Supuestamente, uno nace liviano de prejuicios, pero con el aparatico mental dispuesto para las percepciones sensoriales, es decir, para los primeros hallazgos de la vida. Después uno se entera, a fuerza de hambre, sueño, esfínteres y murruñacos, que en el aparatico cerebral hay un dispositivo para cada emoción. Entonces empiezan los problemas, para uno y para los demás, pues los dispositivos en cuestión sirven para todo. En la niñez, los usamos para manipular a nuestros padres y hermanos mayores, de modo que satisfagan todos nuestros caprichos. En la adolescencia, para tratar de liberarnos de los convencionalismos sociales y hacer lo que nos da la gana. En la juventud, para enamorarnos perdidamente de la persona equivocada y luchar contra las injusticias del mundo, culpando a la generación anterior por lo que hicieron y por lo que no hicieron, con lo cual justificamos nuestros conflicto existencial. En la adultez, para asumir obligaciones imposibles de cumplir y lamentarnos de no haber nacido un siglo antes, cuando todo era más fácil y distinto. En la ancianidad, para manipular a nuestros hijos y nietos, a cuenta de todo lo que hicimos por ellos y a riesgo de que nos despachen a un geriátrico. Durante este proceso, la cuestión política forma parte de nuestra vida tanto como la sopa, los estudios, la ropa sucia, el sueldo o el dentista; de hecho, todo depende de ella, porque siendo seres sociables, más que individuos con habilidades, necesidades, sueños y mañas diferentes, somos piezas en el descomunal aparato social. Las piezas más numerosas, variadas e importantes. Pero, no las únicas. Hay otras piezas que si bien son menos en cantidad y en diversidad, se las arreglan para llegar a parecer más importantes y poderosas que todas aquéllas juntas. Aparecen fusionadas en un Ente que lo mismo funge de peluche amoroso, de Superman protector o de guía iluminado, que de coco nocturno, de Dr. Diablo, o de Pingüino vengador. Ese Ente con un ojo enorme que nos observa y toma nota de nuestras acciones y omisiones responde al nombre de Gobierno, y, aunque no queramos reconocerlo, es nuestro hijo. Poco importa que algunos juren no haberlo engendrado, concebido ni parido. El Ente en cuestión, así sea bastardo, es nuestro vástago, y pasa por todas las etapas del ser humano a lo largo de su existencia. Ahora bien, según cómo utilicemos nuestros dispositivos mentales y dependiendo de dónde nos coloquemos en el aparato social, el Ente el cual delegamos la cuestión política será más o menos importante y, por tanto, más o menos poderoso que nosotros. Las piezas son las que determinan el comportamiento del Ente, las que deciden lo que el Ente puede o no puede hacer. Y por más que él intente manipular, amotinarse, imponerse, quejarse o patalear, sólo le está permitido obedecer, aceptar consejos, rectificar, asumir su responsabilidad y aspirar un final digno. Dado que el Ente no es hijo único, otros hermanos deben relevarlo en sus funciones cada cierto tiempo. Es éste el único caso en el que la ley natural de la sociedad establece como regla una excepción: que los padres sobrevivan al hijo. El Ente debe ser sepultado -con honores o sin ellos, dependerá de lo que hizo y de cómo lo hizo- por la gran sociedad de piezas, e inmediatamente reemplazado por otro Ente. ¡Amén!
I Congreso Internacional “La Escuela Austriaca en el siglo XXI”
Ponencia de Liliana Fasciani M.
Si bien Hayek afirma que “mientras la Historia fluye, no es Historia para nosotros”, pienso que aunque no percibimos cuán histórico es lo que hacemos a medida que lo hacemos, con más frecuencia de lo deseable, el pasado y el presente coinciden, ya sea en la ruta del mientras tanto, en la frontera del después de, o en el ignoto paraje del ahora qué. En cada una de estas estaciones, mirando hacia atrás creemos tener algunas respuestas, y mirando hacia adelante parece que aún nos faltarán preguntas. En el fondo, intuimos que la ignorancia nos desborda. De lo contrario, no cometeríamos los mismos errores tratando de reinventar el mundo, ensayando con las mismas fórmulas, a riesgo de un nuevo y estrepitoso fracaso. La advertencia consiste, pues, en confirmar lo que muchos ya saben, pero que muchos más ponen en duda: el espectro del socialismo se cierne sobre América Latina. Quienes daban por hecho que nuestro continente había vencido los infortunios de la revolución, el nacionalismo, el intervencionismo y el totalitarismo, que había superado los traumas ideológicos, que había aprendido a apreciar la libertad y a desenvolverse en democracia, desafortunadamente, se equivocaron. No bastaría un congreso para analizar las múltiples respuestas que cada uno de los aquí presentes pudiesen ofrecer para explicarlo. Convendría entonces reflexionar sobre qué es lo que hace que la mayoría de los latinoamericanos tienda a rechazar con tanta contundencia el liberalismo y a adherir con tanta facilidad el socialismo, aunque del primero reciban de buena gana las ventajas, y del último teman los fuertes latigazos del despotismo.
