Por Liliana Fasciani M.
En el país están sucediendo cosas muy graves y peligrosas. Graves, desde el punto de vista institucional, y peligrosas para la sociedad venezolana, que sufre las consecuencias de una cantidad extraordinaria de medidas contraproducentes por parte del Ejecutivo, de leyes perniciosas por parte del Legislativo y de decisiones antijurídicas por parte del Tribunal Supremo de Justicia.
La mano gigantesca y poderosa del Estado se posa dondequiera apunta el dedo caprichoso del gobierno. Nada bueno ni útil resulta de estos toques con los que se quiere borrar todo, para inculcar la creencia de que antes de la revolución no había país y nosotros no existíamos como lo que somos, sino como los pseudorevolucionarios del chavismo nos veían y todavía nos ven: una masa canija de deficientes mentales e “ignorantes estructurales” (Silva, dixit) que debemos ser reconstruidos, reeducados y reconducidos, según la definición socialista de individuo-sociedad-Estado.
Lo cierto es que esos toques no son mágicos ni divinos, sino tenebrosamente perversos y destructivos. El gobierno somete al pueblo a la servidumbre, pero le engaña con el caramelo de “todo el poder para el pueblo”, cuando su intención es: “todo el pueblo bajo mi poder”. El poder concentrado en un solo individuo que maneja obscenamente los poderes legislativo, judicial, electoral y moral, rendidos a sus antojos, temerosos de perder sus privilegios, nerviosos en su presencia, morosos con su acreedor.
El dedo caprichoso apunta, señala, toca…
_ ¡Quiero una ley orgánica que me de todas las atribuciones, Cilia!
_ Sí, señor Presidente.
_ ¡Quiero una sentencia que declare sin lugar ese recurso, Luisa!
_ Sí, Su Excelencia.
_ ¡Quiero que oculten los escrutinios mientras encuentran el modo de cambiar los votos, Tibisay!
_ Sí, Jefe.
_ ¡Quiero que me saques ese muerto de encima, Isaías!
_ Sí, Florentino.
_ ¡Quiero que me pongas a la gente a pensar igualito que yo, Adán!
_ Sí, hermano.
¡Ah! Y los militares…, siempre tan obedientes, tan “sí, mi comandante en jefe”, firmes frente a su uniforme, sumisos bajo sus gritos, ni pestañearon cuando le oyeron anunciar la constitución de un Comando Nacional de la Reserva.
_ Sí, mi Teniente Coronel, perdón, señor, digo, sí, señor, qué gran decisión, mi Comandante en Jefe.
Nada escapa de su dedo antojadizo que recorre el mapa nacional ordenando que quiten, pongan, expropien, intervengan, cierren, repriman, arresten, sancionen, hagan, deshagan... Ni siquiera el globo terráqueo se salva del tizón ardiente de su dedo cuando lo afinca sobre Norteamérica como si quisiera fulminarla, o cuando golpea con la punta del índice la forma de Colombia como si intentara meterle el dedo en el ojo a Álvaro Uribe, o cuando acaricia, opíparamente, con todas sus falanges a América Latina, o cuando el dedito enternecido se posa sobre Cuba.
Ese dedo arbitrario es el más peligroso de los cinco que tiene la mano deforme del monstruo en que Hugo Chávez ha convertido al Estado; los otros cuatro están tan atrofiados que les haría un favor si los amputara.
En el país están sucediendo cosas muy graves y peligrosas. Graves, desde el punto de vista institucional, y peligrosas para la sociedad venezolana, que sufre las consecuencias de una cantidad extraordinaria de medidas contraproducentes por parte del Ejecutivo, de leyes perniciosas por parte del Legislativo y de decisiones antijurídicas por parte del Tribunal Supremo de Justicia.
La mano gigantesca y poderosa del Estado se posa dondequiera apunta el dedo caprichoso del gobierno. Nada bueno ni útil resulta de estos toques con los que se quiere borrar todo, para inculcar la creencia de que antes de la revolución no había país y nosotros no existíamos como lo que somos, sino como los pseudorevolucionarios del chavismo nos veían y todavía nos ven: una masa canija de deficientes mentales e “ignorantes estructurales” (Silva, dixit) que debemos ser reconstruidos, reeducados y reconducidos, según la definición socialista de individuo-sociedad-Estado.
Lo cierto es que esos toques no son mágicos ni divinos, sino tenebrosamente perversos y destructivos. El gobierno somete al pueblo a la servidumbre, pero le engaña con el caramelo de “todo el poder para el pueblo”, cuando su intención es: “todo el pueblo bajo mi poder”. El poder concentrado en un solo individuo que maneja obscenamente los poderes legislativo, judicial, electoral y moral, rendidos a sus antojos, temerosos de perder sus privilegios, nerviosos en su presencia, morosos con su acreedor.
El dedo caprichoso apunta, señala, toca…
_ ¡Quiero una ley orgánica que me de todas las atribuciones, Cilia!
_ Sí, señor Presidente.
_ ¡Quiero una sentencia que declare sin lugar ese recurso, Luisa!
_ Sí, Su Excelencia.
_ ¡Quiero que oculten los escrutinios mientras encuentran el modo de cambiar los votos, Tibisay!
_ Sí, Jefe.
_ ¡Quiero que me saques ese muerto de encima, Isaías!
_ Sí, Florentino.
_ ¡Quiero que me pongas a la gente a pensar igualito que yo, Adán!
_ Sí, hermano.
¡Ah! Y los militares…, siempre tan obedientes, tan “sí, mi comandante en jefe”, firmes frente a su uniforme, sumisos bajo sus gritos, ni pestañearon cuando le oyeron anunciar la constitución de un Comando Nacional de la Reserva.
_ Sí, mi Teniente Coronel, perdón, señor, digo, sí, señor, qué gran decisión, mi Comandante en Jefe.
Nada escapa de su dedo antojadizo que recorre el mapa nacional ordenando que quiten, pongan, expropien, intervengan, cierren, repriman, arresten, sancionen, hagan, deshagan... Ni siquiera el globo terráqueo se salva del tizón ardiente de su dedo cuando lo afinca sobre Norteamérica como si quisiera fulminarla, o cuando golpea con la punta del índice la forma de Colombia como si intentara meterle el dedo en el ojo a Álvaro Uribe, o cuando acaricia, opíparamente, con todas sus falanges a América Latina, o cuando el dedito enternecido se posa sobre Cuba.
Ese dedo arbitrario es el más peligroso de los cinco que tiene la mano deforme del monstruo en que Hugo Chávez ha convertido al Estado; los otros cuatro están tan atrofiados que les haría un favor si los amputara.
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