29 mayo 2007

Las vísceras de la dictadura

Por Liliana Fasciani M.

No voy a escribir cuidando de no lesionar susceptibilidades, ni ofreceré excusas por estas palabras si con lo que ellas develan alguien se siente ofendido, porque siendo ésta la mejor manera que conozco de expresarme, lo hago ahora por necesidad más que por hábito, cansada, como la mayor parte de mis compatriotas, de ser objeto de la virulencia oficialista. No quiero que mañana, cuando nos hayan arrebatado los contados espacios que quedan para la libre difusión del pensamiento y la opinión, tenga que arrepentirme por haber callado, o por haber descafeinado lo que pienso.

Percibo en la sociedad venezolana una sensación de impotencia, superior a las demás emociones que en estos días agitan la calle. Para muchos de nosotros, es la primera vez que vemos de frente el desfigurado y macabro rostro de la maldad. No es otra cosa lo que mueve a Hugo Chávez y a quienes sumisamente le obedecen para cometer tantos agravios contra el pueblo, para descargar la exacerbada fuerza de su odio sobre lo que constituye nuestra historia, tradición y grandes logros.

Hugo Chávez tiene el corazón enfermo de rencor, inquina y saña. Ese infeliz, ensoberbecido por un poder que no le pertenece, arbitrariamente se sirve de unas atribuciones dudosamente legítimas para traicionar la confianza de quienes todavía creen en él, para proteger a los bandidos que lamen sus botas mientras asaltan el patrimonio público a plena luz del día, y para vejar, asediar y destruir a quienes tienen la valentía de denunciar sus delitos y los de su pandilla de rufianes, a quienes critican los fracasos de su dispendiosa gestión, a quienes son víctimas de las tropelías de sus esbirros, a quienes protestan por la progresiva mutilación de las libertades, a quienes combaten la sistemática violación de los derechos humanos.

Más allá de la ingente pobreza que niega el pan de cada día a la mayoría del pueblo venezolano, bien nutrido, sin embargo, por el resentimiento y la venganza, más allá de la lastimosa ignorancia que les impide ver dónde está la raíz de la desigualdad y entender que el camino elegido nos conduce hacia un despeñadero, incluso más allá de la lágrima y la risa, hay también unos cuantos corazones corrompidos por la cicatería y la perversidad.

De otro modo no se explica tan eufórica satisfacción cada vez que Hugo Chávez arremete contra aquellos que, por pensar distinto, deseamos otro rumbo y destino para nuestro país. Es una siniestra mezcla de mala voluntad y cerda envidia la que caracteriza a casi todos los que apuestan por esta revolución y se envanecen a su costa.

Cuando el Vicepresidente Jorge Rodríguez pierde el gallo atizando cínicamente sus tergiversaciones de la realidad, cuando el Tribunal Supremo de Justicia, encabezado por la Magistrada Luisa Estela Morales, dicta sentencias que traducen en términos legales las órdenes impartidas a voz en cuello por el propio Presidente, cuando el Ministro de Interior y Justicia Pedro Carreño miente descaradamente sobre las estadísticas criminales, cuando el Gobernador Acosta Carlez obliga bajo amenaza a los funcionarios a inscribirse en el partido único, cuando el Alcalde Mayor Juan Barreto viola, paquidérmico y soez, la autonomía municipal de otros alcaldes, cuando el diputado Carlos Escarrá filibusteramente tuerce la letra de la ley, cuando el moderador Mario Silva, sin el menor respeto por la dignidad humana, descuartiza con servil villanería a sus enemigos, cuando el General en Jefe Raúl Baduel deshonra a la Fuerza Armada con su pusilánime incondicionalidad, poniéndola de rodillas ante su comandante y enfrentándola al pueblo, cuando los borregos colorados gritan y se golpean la palma de la mano derecha con el puño izquierdo, cuando el malandraje tarifado del gobierno impunemente agrede a los disidentes, el pestilente pus del encono y la ignominia, fermentado durante largos lustros en ese pozo séptico deliberadamente destapado por la pérfida mano de su líder, impregna de tal modo el aire que me provoca náuseas.

Es, por lo demás, una desgracia que algunos países del vecindario latinoamericano, así como algunos otros de la Unión Europea, tengan gobernantes capaces de enajenar los principios democráticos de sus pueblos rindiendo pleitesía al despotismo, comportándose con impúdica avaricia, o con pedante indiferencia. Todavía peor es la actitud de un hombre como Insulza, que, irresponsablemente y sin remordimiento, empaña la misión de la muy deslucida Organización de Estados Americanos, cuyos dictámenes usa el dictador para abanicarse.

Hay quienes, por ingenuidad o por temor, aún no se atreven a admitir que la República venezolana ya no es un Estado de derecho, que no existe autonomía entre los Poderes Públicos, que las instituciones han sido secuestradas, que Hugo Chávez dispone a su antojo del Tesoro Nacional sin rendir cuentas a nadie. Pocos son los medios dispuestos a informar que los empleados públicos son explotados por el Estado en funciones ajenas a sus labores, forzándolos a asistir, en horario de descanso, a los mítines del locuaz mandatario, a trabajar en jornadas de ideologización y proselitismo, y a entregar un porcentaje de su salario a la causa revolucionaria. Menos son aún los que reconocen que aplican la autocensura para evitar que los sancionen o clausuren.

Sin embargo, lo verdaderamente patético es que, a estas alturas y pese a las evidencias, haya venezolanos que todavía alberguen dudas acerca de si las amenazas que el dictador reparte como si fuesen talonarios de una rifa, se conviertan en hechos. Y ya resulta el colmo de la hipocresía que haya tantos dirigentes políticos y representantes de gobiernos y organismos de la comunidad internacional que, sean cuales sean sus razones e intereses, pretendan justificar los atropellos y el abuso de poder que cotidianamente comete Hugo Chávez, contra su pueblo y contra gobernantes de otros países, aduciendo en su defensa que fue electo y, además, ratificado, mediante elecciones libres y democráticas.

Eso sólo sucedió en 1998. A partir de entonces, no hay un venezolano, ni siquiera chavista, capaz de poner sus manos en el fuego para asegurar que el hombre que despacha con ínfulas mesiánicas y ambición imperialista desde Miraflores, ocupa legítima y legalmente la silla presidencial.

Entérense, pues, que en Venezuela el autoritarismo aniquiló a la democracia, que la Constitución es un papel pegado a la suela del zapato de Hugo Chávez, y que la libertad, en todas sus versiones, tiene los días contados. Si algunos insensatos todavía tentamos a la suerte expresando públicamente lo que pensamos, es porque se ha hecho imperativo aprovechar hasta la última rendija para que nuestro grito de alerta salga a las calles. Es preciso intentarlo siempre, porque mañana quizá sea tarde.

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