Por lo pronto, me limitaré a enfocar el problema desde la perspectiva crítica al modelo liberal que hacen quienes pretenden justificar la expectativa del socialismo como alternativa. Intentaré demostrar que dicha alternativa, presentada como socialismo del siglo XXI, es una amenaza para la libertad, por ser incompatible con los principios mínimos de democracia y Estado de derecho. Y haré algunas referencias al experimento de esta especie en la Venezuela actual. El fundamento teórico del socialismo del siglo XXI está plasmado en lo que Heinz Dieterich denomina “Nuevo Proyecto Histórico”, y parte de la afirmación:
“Ninguno de los tres flagelos de la humanidad —miseria, guerra y dominación— es casual o (sic) obra del azar. Todos son resultados inevitables de la institucionalidad que sostiene a la civilización del capital: la economía nacional de mercado, el Estado clasista y la democracia plutocrática-formal. Esta institucionalidad… fomenta sistemáticamente los anti-valores del egoísmo, del poder y de la explotación. Es la doble deficiencia estructural de la sociedad burguesa —ser anti-ética y disfuncional para las necesidades de las mayorías— que la hace obsoleta y la condena a ser sustituida por el Socialismo del siglo XXI y su nueva institucionalidad: la democracia participativa, la economía democráticamente planificada de equivalencias, el Estado no-clasista y, como consecuencia, el ciudadano racional-ético-estético.” (Dieterich, 2005,3)
Se acusa, pues, al liberalismo de fomentar el egoísmo a través de la libertad individual. Se asegura que su vinculación con la democracia es circunstancial, alegando que su habitat natural son las sociedades represivas. Se entiende la economía de libre mercado como un mecanismo de explotación que enriquece a unos pocos a costa del empobrecimiento de la mayoría. Se califica el esquema institucional basado en la división de los poderes públicos y en el imperio de la ley de “simples teoremas declamatorios”. Y, sobre todo, se le culpa de “la creciente miseria y del hambre en los países pobres”, debido a que en “la economía de mercado…, los productos y servicios no se intercambian a su valor, sino al precio del mercado”. (Dieterich, 2005,18)
Según esta percepción, la economía y el Estado liberales, así como la democracia representativa, son instituciones contrarias a la racionalidad, la ética y la estética humanas. Para reparar estas injusticias, especialmente en las regiones latinoamericanas donde los índices de pobreza se sitúan en niveles extremos, y donde, por alguna razón que, francamente, aún no acabo de entender, el caudillismo y el populismo ejercen una extraña y perversa atracción en las masas, surge una vez más la oferta del socialismo. Con la pretensión de distinguirlo de las experiencias fallidas, se le ha colocado la etiqueta de socialismo del siglo XXI, cuyo lema es la democracia participativa.
Pero, ¿en verdad se trata de otra versión, disociada de las anteriores? Pienso, con el economista venezolano José Guerra, que: “Para que el socialismo que se propugna sea nuevo, nuevas deben ser las ideas y nuevos los hombres que las llevan a la práctica…” (Guerra, 2005,15) Y sucede que el socialismo del siglo XXI no parece cumplir con estos requisitos, pues también se sostiene sobre el fundamento teórico y las reelaboraciones del materialismo histórico hechas por Marx y Engels, y buen número de sus propagandistas son los viejos comunistas y socialistas de siempre. Lejos del “reformismo” que a finales del siglo XIX despejó el camino hacia lo que hoy se conoce por socialdemocracia, el “Nuevo Proyecto Histórico” se inscribe en los ideales ascéticos del socialismo duro y en la praxis revolucionaria leninista, apuntando a la instauración de un orden social distinto del existente mediante un cambio de las instituciones, y a la erradicación del egoísmo, la codicia y la explotación para formar al hombre nuevo racional, ético y estético.
De hecho, adhiere de Marx el medio para “centralizar todos los instrumentos de producción en manos del Estado” (Marx, 1998,122); de Engels, el fin de que: “Las clases desaparecerán tan fatalmente como surgieron. [Y] La sociedad… transportará toda la máquina del Estado… al museo de antigüedades, junto al torno de hilar y junto al hacha de bronce” (Engels, 2004,214-215); de Lenin, los mecanismos para llevar a cabo la “organización centralizada de la fuerza, organización de la violencia, tanto para aplastar la resistencia de los explotadores como para dirigir la enorme masa de la población…, en la obra de «poner en marcha» la economía socialista”. (Lenin, 1997,38). Estas son, entre otras, las premisas del cambio institucional y social.
Entonces, ¿qué tiene de novedoso el socialismo del siglo XXI? En esencia, nada. Pero en el esquema de la denominada revolución bolivariana venezolana, hay dos elementos nuevos que le confieren cierta originalidad al proyecto. Uno es la inclusión del estamento militar en el área política. La incorporación de la Fuerza Armada Nacional venezolana a lo que ya es proceso, hace de éste un experimento que, a diferencia de las otras revoluciones, mantiene, por lo menos, 7 ministerios, 9 gobernaciones de estados, 4 escaños en la Asamblea Nacional, 4 instituciones de las más importantes del país y 1 representación ante la ONU a cargo de militares, activos unos y otros en condición de retiro, la mayoría de los cuales participaron junto al actual Presidente de la República en el fallido golpe de Estado el 4 de febrero de 1992.
Paralelamente a la Fuerza Armada Nacional, el gobierno está formando una reserva que se aspira alcance los 2 millones de reservistas, convenientemente armados, para la defensa, no de la soberanía nacional, sino de la revolución bolivariana.
Para superar los obstáculos y conflictos de poder entre funcionarios, militantes y hasta simpatizantes revolucionarios, todas las directrices de gobierno, propaganda y proselitismo emanan directamente del líder, Hugo Chávez.
El otro elemento lo constituye la renta petrolera. Los fabulosos ingresos que percibe el Estado venezolano por este concepto –en el año 2005 estuvieron por el orden de los $84.000 millones–, especialmente de los Estados Unidos, a la sazón, su mejor cliente y, simultáneamente, su más acérrimo enemigo, son los que financian toda la maquinaria para poner en práctica el socialismo del siglo XXI y hacer exportable la revolución bolivariana.
