26 febrero 2007

El interés propio, bien entendido

Por Samuel Gregg*

AIPE

Todo sistema social y económico que aspire a ser humanitario tiene necesariamente que reflejar la naturaleza humana. El comunismo fracasó, en parte, porque negaba ciertas verdades acerca de la gente, específicamente el hecho que tenemos habilidad para escoger lo que queremos. Al intentar reemplazar el mecanismo del mercado, de la oferta y demanda, con órdenes desde arriba, tanto la teoría socialista como la comunista atribuyen habilidades a personas que ningún individuo ni grupo posee. Una de estas es que alguien pueda predecir todas las necesidades de toda una sociedad hoy o en un futuro distante. No importa cuán sofisticados sean los modelos económicos, tal visión está más allá de la inteligencia humana. Por eso, los pronósticos económicos suelen describirse más bien como un arte y no una ciencia.

Otro fracaso real del socialismo en comprender la naturaleza humana es su incapacidad de aceptar el hecho que la inmensa mayoría de la gente prefiere que la propiedad esté en manos privadas. Esto no quiere decir que la gente no acepta que la propiedad radique en grupos de personas, como las empresas con muchos accionistas, o hasta en manos del estado. En ciertas circunstancias, como durante las guerras, la gente acepta ciertas restricciones sobre su propiedad. Sin embargo, la propiedad privada sigue siendo la norma preferida en casi todas las sociedades. Con su posición principista respecto a la propiedad privada, el comunismo no acepta esta realidad.

¿Por qué la gente tiende a preferir la propiedad privada sobre la comunal? Razonan, como lo hicieron Aristóteles y Aquinas, que cuando la propiedad es de todos, no hay responsabilidad, como tampoco rendición de cuenta cuando esta desaparece. La razón es que muy pocos están dispuestos a asumir la responsabilidad por cosas que no son de su propiedad. Nuestra experiencia cotidiana nos muestra la tragedia de los comunes: lo que es de todos, no es de nadie ni nadie lo cuida. Quienes inicialmente lanzaron las ideas socialistas conocían el problema, pero creían que la respuesta sería el cambio en la manera de pensar de la gente, lo cual produciría no solamente un nuevo sistema sino también a un “hombre nuevo”.

La sociedad comercial rechaza tal visión, lo mismo que los medios requeridos para imponer ese orden económico, dado su conocimiento realista de la naturaleza humana. No asume que la gente va a actuar con altruismo, pendiente de los demás, en el momento de realizar un intercambio comercial. Los contratos existen porque siempre habrá alguno que no cumplirá con lo acordado. De la misma manera, la red de intercambios asume que la gente generalmente intercambia para satisfacer sus propias necesidades y no necesariamente pensando en el bien de los demás.

El tipo de intercambio característico de la sociedad comercial difiere de la de obligación mutua que regía en sociedades medievales, donde el campesino pagaba a los nobles por protección contra bandidos e invasores.

De manera que la sociedad comercial no intenta eliminar la falibilidad humana ni critica que cada cual actúe en defensa de sus propios intereses, respetando los derechos de los demás. La referencia de Adam Smith a “la mano invisible” confunde a mucha gente, pero se trata de una simple metáfora respecto a la idea de que al dejar a la gente actuar libremente, en busca de sus intereses particulares, se produce sin intención una consecuencia socialmente beneficiosa. Al buscar ganancias, los individuos, sin intención, aportan a la riqueza de la sociedad y permiten que gente de diferentes naciones se conozca, promoviendo el civismo y la paz, permiten que otros se beneficien de más y mejores trabajos, contribuyendo así al desarrollo tecnológico.

Nada de esto implica que la sociedad comercial no permite el altruismo. Por el contrario, debido a que en esas sociedades un creciente número de personas puede acumular riqueza por encima de sus necesidades y responsabilidades, ellas pueden entonces ser generosas con los demás.

*Director de investigaciones del Acton Institute, autor de “The Commercial Society” (Lexington Books, 2007).

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