Por Juan Carlos Girauta
La caída del muro de Berlín debió simbolizar y comportar una caída, la del monstruoso sistema de ideas que durante décadas había inoculado en el pensamiento occidental virus totalitarios incompatibles con algunos valores definitorios de nuestro sistema, valores que se resumen en uno: la libertad. En concreto, la libertad de pensamiento, de opinión, de expresión.
Siendo cierto que, a finales del siglo XX, eso que genéricamente llamamos democracia liberal ganó la guerra fría y la de los valores, y siendo más cierto aún que los liberticidas de izquierdas se vieron obligados a renovar precipitadamente sus ropajes ideológicos y su arsenal argumental, las lamentables secuelas de la contienda no lo son menos.
El paisaje después de la batalla –de las muchas y largas batallas– es engañoso. Habitamos países opulentos bendecidos por el intercambio y, en general, es indudable el respeto en Occidente a los derechos y libertades tradicionales defendidos por el liberalismo. Sin embargo, los que perdieron han conservado una sensación de superioridad moral absolutamente injustificada. Y la mayoría de los que ganaron se lo han permitido por aquiescencia, silencio, estúpida conformidad con el error y con el horror. Es un hecho indubitado y lamentable que una izquierda aquejada de tics totalitarios ha mantenido la primacía en el espacio discursivo público. Una primacía que arroja violentamente al infierno del desprecio y el ostracismo a aquellas voces que se permiten analizar, glosar o recrear los asuntos públicos sin acatar los postulados del mal llamado “progresismo”, que es en realidad recalcitrante reacción travestida.
Pablo Molina es una de esas voces detestadas por los hegemónicos, lo que dice mucho en su favor. Paralelamente, se ha ganado por derecho propio la atención y el respeto de una audiencia que para sí quisieran muchos de los profesionales de la ortodoxia progre. He coincidido felizmente con él en ese prodigioso proyecto virtual llamado Libertad Digital; como él, escribo en el diario de los liberales columnas de opinión para un público cuya magnitud desconcierta, irrita y solivianta a los guardianes del pensamiento; como él, y como el resto de compañeros de andanzas digitales, he sufrido el etiquetaje implacable de los maniqueos; como él, padezco y disfruto de todo ello desde fuera de Madrid, la tierra de los libres en este principio de siglo XXI. Si la omnipresencia del discurso progre puede resultar asfixiante en cualquier caso, enfrentarse a ella desde la periferia es, se lo aseguro, toda una experiencia.
Tanta coincidencia explica por qué sigo con fidelidad inquebrantable todo lo que escribe Pablo Molina. Pero hay una razón mucho más importante: el inmenso placer de leerlo, la constatación de que ahí hay un autor capaz de combinar la energía del combatiente ideológico, la eficacia expositiva y el más extraordinario sentido del humor. Y cada uno de estos raros atributos merece que fijemos nuestra atención.
En lo ideológico, Molina ha comprendido perfectamente, desde el principio y con todas sus consecuencias, algo que escapa a la mayoría de opinadores españoles que se sienten liberal-conservadores: aceptar de forma liminar las categorías que presiden la visión progre del mundo, aunque sea para discrepar, ya significa haber perdido.
En algún momento, que coincide cronológicamente con el felipismo, la gran masa social que en España favorece a la izquierda dejó de considerar necesario dotarse de ideas y comprendió que resultaba mucho más cómodo guiarse por una fácil intuición. Bastaba con tener identificado a un enemigo con el que hay que ser implacable en cualquier caso y bajo cualquier circunstancia; el enemigo es el capitalismo (del que disfrutan), los Estados Unidos (cuya salvaguarda mundial de las libertades les protege), la globalización (que no logran definir), Israel (país del que nada saben), la Iglesia (que reza por ellos), la llamada derecha española (que tantas ventajas les ha dado). Bastaba con sumarse ciega y acríticamente a las causas con las que la descolocada izquierda ha sustituido sus nocivas propuestas de antaño: el calentamiento global, la multiculturalidad, la “España plural”, los papeles para todos, el matrimonio homosexual, la canonización del terrorismo palestino, la beatificación de la delincuencia okupa y la justificación de la yihad. La lista, por supuesto, no es exhaustiva. Lo relevante, como traté de explicar en La eclosión liberal, es que las ideas se han sustituido por prejuicios, con lo que el progre evita la discusión cabal, que siempre exige un esfuerzo de formación e información, y recurre sistemáticamente al etiquetaje del contrario, trocado en apestado, en no-persona, en cosa despreciable.