Ahora bien, ¿qué esperan las personas de esta “nueva” propuesta? ¿Qué creen los ciudadanos que puede beneficiarles de un modelo comprobadamente ineficiente y autoritario? Si la libertad, entendida como libertad individual, es lo que nos permite ser como somos, desarrollar nuestros atributos y perseguir nuestras metas en el marco de un Estado de derecho, ¿cómo se explica que haya individuos dispuestos a cederla con tal desprendimiento?, ¿cómo se asume la racionalidad ante la perspectiva de un procedimiento que, como Dieterich revela, “conducirá a cambios tan profundos en la manera de pensar y actuar, que después de su implantación general, será posible hablar… de un nuevo ser humano” (Dieterich, 2005,49).
Esta idea del “nuevo ser humano” o del “hombre nuevo” no es tampoco ninguna novedad. Hallamos antecedentes en el régimen nazi de Hitler en Alemania. En Camboya, donde se organizó el ejército de los jemeres rojos con adolescentes campesinos y semianalfabetos adoctrinados en el odio hacia la diversidad y entrenados para matar sin remordimientos. En China, donde se formó a niños, adolescentes y jóvenes para destruir todo vestigio de cultura, para vejar, castigar y asesinar sin contemplaciones, y se reeducó a los adultos en campos de concentración. Sucede todavía en Cuba, donde los pequeños pioneros aprenden a leer en cartillas con consignas revolucionarias, y el pueblo rinde culto al personalismo de Castro, y se enaltecen la guerra y la muerte como actos heroicos.
Sin embargo, todo apunta a que no aprendemos de la Historia. Los comunistas y socialistas irredentos no aceptan que el fracaso de la teoría marxista obedece, fundamentalmente, “a los defectos inherentes a su propia naturaleza”, tal como se deduce del análisis histórico. “El comunismo –aclara Richard Pipes– no era una buena idea que salió mal, sino una mala idea”. (Pipes, 2002,185) Pero pocos se han convencido de ello. Pocos han sido los que se han atrevido a evaluar los daños morales y materiales, y a reexaminar sus ideas.
Para justificar el descalabro, sus defensores aducen, como recientemente lo hizo el Secretario General del Partido Comunista de Venezuela en el marco del seminario internacional “Socialismo científico: aportes para su construcción”, celebrado en Caracas en julio de este año, que “no fue el socialismo lo que fracasó en el siglo XX, sino la ausencia de lo que él significa”.
El problema radica en que no es fácil encontrar una definición uniforme y coherente que explique su significado. La elasticidad del término, el revisionismo a que se le ha sometido y el abanico de variantes confirman que “… cada nación reclama su propia y única forma” de interpretar, adaptar y aplicar este movimiento. (Crick, 1994,118) Los más ortodoxos están convencidos de que el error estuvo en no aplicar la doctrina marxista-leninista con suficiente rigor. Como si el rigor con que se impuso el comunismo en la Rusia de Stalin, en la China de Mao o en la Camboya de Pol Pot no fue de tal modo excesivo que traspasó los límites de la comprensión humana.
En otro sentido, Dieterich lo imputa a la inexistencia de “un programa concreto de una economía socialista”, debido a la falta de computadoras y de una matemática avanzada que permitiera determinar el precio de un producto y su relación con el valor. Es decir, sobre lo que Guerra considera una reconstrucción infructuosa de la teoría del valor-trabajo de Marx y el intercambio de equivalentes desarrollado por el economista alemán Arno Peters, es que se aspira a resolver dicho problema. Dieterich lo resume así: “… el salario equivale directa y absolutamente al tiempo laborado. Los precios equivalen a los valores, y no contienen otra cosa que no sea la absoluta equivalencia del trabajo incorporado en los bienes. De esta manera se cierra el circuito de la economía en valores, que sustituye a la de precios”. (Dieterich, 2005,40)
Según esta ecuación, no hay excedente, puesto que si, como sostiene Marx, el trabajo es la sustancia del valor, y cada trabajador recibe íntegramente, en forma de salario, el trabajo incorporado en el producto, no queda nada para reponer el capital. Expresado en forma tosca, lo que resulta de esta combinación de las teorías de Marx y Peters es un reemplazo del orden espontáneo de la oferta y la demanda, y del dinero como medida de valor, por el trueque. Guerra se pregunta cómo determinar el valor de ciertos bienes en los que no se halla incorporado el trabajo humano, por ejemplo, los recursos naturales, o cuál sería el bien equivalente a un barril de petróleo.
Los venezolanos ya lo averiguamos: a cambio de unos cuantos miles de barriles de petróleo, Cuba corresponde enviando a Venezuela un contingente de médicos, entrenadores deportivos, maestros y colaboradores para dinamizar las “misiones” y otras áreas institucionales del país. Gracias a la chequera petrolera, el señor Chávez maneja y distribuye la riqueza nacional como si fuese suya, financia campañas electorales en Nicaragua, México o Perú, cultivos de coca en Bolivia, gasoductos desde el Caribe hasta la Patagonia, o compra bonos de la deuda pública argentina, entre otras ligerezas solidarias.
También estamos viendo cómo este ensayo causa la ruina de nuestra economía y progresivamente cercena las garantías constitucionales de protección a la propiedad privada y a los derechos humanos fundamentales.
