El Universal
No quería ver de nuevo esas imágenes. No quería escuchar a nadie –ni a los unos, ni a los otros– ventilando, una vez más, sus pareceres, sus negaciones y sus afirmaciones acerca de lo que sucedió hace un lustro. No quería que se me revolvieran los sentimientos para terminar hundida en el sofá de la impotencia. Así que mientras casi todo el país rememoraba lo imborrable, apagué el televisor y me atrincheré en el puff del estudio, dispuesta a corregir los exámenes de Filosofía del Derecho de mis alumnos para evadir el dolor.
En la primera pregunta apareció Thomas Hobbes defendiendo el poder absoluto del monarca. Las palabras, apiñadas entre las líneas del folio, se movían ante mis ojos convertidas en una multitud de manifestantes con banderas, pitos, pancartas y cacerolas. Era evidente que quienes marchaban no estaban de acuerdo con Hobbes, que no se cansaba de pregonar la irrevocabilidad del poder del soberano y la obligación de los súbditos a obedecer sin protestar.
La segunda pregunta lanzó en picado a John Locke desde la cúpula del capitolio y el flaco cayó sobre la marcha, desparramando por todos lados sus ideas de libertad y de límites al poder. Vi entonces a los diputados de la oposición recogiendo estos volantes con la firme intención de hacer prevalecer su contenido, en tanto la bancada oficialista los pisaba y estrujaba.
La tercera pregunta sorprendió a Jean-Jacques Rousseau encaramado en una antena parabólica, desde donde pudo comprobar cuán difícil resulta para algunos pueblos suscribir un contrato social en el cual todos los ciudadanos, guiados por la voluntad general, se comprometan recíprocamente a preservar la libertad y la igualdad. Ese día, el preámbulo de la Constitución de 1999 se le atoró en la garganta al sentenciar: “Siempre habrá una gran diferencia entre someter a una gran multitud y regir una sociedad”.
Cerca del puente de la cuarta pregunta, Maquiavelo, acostumbrado a los conflictos y experto en las perversiones del poder, esbozó una mueca de hastío cuando vio que la marcha, irreductible en su determinación de llegar al Palacio de Miraflores, fue presa de una emboscada pavorosa y violentamente dispersada por las balas que cegaron las vidas de diecinueve ciudadanos. Ni siquiera se inmutó, porque siendo el asesor del príncipe, ya se lo esperaba.
La última pregunta llegó mucho después de que el depuesto mandatario reapareciera, crucifijo en mano, pidiendo perdón por sus pecados y perdonando las ofensas ajenas. Montesquieu, sentado desde entonces en uno de los bancos de la Plaza Bolívar, ha visto cómo su teoría de la separación de los poderes públicos ha sido estrangulada por la ambición de un hombre que pretende perpetuarse en el poder. Será por eso que esta tarde, fijando su mirada en la del Libertador, le oí decir: “En toda magistratura hay que compensar la magnitud del poder con la brevedad de su duración”.
Ya ven, fracasé en mi intento de ahorrarme la pena del recuerdo. No me hizo falta ver por televisión el recuento de aquel trágico suceso, ni escuchar las versiones de los unos y los otros. Las respuestas de mis alumnos, además de demostrarme que los filósofos estuvieron en la marcha de abril, me devolvieron al pasado y se me volvieron a revolver los sentimientos.
En la primera pregunta apareció Thomas Hobbes defendiendo el poder absoluto del monarca. Las palabras, apiñadas entre las líneas del folio, se movían ante mis ojos convertidas en una multitud de manifestantes con banderas, pitos, pancartas y cacerolas. Era evidente que quienes marchaban no estaban de acuerdo con Hobbes, que no se cansaba de pregonar la irrevocabilidad del poder del soberano y la obligación de los súbditos a obedecer sin protestar.
La segunda pregunta lanzó en picado a John Locke desde la cúpula del capitolio y el flaco cayó sobre la marcha, desparramando por todos lados sus ideas de libertad y de límites al poder. Vi entonces a los diputados de la oposición recogiendo estos volantes con la firme intención de hacer prevalecer su contenido, en tanto la bancada oficialista los pisaba y estrujaba.
La tercera pregunta sorprendió a Jean-Jacques Rousseau encaramado en una antena parabólica, desde donde pudo comprobar cuán difícil resulta para algunos pueblos suscribir un contrato social en el cual todos los ciudadanos, guiados por la voluntad general, se comprometan recíprocamente a preservar la libertad y la igualdad. Ese día, el preámbulo de la Constitución de 1999 se le atoró en la garganta al sentenciar: “Siempre habrá una gran diferencia entre someter a una gran multitud y regir una sociedad”.
Cerca del puente de la cuarta pregunta, Maquiavelo, acostumbrado a los conflictos y experto en las perversiones del poder, esbozó una mueca de hastío cuando vio que la marcha, irreductible en su determinación de llegar al Palacio de Miraflores, fue presa de una emboscada pavorosa y violentamente dispersada por las balas que cegaron las vidas de diecinueve ciudadanos. Ni siquiera se inmutó, porque siendo el asesor del príncipe, ya se lo esperaba.
La última pregunta llegó mucho después de que el depuesto mandatario reapareciera, crucifijo en mano, pidiendo perdón por sus pecados y perdonando las ofensas ajenas. Montesquieu, sentado desde entonces en uno de los bancos de la Plaza Bolívar, ha visto cómo su teoría de la separación de los poderes públicos ha sido estrangulada por la ambición de un hombre que pretende perpetuarse en el poder. Será por eso que esta tarde, fijando su mirada en la del Libertador, le oí decir: “En toda magistratura hay que compensar la magnitud del poder con la brevedad de su duración”.
Ya ven, fracasé en mi intento de ahorrarme la pena del recuerdo. No me hizo falta ver por televisión el recuento de aquel trágico suceso, ni escuchar las versiones de los unos y los otros. Las respuestas de mis alumnos, además de demostrarme que los filósofos estuvieron en la marcha de abril, me devolvieron al pasado y se me volvieron a revolver los sentimientos.
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