Sabe Pablo Molina, y lo ha demostrado con creces en centenares de artículos y en su imprescindible libro La dictadura progre, que es inútil empezar a hablar –o a escribir– con los pies puestos en ese terreno. Comprende que cualquier articulación de ideas que admita la aberrante superioridad de ese pastiche analfabeto de chantajistas morales y autores ajenos a la izquierda son capaces de empezar a construir sus modelos, hipótesis, análisis o comentarios desde fuera del reino del prejuicio. Lo normal es admitir preventivamente alguno de los espantajos progres, a modo de salvoconducto que les exima del temido estigma (extrema derecha, derecha extrema, facha o casposo son algunas de las modalidades del etiquetaje), para establecer a continuación una serie de adversativas; sin embargo…, a pesar de lo cual…, lo que no es óbice para…, etc.
Hace falta mucha energía para arremangarse y levantar un montón de columnas de opinión, para poner en marcha una carrera de escritor, para forjarse un prestigio como analista… apuntando desde el principio contra los prejuicios hegemónicos, señalarlos insistentemente con el dedo, ponerlos en evidencia, llamarlos por su nombre, mantener sobre ellos el foco de la lucidez y demolerlos sin abandonar la cuchufleta. Y eso es justamente lo que Pablo Molina hace.
Del segundo atributo a destacar, la tremenda eficacia expositiva, está el lector a punto de saber de primera mano en este libro, y sería superfluo que el prologuista se extendiera en ella. Me limitaré a consignar la importancia que autores como Pablo Molina tienen en el contexto de la sociedad abierta y transparente del conocimiento y la inmediatez. Media España es ajena al sistema de prejuicios progres, por mucho que los medios de comunicación se resistan a reflejar equilibradamente esa realidad. Sin internet, el panorama sería pavoroso. Pablo Molina ocupa un destacadísimo lugar entre aquellos que articulan, estructuran y formulan las posiciones ideológicas de esa parte de España. Es uno de los que le da voz y altavoz. En sus escritos encontramos confirmación, a menudo consuelo y reparación, y siempre jocosa lucidez. Lo que nos conduce al tercer atributo.
Nuestro autor, no contento con librar la batalla ideológica desde la posición más difícil, y con ofrecer un torrente generoso de argumentos que son inmediatamente esgrimidos por los lectores en sus personales contiendas, ha optado por dotar a sus escritos de mofa, befa, chanza, refocile burlesco, pirueta guasona y zumba de nivel. Un ejercicio de riesgo al alcance de pocos, del que sale mejor que bien parado. Sale más contento que unas Pascuas, y con él el lector, que encuentra un regalo adicional en su lectura. Parte Molina del columnismo alegre, de una tradición a la que, por edad, habrá alcanzado en el último Campmany y en el Ussía de siempre. Hay un yacimiento impagable, muy difícil de practicar, en ese periodismo político de altura y carcajada. También en eso, Molina es una mina. Que lo disfruten.
Este texto es el prólogo que ha escrito JUAN CARLOS GIRAUTA para CÓMO CONVERTIRSE EN UN ICONO PROGRE, el más reciente libro de PABLO MOLINA, que acaba de publicar la "Editorial Libros Libres" y que ya figura en el catálogo del club Criteria.