En fin, la renuencia a admitir las causas del desmoronamiento del sistema socialista revela, en primer lugar, la mentalidad racionalista de sus creyentes: si la teoría no funcionó en la práctica, es porque la práctica no funcionó. Y, en segundo lugar, nos da alguna idea de cuán difusas y confusas son las corrientes que fluyen de la ideología marxista. He tomado prestada una cita del libro de Richard Pipes, Historia del comunismo, sobre la biografía de Nikita Jruschov, escrita por su hijo Serguéi:
“Ya desde mis días de estudiante –narra el hijo del líder soviético– […] había tratado sin éxito de comprender qué era exactamente el comunismo […] Había intentado que mi padre me aclarara la naturaleza del comunismo, pero tampoco obtuve una respuesta inteligible. Comprendí que él mismo no se aclaraba demasiado”. (Pipes, 2002,198)
Esta dificultad para aprehender la noción de socialismo tiene mucho qué ver con la interpretación que se hace de sus fundamentos teóricos y los fines que se persiguen con su implantación. El problema no radica únicamente en el carácter polisémico del término, sino en la complejidad de una estructura de pensamiento compuesta por muchas y variadas concepciones acerca de la sociedad, el Estado y el poder. Semejante maleabilidad no puede menos que dar lugar a incoherencias ideológicas y contradicciones ontológicas.
No obstante, en su más reciente trabajo, El socialismo del siglo XX, el economista Claudio Rama teje, a partir de un balance histórico, una definición del socialismo:
“… un sistema de poder aferrado en una ideología dogmática que actúa como un marco religioso de aglutinación social y de negación de la democracia y sus libertades”. (Rama, 2006,7)
Creo que Rama ha conseguido llegar al núcleo del concepto –más allá de la semántica– que refuerza mi afirmación de que el socialismo del siglo XXI es incompatible con los principios mínimos de democracia y Estado de derecho y que, por consiguiente, representa una amenaza para la libertad.
Dieterich prosigue su crítica, desarrollando un ejercicio comparativo entre el ser y el deber ser del funcionamiento de la democracia en los gobiernos liberales, dentro de un contexto que abarca diversos Estados y sociedades del mapa mundial. Su análisis le lleva a una primera conclusión: que la democracia formal-representativa, propia del Estado liberal, está plagada de vicios y trampas.
Define al parlamento como “el mercado donde se negocia la repartición del poder y de la riqueza social entre las fracciones de la elite”, reclama que no existe el “gobierno por discusión” y califica de “reminiscencias románticas y letra muerta” la responsabilidad de los diputados ante el pueblo, pues obedecen los lineamientos de su partido. A la duda de Bentham acerca de “¿cómo puede la división de poderes garantizar la libertad, si los tres poderes están controlados por un solo grupo social?, Dieterich responde que “no puede”, aduciendo que el principio en cuestión requiere que cada uno de estos poderes represente “a diferentes estratos y clases de la sociedad”, puesto que si todos se concentran “en la misma persona o el mismo cuerpo”, se estaría ante un “despotismo espantoso”. Tilda de “argucia” al sistema electoral y acusa a “la clase dominante” de desconocer “sus propias reglas constitucionales” y recurrir al golpe de Estado cuando “las mayorías logran elegir un gobierno verdaderamente popular y democrático”. Sostiene que la globalización limita la democracia formal y propende a la pérdida de soberanía de los Estados. Condena la praxis del “poder prerrogativo” lockeano que permite gobernar “mediante decretos ejecutivos… cuando las mayorías no aceptan las decisiones de la elite”. Y, finalmente, aboga por un “Estado ético –en el sentido hegeliano– [que sea] garante del bien público frente a los intereses particulares”. (Dieterich, 2005,22-23) De ahí su propuesta de reemplazar a la democracia representativa por la democracia directa, a la que atribuye “la capacidad real de la mayoría ciudadana de decidir sobre los principales asuntos públicos de la nación”.
Son precisamente la división de poderes, el imperio de la ley, el sufragio universal y la garantía de los derechos y libertades los “principios mínimos de democracia” en los que se sostiene el Estado de derecho.
Ahora bien, hay diferencias sustanciales entre una y otra democracia. En primer lugar, la democracia indirecta o representativa pasa, normalmente, por el ejercicio de la democracia electoral: los ciudadanos elegimos a aquellas personas en las que delegamos nuestra representación para que decidan sobre los asuntos públicos.
En segundo lugar, decidir y elegir son acciones distintas que, en sociedades complejas como nuestras actuales megalópolis, en las que los individuos nos difuminamos en la multitud, se ejecutan de distinta manera. Esa capacidad real de decisión sobre los asuntos públicos que se daba en la polis griega, donde la población no superaba algunos miles de habitantes, no es aplicable a las sociedades modernas que aglutinan a millones de personas.
En tercer lugar, la democracia directa funciona sin representantes, dado que cada ciudadano personalmente asume la participación activa en los asuntos de la res pública y decide sobre ellos. Esa participación es o debería de ser espontánea y voluntaria, no impuesta por otras personas. Pero lo interesante es que, como dice Sartori, “la autenticidad y eficacia de mi participar (sic) está en relación inversa al número de los participantes”, lo cual implica que, a medida que aumenta el número de participantes, “disminuye la potencia de la participación del individuo”. (Sartori, 2003,111)
Pienso que aquí está la clave del afán de los socialistas por la democracia participativa. En una comunidad de pocos ciudadanos, la democracia directa funcionaría porque existe la posibilidad de observación recíproca e interacción de los participantes. Pero en cuanto el número de personas aumenta, digamos en la proporción de las sociedades modernas, esa posibilidad desaparece. En este punto, el participante –señala Sartori– “está siempre a ras del suelo, al nivel de la base, y no llega nunca al Estado. (…), no propone nada que sustituya a lo que critica o rechaza”. (Sartori, 2002,113) En consecuencia, pierde sentido el “gobierno por discusión” a que alude Dieterich, que, en cambio, es perfectamente factible en la democracia representativa.
