx).

No es fácil dar sabios consejos. Menos aún si quien los solicita es un estudiante veinteañero, como el que hace algunas semanas compartió conmigo su preocupación por lo que sucede en nuestro país, y me confesó que estaba planteándose cambiar de carrera, porque “Tal como están las cosas aquí –dijo–, ¿para qué estudiar Derecho si probablemente después no pueda ejercer? Prefiero estudiar algo que me sirva en cualquier parte, si tengo que salir del país”.

Siempre supe que el sistema judicial venezolano era de los peores de América Latina, no porque las leyes fuesen malas, incoherentes u obsoletas, sino porque casi todas terminaban siendo ineficaces. Y ello en razón de que la mayoría de los venezolanos –incluidos autoridades y ciudadanos de a pie– carece de cultura jurídica lo mismo que de convicciones ideológicas y de modales cívicos.

Lo que jamás pensé es que llegaríamos al extremo de ver cómo se destruyen las instituciones y cuán cínicamente los integrantes del Poder Judicial enajenan sus conciencias, eligen dejar de servir a la justicia y a la sociedad para hacerse sirvientes de un hombre, traicionan la Constitución para favorecer los intereses de un sector, y lo único que son capaces de asegurar es la inseguridad jurídica, mediante una jurisprudencia plagada de barbarismos.

Por si no fuese bastante, el magistrado Presidente del más alto tribunal de la República ha propuesto modificar el nombre de dicho órgano, agregándole el adjetivo que faltaba, así pasaría a denominarse Tribunal Supremo de Justicia Bolivariano. No me lo contaron, yo le escuché decirlo.

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