La caída del muro de Berlín debió simbolizar y comportar una caída, la del monstruoso sistema de ideas que durante décadas había inoculado en el pensamiento occidental virus totalitarios incompatibles con algunos valores definitorios de nuestro sistema, valores que se resumen en uno: la libertad. En concreto, la libertad de pensamiento, de opinión, de expresión.
Siendo cierto que, a finales del siglo XX, eso que genéricamente llamamos democracia liberal ganó la guerra fría y la de los valores, y siendo más cierto aún que los liberticidas de izquierdas se vieron obligados a renovar precipitadamente sus ropajes ideológicos y su arsenal argumental, las lamentables secuelas de la contienda no lo son menos.
El paisaje después de la batalla –de las muchas y largas batallas– es engañoso. Habitamos países opulentos bendecidos por el intercambio y, en general, es indudable el respeto en Occidente a los derechos y libertades tradicionales defendidos por el liberalismo. Sin embargo, los que perdieron han conservado una sensación de superioridad moral absolutamente injustificada. Y la mayoría de los que ganaron se lo han permitido por aquiescencia, silencio, estúpida conformidad con el error y con el horror. Es un hecho indubitado y lamentable que una izquierda aquejada de tics totalitarios ha mantenido la primacía en el espacio discursivo público. Una primacía que arroja violentamente al infierno del desprecio y el ostracismo a aquellas voces que se permiten analizar, glosar o recrear los asuntos públicos sin acatar los postulados del mal llamado “progresismo”, que es en realidad recalcitrante reacción travestida.
Pablo Molina es una de esas voces detestadas por los hegemónicos, lo que dice mucho en su favor. Paralelamente, se ha ganado por derecho propio la atención y el respeto de una audiencia que para sí quisieran muchos de los profesionales de la ortodoxia progre. He coincidido felizmente con él en ese prodigioso proyecto virtual llamado Libertad Digital; como él, escribo en el diario de los liberales columnas de opinión para un público cuya magnitud desconcierta, irrita y solivianta a los guardianes del pensamiento; como él, y como el resto de compañeros de andanzas digitales, he sufrido el etiquetaje implacable de los maniqueos; como él, padezco y disfruto de todo ello desde fuera de Madrid, la tierra de los libres en este principio de siglo XXI. Si la omnipresencia del discurso progre puede resultar asfixiante en cualquier caso, enfrentarse a ella desde la periferia es, se lo aseguro, toda una experiencia.
Tanta coincidencia explica por qué sigo con fidelidad inquebrantable todo lo que escribe Pablo Molina. Pero hay una razón mucho más importante: el inmenso placer de leerlo, la constatación de que ahí hay un autor capaz de combinar la energía del combatiente ideológico, la eficacia expositiva y el más extraordinario sentido del humor. Y cada uno de estos raros atributos merece que fijemos nuestra atención.
En lo ideológico, Molina ha comprendido perfectamente, desde el principio y con todas sus consecuencias, algo que escapa a la mayoría de opinadores españoles que se sienten liberal-conservadores: aceptar de forma liminar las categorías que presiden la visión progre del mundo, aunque sea para discrepar, ya significa haber perdido.
En algún momento, que coincide cronológicamente con el felipismo, la gran masa social que en España favorece a la izquierda dejó de considerar necesario dotarse de ideas y comprendió que resultaba mucho más cómodo guiarse por una fácil intuición. Bastaba con tener identificado a un enemigo con el que hay que ser implacable en cualquier caso y bajo cualquier circunstancia; el enemigo es el capitalismo (del que disfrutan), los Estados Unidos (cuya salvaguarda mundial de las libertades les protege), la globalización (que no logran definir), Israel (país del que nada saben), la Iglesia (que reza por ellos), la llamada derecha española (que tantas ventajas les ha dado). Bastaba con sumarse ciega y acríticamente a las causas con las que la descolocada izquierda ha sustituido sus nocivas propuestas de antaño: el calentamiento global, la multiculturalidad, la “España plural”, los papeles para todos, el matrimonio homosexual, la canonización del terrorismo palestino, la beatificación de la delincuencia okupa y la justificación de la yihad. La lista, por supuesto, no es exhaustiva. Lo relevante, como traté de explicar en La eclosión liberal, es que las ideas se han sustituido por prejuicios, con lo que el progre evita la discusión cabal, que siempre exige un esfuerzo de formación e información, y recurre sistemáticamente al etiquetaje del contrario, trocado en apestado, en no-persona, en cosa despreciable.