Sospecho que los promotores del socialismo del siglo XXI están al corriente de esto. ¿Por qué, entonces, insisten en la democracia directa? Deduzco que se debe al elemento plebiscitario contenido en ella. Es verdad que la democracia representativa incluye la participación y el referéndum, pero como elementos subordinados. En cambio, en la democracia directa, el referéndum es un instrumento supletorio del debate de opinión sobre cuestiones individuales que se plantean separadamente, a las que el ciudadano, sentado –como ilustra Sartori– “ante una pantalla en la que aparecen los issues…, responde oprimiendo la tecla del sí o del no”. (Sartori, 2003,119)
Lo que considero constituye la gran ventaja para los fines del socialismo del siglo XXI es que, mientras la democracia electoral es un proceso de suma cero –el vencedor gana todo y el vencido pierde todo–, el propio resultado activa la democracia representativa, cuyas decisiones son de suma positiva, puesto que todos ganan algo en virtud de que los representantes debaten y se hacen concesiones recíprocas. En cambio, en la democracia plebiscitaria el proceso es también de suma cero, pero no activa ningún otro mecanismo, simplemente sucede que el triunfo de una propuesta equivale a la derrota de quienes votaron en contra.
Esta praxis puede ser considerada democrática en tanto en cuanto prive el respeto y la tolerancia hacia las minorías, pero cuando el partido dominante pretende anular a la oposición, esto significa –como expresa Ferrero– “cancelar la soberanía del pueblo”.
En Venezuela, las decisiones sobre los asuntos públicos del país se toman por unanimidad de sus 165 diputados, militantes todos de partidos incondicionales al gobierno. Es así como el Tribunal Supremo de Justicia, antes constituido por 20 magistrados, a los fines de asegurar las decisiones judiciales de este órgano tan principal, la Asamblea Nacional elevó el número a 32 por exigencia expresa del Presidente Chávez, lo que fue posible gracias a la reforma de la Ley Orgánica de dicho tribunal, que ahora también prevé la aprobación por mayoría simple de ciertas leyes que antes exigían el acuerdo de la mayoría calificada.
Volviendo con Dieterich, éste, asombrosamente, termina su análisis reconociendo que: “Por lo tanto, la conclusión es lógica: los derechos democrático-formales son una condición imprescindible y necesaria, pero no suficiente, para la sociedad democrática del futuro; no deben sustituirse, sino ampliarse hacia los derechos sociales participativos”. (Dieterich, 2005,23)
Esta última conclusión parece que dejara sin piso a la teoría de la democracia directa, pero justo entonces augura “el fin de la democracia representativa… y su superación por la democracia directa o plebiscitaria”. Anuncia que “El parlamento y el sistema electoral de la partidocracia…, no tendrán lugar en la democracia futura”, como tampoco los medios de comunicación, a los que denomina “monopolios de la adoctrinación”. Prevé la desaparición de la empresa privada por incompatibilidad con la “democracia real” y, en definitiva, la extinción del Estado. (Dieterich, 2005,49)
¡He aquí lo que nos depara el socialismo del siglo XXI! Un sistema excluyente e intolerante que niega los principios de democracia y libertad. Una utopía y, como tal, un imposible. No en el plano teórico, pues ha sido ya plasmada en papel, y papel aguanta todo. Me refiero a la imposibilidad en el sentido práctico de realización de las ideas y conversión de los ideales en hechos y conductas. De manera que porque en un determinado país se esté intentado imponer el socialismo del siglo XXI, no significa que sus postulados vayan a concretarse en resultados efectivos, en una transformación definitiva de los individuos y de las instituciones. Las cualidades y los defectos, las virtudes y los pecados, son inherentes a la naturaleza humana, y no es posible en lo absoluto que logremos desprendernos de la razón, las emociones ni las sensaciones. Si algo semejante nos sucede, es porque estamos muertos. Lo lamentable es que mientras dura el proceso de implementación hasta que el andamiaje se desmorona o es derribado, muchas son las víctimas y muy costosas las pérdidas causadas por el ensayo.
Estoy convencida de que la única manera de combatir con efectividad a este espectro ideológico es a través de la educación. A la apología de la limosna, la pobreza y la uniformidad racionalista, debemos oponer los paradigmas del trabajo, el progreso y la libertad. Sobre todo, la libertad.
