15 diciembre 2007

El ojo totalitario

Por Gustavo Daniel Perednik

Relial

Deberíamos agradecerle al regio "¿por qué no te callas?" que, imprevistamente, viene revelando la índole de la mentalidad dictatorial. El demagogo fue elocuente: "Va a poner un ojo sobre las empresas españolas", intención de la que se deducen, por lo menos, tres verdades.

Que en una economía estatizante, las empresas ineficientes y evasoras pueden actuar descontroladas en la medida en que adulen al gobernante.

Que en los Estados autodefinidos como socialistas, el mandatario es, en rigor, el gran dueño. Puede equiparar su sensibilidad ofendida con lesiones a los intereses de la nación. Una sencilla muestra de este culto es que, así como en las democracias pocos ciudadanos saben cuándo nacieron Sarkozy, Olmert o Kirchner, en contraste, los iraquíes celebraban en conjunto el cumpleaños de Saddam, y no hay cubano que no festeje el de Castro ni coreano que saltee el de Kim.

Que mientras las democracias asumen la realidad entera (también sus partes desagradables), las dictaduras y afines exponen sólo la parte de la realidad que obedece a sus dogmas. Así, el demagogo venezolano viene por años insultando a gobernantes del mundo (Fox es "cachorro de mamut"; Bush, "el diablo"; Toledo, "traidor"; Condoleezza, "una negra fea"; Alan García, "ladrón"; Aznar "nazi"; Negroponte, "asesino"; Blair, "sinvergüenza", y la lista es interminable), pero considera casus belli que un jefe de Estado lo llame al orden.
La fuente de estos excesos es una: la arbitrariedad. Así lo explica Friedrich Hayek en su clásico Camino de servidumbre (1944), una exposición de la máxima kantiana de que "el hombre es libre si sólo tiene que obedecer a las leyes y no a las personas". Este valor fue un gran aporte del hebraísmo a Occidente.

La condición humana se enaltece cuando vivimos bajo una ley para todos y no sometidos a caprichos. Aun cuando éstos sean bienintencionados, terminan por hacer descender a los hombres y los homogeneizan en un partido, una raza, una clase social o una religión.

Cuando se parte de la premisa de que el individuo es sólo un medio para servir a los fines sociales, siguen, tarde o temprano, la intolerancia y la supresión del disentimiento. El líder pasa a determinar los fines socialmente aceptables y el resto de la gente debe entregarse a ellos, desprovista de convicciones morales propias. No se trata de un abuso del totalitarismo, sino de su efecto inevitable.

La arbitrariedad es enemiga del progreso y del bienestar. Charles Fourier proclamaba que la edad del retiro del trabajo debía ser los 28 años; Platón, que un Estado ideal debía tener 5040 establecimientos económicos; Pol Pot, que los camboyanos debían vivir en el campo; Ahmadinejad, que no hay homosexuales; Castro, que el comercio es perverso.

Así, Jean Charles Sismondi sostuvo, en Nuevos principios de economía política (1819), que para evitar el desempleo había que detener la introducción de maquinaria por medio de... limitar la invención. Inglaterra acababa de vencer, en los legendarios bosques de Nottingham, a los ludditas, obreros textiles que, a fin de conservar sus puestos de trabajo, destrozaban las máquinas telares de vapor.

Un libro singular

Se ha cumplido medio siglo desde la publicación de una obra que denunció como ninguna el totalitarismo: La rebelión de Atlas, de Ayn Rand.

Nacida Alissa Rosenbaum, en el seno de una familia judía que padeció a la Unión Soviética, Rand describe en su primera novela (Los que vivimos, 1936) la Rusia de 1922-23. A la sazón, la escritora se graduaba en filosofía e historia en la Universidad de San Petersburgo. Al poco tiempo, emigró a Estados Unidos y jamás regresó.

Sus libros sistematizan una filosofía de la libertad individual, defendiendo con lógica contundente los derechos individuales, nunca sacrificables a antojos políticos, edictos de burócratas y la envidia de los igualitaristas.

Atlas es su última obra y la principal, y una encuesta de la Biblioteca del Congreso estadounidense la reveló como la más influyente después de la Biblia.

La novela integra, en más de mil páginas, la ética, la metafísica, la epistemología, la política y la economía para sintetizarse en un apotegma: "El hombre debe existir por su propio esfuerzo, sin sacrificarse a otros ni sacrificar a otros para sí mismo. La búsqueda de su propio interés racional y de su propia felicidad es el más alto propósito moral de su vida".
El libro describe la lucha entre los genios productivos, por un lado, y quienes, por el otro, viven a costa de esa creatividad, amparados en la masa y en la violencia. Su título original fue La huelga, ya que el eje de la trama gira en torno de un grupo de inventivos empresarios que, junto con intelectuales, científicos y artistas, se refugian en una especie de Atlántida, una región desconocida por el resto de los humanos. Cuando finalmente el sistema central de gobierno se desmorona y el país se paraliza, los talentosos retornan para hacerse cargo de la nación.

La historia acontece en un futuro cercano, bajo un "jefe de Estado benefactor", mientras las demás naciones ya se han convertido al comunismo. El conflicto, casi apocalíptico, es entre dos tipos de individuos: "saqueadores" y "no saqueadores".
Los primeros son partidarios de altos impuestos, sindicatos fuertes, propiedad pública, gasto y planificación gubernamental; regulación y redistribución de ingresos. Los segundos son los creadores y emprendedores. La heroína de Rand, Dagny Taggart, dirige el Ferrocarril Transcontinental Taggart, fundado por su abuelo. Su hermano James, presidente formal de la firma, intenta en su pequeñez apropiarse de los méritos de su hermana. Dagny conoce a Hank Rearden, un productor de acero e inventor, con quien constituye su pareja y con quien lucha por mantener la economía en funcionamiento y por descubrir el secreto de la continua desaparición de hombres creativos.

El motor de la civilización resulta del pensamiento independiente, que emerge en sociedades que estimulan la curiosidad, las dudas, el estudio, la innovación y el humor. Que florece cuando no hay mandamases, cuando los seres humanos crecen sin miedo de equivocarse ni de expresarse.

Finalmente, Rand devela que John Galt, heraldo de la libertad, ha venido secretamente persuadiendo a los grandes hacedores a desaparecer, en un plan para detener al mediocre mundo que venía ahogándolos. Durante más de dos terceras partes de la novela, Galt existe solamente como una expresión melancólica: "¿Quién es John Galt?".
Es el adversario de los carentes de méritos, que acumulan petróleo, agresión y decretos. A ellos les declara una huelga de creativos, que termina por hundir a los mediocres en su fatua esterilidad. Cuando "van a poner el ojo", se dan cuenta de que ya no hay nada para ver.

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