Sabe Pablo Molina, y lo ha demostrado con creces en centenares de artículos y en su imprescindible libro La dictadura progre, que es inútil empezar a hablar –o a escribir– con los pies puestos en ese terreno. Comprende que cualquier articulación de ideas que admita la aberrante superioridad de ese pastiche analfabeto de chantajistas morales y autores ajenos a la izquierda son capaces de empezar a construir sus modelos, hipótesis, análisis o comentarios desde fuera del reino del prejuicio. Lo normal es admitir preventivamente alguno de los espantajos progres, a modo de salvoconducto que les exima del temido estigma (extrema derecha, derecha extrema, facha o casposo son algunas de las modalidades del etiquetaje), para establecer a continuación una serie de adversativas; sin embargo…, a pesar de lo cual…, lo que no es óbice para…, etc.
Hace falta mucha energía para arremangarse y levantar un montón de columnas de opinión, para poner en marcha una carrera de escritor, para forjarse un prestigio como analista… apuntando desde el principio contra los prejuicios hegemónicos, señalarlos insistentemente con el dedo, ponerlos en evidencia, llamarlos por su nombre, mantener sobre ellos el foco de la lucidez y demolerlos sin abandonar la cuchufleta. Y eso es justamente lo que Pablo Molina hace.
Del segundo atributo a destacar, la tremenda eficacia expositiva, está el lector a punto de saber de primera mano en este libro, y sería superfluo que el prologuista se extendiera en ella. Me limitaré a consignar la importancia que autores como Pablo Molina tienen en el contexto de la sociedad abierta y transparente del conocimiento y la inmediatez. Media España es ajena al sistema de prejuicios progres, por mucho que los medios de comunicación se resistan a reflejar equilibradamente esa realidad. Sin internet, el panorama sería pavoroso. Pablo Molina ocupa un destacadísimo lugar entre aquellos que articulan, estructuran y formulan las posiciones ideológicas de esa parte de España. Es uno de los que le da voz y altavoz. En sus escritos encontramos confirmación, a menudo consuelo y reparación, y siempre jocosa lucidez. Lo que nos conduce al tercer atributo.
Nuestro autor, no contento con librar la batalla ideológica desde la posición más difícil, y con ofrecer un torrente generoso de argumentos que son inmediatamente esgrimidos por los lectores en sus personales contiendas, ha optado por dotar a sus escritos de mofa, befa, chanza, refocile burlesco, pirueta guasona y zumba de nivel. Un ejercicio de riesgo al alcance de pocos, del que sale mejor que bien parado. Sale más contento que unas Pascuas, y con él el lector, que encuentra un regalo adicional en su lectura. Parte Molina del columnismo alegre, de una tradición a la que, por edad, habrá alcanzado en el último Campmany y en el Ussía de siempre. Hay un yacimiento impagable, muy difícil de practicar, en ese periodismo político de altura y carcajada. También en eso, Molina es una mina. Que lo disfruten.
Este texto es el prólogo que ha escrito JUAN CARLOS GIRAUTA para CÓMO CONVERTIRSE EN UN ICONO PROGRE, el más reciente libro de PABLO MOLINA, que acaba de publicar la "Editorial Libros Libres" y que ya figura en el catálogo del club Criteria.
Fuente: Fundación Burke
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