Rosario, 28 de septiembre de 2006
Bibliografía
DIETERICH, Heinz: El socialismo del siglo XXI. Disponible en:
Un desayuno frugal con dos rebanadas de pan medio agrio y un par de lonjas de queso rancio, jugo de naranja artificial y un café con leche agüado, pasando por alto la falta de mantequilla, pero no los uniformes azules un poco raídos en las mangas que usaban las meseras, ni los zapatos gastados del barman, que contrastaba con el traje azul oscuro, aparentemente nuevo, del esbelto moreno que fungía de portero en el hall del hotel con un enorme bloque de radio en la mano. Una de las chicas preparaba mi sandwiche y al mismo tiempo conversaba con una de sus compañeras sobre una noche de baile en algún patio detrás de una escuela en la que fulanito le había pedido que se fuera a vivir con él. La muchacha no parecía muy decidida "porque su mamá es una fiera", según dijo. "Bueno, pero si te lo propuso, piénsalo", le sugirió la amiga antes de desaparecer empujando un cubo de basura. Bajé por la calle de La Rampa hacia el malecón. De lado a lado había carteles con consignas revolucionarias del tipo "Socialismo o muerte", "Cuba no se vende al imperialismo", "Nuestras armas: la conciencia y las ideas", donde hallé por lo menos media docena de vehículos aparcados. Un tipo de vehículos que nunca había visto más que en fotos. Eran los denominados "bicitaxis", una especie de triciclo construido artesanalmente a partir de una bicicleta, cuya rueda trasera es reemplazada por dos ruedas más grandes sobre las que va instalada una butaca horizontal, tapizada de plásico. Algunos bicitaxis tenían un medio techo. Yo elegí uno descapotable. Mi bicitaxista se llamaba Daniel, un mulato como de treinta y pocos años, de mediana estatura, con facciones muy finas, nariz romana, cuerpo atlético y una sonrisa blanca de dientes bien alineados. Le pregunté si podía llevarme a donde yo quisiera y me respondió "Depende" desviando su vista hacia otro lado. Entendí que debía ser más sutil. Decidí dar un paseo por los lugares que él decidiera mostrarme, o sea, por donde se hace turismo en la ciudad. Y lo cierto es que valió la pena, porque La Habana es, a pesar de la revolución, una bella ciudad. Mientras Daniel pedaleaba, yo, más que mirar, tragaba con los ojos cada palmo de calle, edificios, balcones, monumentos, consignas y rostros. Recorrimos un buen trecho a lo largo del Malecón antes de internarnos en el casco histórico. Pero ese trayecto fue impactante: en algunas esquinas, debajo de los edificios envejecidos y arruinados, cantidad de escombros, montículos de escombros, como si la noche anterior hubiesen bombardeado la ciudad y sólo faltara sacar los cadáveres que cualquiera podría presumir se hallaban tapiados bajo los innumerables trozos de bloques, hierros, piedras y basura. ¿Y esos escombros?, pregunté a Daniel. "Es que los edificios se han ido cayendo. Unos se caen solos, otros por los golpes de huracanes". "¿Y desde cuándo están ahí?", insistí. "Desde siempre", contestó mi conductor, mirándome de reojo. Después agregó: "Pero Francia y Canadá están ayudando a restaurar algunos..., como ese, fíjese ahí", y señaló hacia uno como de cinco pisos con un gran andamio y una malla verde en el frente. Daniel pedaleaba rítmicamente. De vez en cuando hacía comentarios acerca de ciertos sitios, incluyendo aspectos de carácter histórico o bien alguna anécdota siempre relacionada con la revolución. Sus referencias a este hecho indefectiblemente comenzaban o terminaban con la frase "nuestro padre, Fidel". De La Habana Vieja me impresionó su arquitectura colonial. En ese espacio de la ciudad los inmuebles lucen mejor conservados. Pero los nichos de la Catedral estaban vacíos, porque la revolución mandó a quitar las imágenes de apóstoles y santos cuando prohibió la libertad de cultos, y monjas y curas de diversas congregaciones debieron decidir entre salir de la Isla o aceptar las nuevas condiciones impuestas por el régimen en los años '60. Aquí la gente no pierde la fe", aseguró Gregoria, una mujer de mediana edad que se me había acercado discretamente, cuando yo tomaba fotografías, para pedirme, en voz muy baja, un jabón. Mi sorpresa fue mayúscula porque habría esperado que la solicitud fuese de dinero o incluso de comida, pero ¡un jabón! "Lo siento, señora, no cargo jabones en el morral". Ella se pasó la mano por los labios indicándome que hablara más bajo. "Disculpe, ¿y un bombón?", insistió, refiriéndose a un chocolate. Hurgué en mi mochila, e imitando su discreción, saqué dos cocosettes que coloqué encima del pretil junto al que estábamos. "¿Usted es católica?", le pregunté. Me dijo que sí, que en su casa tenía las imégenes de la Virgen de la Regla, la de la Caridad del Cobre y la de Yemayá. Me contó que le habían salvado la vida a uno de sus nietos, y me sugirió que visitase la Iglesia de la Caridad del Cobre, Patrona de Cuba. Al día siguiente, Daniel siguió pedaleando aquel triciclo bajo un sol de justicia que hacía deslizar gruesas líneas de sudor por sus sienes y espalda, goterones que dibujaban mapas en su camiseta color turquesa a medida que avanzábamos por las callejuelas del casco histórico, donde sobresalían balcones de hierro mohosos que daban la impresión de estar a punto de desplomarse, más edificios arruinados por el tiempo, ventanas con los cristales opacos, en su mayoría rotos, romanillas pálidas en las que faltaban tablillas, pero casi todos habitados. Vi a varias personas en los balcones y a otras asomadas a las ventanas, simplemente mirando hacia la calle. "¿Qué había antes en estos edificios?", le pregunté a Daniel. "Siempre han sido viviendas, pero la mayoría fueron quedando vacías cuando los propietarios se fueron. Entonces nuestro