Hace 90 años, Antonio Gramsci, del que se cumple ahora el 70 aniversario de su muerte, escribió que la «indiferencia es el peso muerto de la historia». ¿Cuál será 'el peso de la historia' ante el sufrimiento que se ha causado en los últimos años al pueblo iraquí?
Últimamente parece que muchos intelectuales, políticos y periodistas, tanto estadounidenses como europeos, se han ido instalando en el lugar de la indiferencia y el olvido, cuando no de cierta complicidad autista, ante la violencia extrema imperante en Irak, cuya lista de civiles muertos, heridos, desnutridos a causa del largo embargo y desplazados a otros países se incrementa dramáticamente cada día. Indiferencia, también, ante el saqueo desmedido de las riquezas naturales iraquíes y ante la degradación de la democracia, en cuyo nombre se cometen todos estos crímenes. Parece como si se hubieran acostumbrado, cuando adoptan una actitud pasiva, a la estrategia del terror y la barbarie que EE UU ha impuesto en la zona, ante la cual la comunidad internacional, y muy especialmente la Unión Europea, se encuentra paralizada.
El silencio de muchos intelectuales y políticos, junto con la complicidad de algunos medios masivos de comunicación que, a veces, contribuyen a anular la voluntad de las personas y a impedirles ver la realidad, puede conducir a un peligroso solipsismo.
Creo que la voz de este tipo de personas, que tienen capacidad de influir en la opinión pública para concienciar de la barbarie, debería unirse para pedir cada día la retirada de las tropas estadounidenses en Irak y el cese de la política de agresión constante llevada a cabo en la zona de Oriente Medio, tanto por EE UU como por Israel. Debería ser un clamor constante y una denuncia permanente. De lo contrario, la indiferencia o la pasividad pueden servir de sutil coartada para posibles recortes simbólicos o reales en el ejercicio de la libertad de expresión de las ideas y las opiniones relacionadas con determinados temas, como la guerra contra el terrorismo global o la criminalización del Islam y de los musulmanes en países como Estados Unidos. Entrando, de esta manera, en un falso dilema entre libertad y seguridad, que supuestamente inclinaría la balanza hacia ésta en detrimento de aquélla.
Pero no deberíamos olvidar, como no lo hizo Hannah Arendt en su momento, que los recortes en la libertad de expresión enmascaran tendencias totalitarias que pretenden reducir la autonomía y el poder del ser humano, debilitando su capacidad crítica y su dignidad como ciudadanos. Por ello, el verdadero problema no está en mirar hacia otro lado y en olvidar, con mayor o menor rapidez, determinados hechos acaecidos o los datos relacionados con los mismos, sino en algo más profundo.
En primer lugar, está en que la indiferencia (mirar desde la ventana televisiva el sacrificio y sufrimientos de muchos y hacer como si no fuera con nosotros) o, incluso, la aceptación de determinados procesos geopolíticos no conducen más que a un debilitamiento del ser humano, del que sólo la historia podrá dar cuenta.
En segundo lugar, en que la objetivación de dichos procesos, es decir, su presentación como independientes de los actos humanos, conduce a una dejación de la responsabilidad directa o indirecta de los partícipes. Nada de lo que sucede es por casualidad o por azar. ¿Acaso no somos todos culpables cuando nos callamos ante los horrores comedidos en Irak o en Afganistán y ante las torturas y detenciones ilegales que se justifican en aras de la guerra contra el terrorismo global? Sí, lo somos. Y lo que es más grave, nos vamos quedando sin argumentos políticos para defender nuestros propios valores de democracia y libertad.
Y, en tercer lugar, está en saber si los seres humanos somos o no capaces de recordar las injusticias, no con un afán de revancha ni con un interés meramente cuantitativo, sino con la finalidad de hacer justicia a los que fueron atropellados en su lucha por la dignidad y de hacernos justicia a nosotros mismos en la construcción de nuestra historia personal y colectiva.
Últimamente parece que muchos intelectuales, políticos y periodistas, tanto estadounidenses como europeos, se han ido instalando en el lugar de la indiferencia y el olvido, cuando no de cierta complicidad autista, ante la violencia extrema imperante en Irak, cuya lista de civiles muertos, heridos, desnutridos a causa del largo embargo y desplazados a otros países se incrementa dramáticamente cada día. Indiferencia, también, ante el saqueo desmedido de las riquezas naturales iraquíes y ante la degradación de la democracia, en cuyo nombre se cometen todos estos crímenes. Parece como si se hubieran acostumbrado, cuando adoptan una actitud pasiva, a la estrategia del terror y la barbarie que EE UU ha impuesto en la zona, ante la cual la comunidad internacional, y muy especialmente la Unión Europea, se encuentra paralizada.
El silencio de muchos intelectuales y políticos, junto con la complicidad de algunos medios masivos de comunicación que, a veces, contribuyen a anular la voluntad de las personas y a impedirles ver la realidad, puede conducir a un peligroso solipsismo.
Creo que la voz de este tipo de personas, que tienen capacidad de influir en la opinión pública para concienciar de la barbarie, debería unirse para pedir cada día la retirada de las tropas estadounidenses en Irak y el cese de la política de agresión constante llevada a cabo en la zona de Oriente Medio, tanto por EE UU como por Israel. Debería ser un clamor constante y una denuncia permanente. De lo contrario, la indiferencia o la pasividad pueden servir de sutil coartada para posibles recortes simbólicos o reales en el ejercicio de la libertad de expresión de las ideas y las opiniones relacionadas con determinados temas, como la guerra contra el terrorismo global o la criminalización del Islam y de los musulmanes en países como Estados Unidos. Entrando, de esta manera, en un falso dilema entre libertad y seguridad, que supuestamente inclinaría la balanza hacia ésta en detrimento de aquélla.
Pero no deberíamos olvidar, como no lo hizo Hannah Arendt en su momento, que los recortes en la libertad de expresión enmascaran tendencias totalitarias que pretenden reducir la autonomía y el poder del ser humano, debilitando su capacidad crítica y su dignidad como ciudadanos. Por ello, el verdadero problema no está en mirar hacia otro lado y en olvidar, con mayor o menor rapidez, determinados hechos acaecidos o los datos relacionados con los mismos, sino en algo más profundo.
En primer lugar, está en que la indiferencia (mirar desde la ventana televisiva el sacrificio y sufrimientos de muchos y hacer como si no fuera con nosotros) o, incluso, la aceptación de determinados procesos geopolíticos no conducen más que a un debilitamiento del ser humano, del que sólo la historia podrá dar cuenta.
En segundo lugar, en que la objetivación de dichos procesos, es decir, su presentación como independientes de los actos humanos, conduce a una dejación de la responsabilidad directa o indirecta de los partícipes. Nada de lo que sucede es por casualidad o por azar. ¿Acaso no somos todos culpables cuando nos callamos ante los horrores comedidos en Irak o en Afganistán y ante las torturas y detenciones ilegales que se justifican en aras de la guerra contra el terrorismo global? Sí, lo somos. Y lo que es más grave, nos vamos quedando sin argumentos políticos para defender nuestros propios valores de democracia y libertad.
Y, en tercer lugar, está en saber si los seres humanos somos o no capaces de recordar las injusticias, no con un afán de revancha ni con un interés meramente cuantitativo, sino con la finalidad de hacer justicia a los que fueron atropellados en su lucha por la dignidad y de hacernos justicia a nosotros mismos en la construcción de nuestra historia personal y colectiva.
* Profesora de Filosofía del Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid.
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