padre Fidel se los dio al pueblo, a los que no tenían dónde vivir". "Pero los que no se fueron, se quedaron en sus casas, ¿no?" Daniel se detuvo un momento y se volvió para responderme: "Sí, los que no se fueron, se quedaron ahí. Mi mamá dice que estos apartamentos eran de los más bonitos de La Habana, porque vivía gente fina". "Pero no toda la gente fina se fue", repliqué. "Bueno, no toda, los que tenían cobres para irse, se fueron. Y en esos de allá -señaló hacia la otra acera- había oficinas de compañías, pero ahora vive gente ahí". "¿Y desde cuándo no pintan aquí?", quise saber. Daniel se sonrió y meneó la cabeza. "Es que estamos en periodo especial, no se puede gastar en esas cosas". Al viejo pretexto del bloqueo norteamericano -que en realidad es un embargo-, se sumó en los '90 otro denominado periodo especial, eufemismo empleado por Fidel Castro para justificar, una vez más, la carencia de todo en la Isla. Pero en esta oportunidad el periodo especial correspondía a las consecuencias, sobre todo en el ámbito económico, que ha traído para Cuba el rompimiento del bloque socialista soviético, la caída del Muro de Berlín y el reconocimiento definitivo del fracaso del socialismo marxista-leninista. Cuba quedó sin los subsidios que le suministraba la URSS.Un fracaso estrepitoso del cual el dictador cubano ha hecho caso omiso. Me pregunté si acaso Fidel se paseaba a escondidas por las calles de la ciudad y si se lamentaría de lo que hizo con ella en nombre de la revolución. En lo que hoy son espacios en ruinas, hubo en el pasado establecimientos comerciales en amplios locales y con grandes escaparates. De aquellos negocios decorados, elegantes y concurridos, sólo quedan algunos anuncios de zapaterías, sastrerías, boutiques, jugueterías, tiendas de equipos deportivos, joyerías, más boutiques, más zapaterías... totalmente saqueados y vacíos, llenos de mugre y telarañas, completamente abandonados, empañadas sus vitrinas, desprendidas sus puertas, arrancados hasta los tomacorrientes y bombillos. No me era difícil imaginar una época de dinamismo económico, de movimiento turístico, de intensa actividad comercial. Ahora apenas había una carnicería con la cava vacía y un hombre de brazos cruzados sobre un taburete, una bodega con dos latas de manteca y un cartón de huevos, un lúgubre y desaseado botiquín donde un hombre entrado en años, arrugas y canas despachaba un trago de ron en un vasito de plástico, una librería con unos pocos cuadernos, una docena o dos de lápices y unas cuantas cartillas de primaria. Hasta uno de los cines tenía el letrero colgando de un tilín y al nombre le faltaban cuatro letras. Las que adiviné fueron hermosas e imponentes columnas, lucían ahora despintadas, sucias, con tajos partidos y agujeros que lo mismo pudieron ser hechos a punta de martillo o de balas. Apoyados en ellas, hombres, mujeres y jóvenes, como si llevaran en esa posición toda la vida, dejaban transcurrir el tiempo mirando a quienes pasaban por la calle, bromeando y charlando. También piropeando. Vi sus rostros, quemados por el sol, vi sus ropas de colores vivos, mucha lycra y poliéster que marcaban la figura de las mujeres, mucha guayabera blanca y amarilla en los hombres, uno que otro bluejean en los más jóvenes, y pantaloncitos cortos en los niños que corrían sin camisa saltando baches. Pero sobre todo vi sus zapatos. La mayoría usaba cholas viejas, algunas remendadas, o sandalias de plataforma, casi todas gastadas, o zapatos viejos entre los que se colaban algunos pares de zapatillas deportivas de marca, relativamente nuevos, o un par de mocasines blancos. ¿Dónde compran la ropa y los zapatos?", indagué. "Nos dan un par de zapatos cada seis meses, pero uno se resuelve por ahí, ya sabe, si no, no alcanza". Los bermudas marrones de Daniel tenían flecos, porque habían salido de un pantalón largo recortado. Usaba unas cholas negras con las suelas de medio talón gastadas. Y así pedaleaba por el centro de La Habana su triciclo con butaca tapizada de rojo en la que iba yo sentada sin dejar de preguntarme qué carajo pasó aquí. Seguimos en "el periplo del turista" por el Castillo de la Real Fuerza, la fortaleza más antigua de Cuba, el Puerto de La Habana con sus anécdotas de piratas y corsarios, el Cementerio de Colón, que es también una atracción turística porque sus tumbas y panteones son verdaderas obras de arte, especialmente barroco, y algunos tienen sus propias historias, como una con forma de pirámide cuyo huésped, que era arquitecto, diseñó para que fuese su eterna morada, o como la "tumba del amor" donde descansan los restos del matrimonio Margarita y Modesto. Fuimos a ver la Plaza de Colón, el Palacio Presidencial -la fachada, claro-, la Plaza de la Revolución, el memorial a Martí con su escamado monolito, la imagen de Ernesto "Ché" Guevara -frente al cual me tomé una fotografía-, el Museo de la Revolución donde se halla expuesto, dentro de un rectángulo de vidrio, el Yate Granma, y otros escenarios de acceso permitido por donde circulaban más triciclos con parejas y grupos de extranjeros abordo que apuntaban con sus cámaras hacia todas partes. Pero el turismo aquí es capitalismo puro", le dije a Daniel. Él hizo como si no me escuchó. Cuando nos detuvimos en la famosa Bodeguita del Medio me tomé un mojito cubano y aproveché para conversar brevemente con un señor mayor, parado entre la barra y el biombo de madera con tablillas cruzadas que había en una de las puertas. El lugar estaba a tope de turistas y cubanos. Como pude, me ubiqué ante el mostrador y, a partir de un comentario suyo, empezamos nuestra plática. Al saber que era venezolana, me contó que había estado en Venezuela "cuando mandaba Pérez Jiménez", que había trabajado en una fábrica de vidrios en Puerto Cabello, que las mujeres venezolanas eran bellas, que él se había "ajuntado" con una maracucha "de carácter recio", que había visto una corrida de toros en el Nuevo Circo de Caracas, que se vivía bien en Venezuela, y muchos otros recuerdos que la nostalgia hizo que compartiera conmigo. También me dijo que "lo malo es que tienen mucho petróleo. Eso es lo malo". Hablaba despacio y bajito, se reía con un jiji como de comiquita. Manoseaba todo el tiempo un habano larguísimo que nunca encendió. Tomaba sorbos cortitos, como si sólo probara la bebida, y constantemente miraba hacia los lados. Más de media hora después, en un tono menos divertido, mencionó a Chávez, recién electo presidente, a quien dijo haber visto un par de veces en La Habana el año anterior. "Ese Chávez es muy amigo de Cuba, le gusta venir aquí". Entonces se quedó callado, como dejándome el turno. Yo preferí referirme a un poema de Nicolás Guillén que, enmarcado en un cuadro, colgaba de una de las paredes del local. El viejo no le dio importancia a mi curiosidad. Quiso saber, en cambio, qué me parecía la Isla y, un poco más tarde, por qué había venido. "Vine a buscar la revolución". Miró hacia la calle, miró hacia el interior del local y llevándose el habano a la boca, preguntó: "¿Y ya la encontró?" Hasta ese momento no me lo había planteado tan a rajatabla. "No sé, como que todavía no", contesté. Le invité a un trago, que aceptó encantado. En el segundo o tercer sorbo le comenté que la Bodeguita estaba llena de turistas, que la mayoría eran europeos, que eso era bueno para la economía cubana, porque la Isla tenía muchos sitios interesantes, pero que no me parecía justo que hubiera discriminación, porque los turistas disfrutaban de todo y de nada los cubanos. "El turismo es un negocio -murmuró-, y en Cuba siempre lo fue". "Pero esta apertura es nueva", acoté. "Cambios en el sistema", dijo. Se metió el habano en el bolsillo de la camisa y escurrió el vaso. Antes de despedirse, repitió: "Cambios en el sistema. Ya verá". Me dio una palmadita en el hombro y se fue. La frase me sonó a una advertencia. Regresé al triciclo y continuamos el paseo hacia el barrio chino de La Habana. El sol reventaba sobre la ciudad. El calor era intenso. La negra piel de los hombros y espalda de Daniel brillaba bajo una capa de sudor. Los músculos de sus poderosas piernas se tensaban a ritmo de pedal en una pendiente que cualquier bicicleta normal habría superado sin mayor esfuerzo. Me sentí como una dama china de la novela El palanquín de las lágrimas. Le propuse a Daniel que me llevara a algún restaurante para almorzar. Le dejé la elección del lugar. Me condujo a un paladar, especie de comedor casero con tres o cuatro mesas a lo sumo y un menú restringido, regentado por personas o familias, que deben pagar al gobierno más de lo que ganan por concepto de impuestos. Le convidé a comer, pero se excusó con una muy buena razón: "No está permitido". Me quedé de una pieza. El paladar en el que entré tenía tres mesas y doce sillas, lo atendía un hombre alto y delgado llamado Gonzalo, de profesión dramaturgo, cuya esposa, Angela, era la cocinera, aunque había estudiado para ser bibliotecaria. El menú del día presentaba tres opciones: moros y cristianos con huevo, pescado y ensalada, carne de cerdo, boniato y ensalada. Me decidí por los moros y cristianos con huevo, y un refresco cuya marca en mi vida había probado. Pedí el plato de la segunda opción para llevársela a Daniel, que me esperaba con su triciclo en una esquina, tranquilamente sentado hablando con otro colega de oficio. Cuando le extendí la bolsa con comida, dudó antes de tomarla. Inmediatamente me pidió que la llevara en el asiento hasta cuando me dejara en el hotel. "¿Y no tienes hambre? -le pregunté. Llevas todo el día pedaleando". Con una hermosa sonrisa blanca admitió que estaba hambriento, "pero si me ven comiendo pueden llamarme la atención". Cuando llamar la atención equivale a un castigo mucho más severo que un regaño o una multa, nadie en su sano juicio se atreve a correr el riesgo, ni siquiera por hambre. Me agradeció el gesto y, por primera vez, percibí que empezaba a sentir un poco de confianza. Sucedió cuando me preguntó cómo era la vida en Venezuela. No fue una pregunta trivial formulada por mera curiosidad o cortesía. Había una inquietud en ella, una necesidad de saber algo que quizá él imaginaba, o de corroborar alguna información de la que tenía poca certeza. "¿Qué quieres saber?" Pensó un instante antes de expresarlo: "¿Se vive bien allá? ¿Se gana dinero?" El trayecto de regreso al hotel lo hicimos a pedal lento, mientras entre ambos fluía un diálogo en el que Daniel hacía las preguntas y yo proveía las respuestas.
Viajé a Cuba en abril de 1999. Fui a buscar la revolución, la última y la más próxima en el tiempo y el espacio. Fue como ir en busca de todas las revoluciones, francesa, bolchevique, china, irlandesa..., porque todas las revoluciones se parecen. Tenía la certeza de que en cuanto llegase a la Isla sería capaz de reconocer en ella la calva de Lenin, los mofletes de Mao, las gafas de Fidel, la boina del Ché, la sonrisa de Camilo, que encontraría a Hemingway bebiendo en La Bodeguita del Medio y a García Márquez buscando un Macondo en Matanzas. La revolución es una tentación que sólo atrae desde la adolescencia. No conozco a nadie que se haya vuelto revolucionario después de grande. La revolución nace con los primeros sueños, sobre todo cuando lo que se quiere es cambiar el mundo. Y al mundo no lo cambian quienes están conformes con lo que hay, sino quienes se sienten desubicados e inconformes. Un error es creer que son esas las únicas condiciones necesarias para ser revolucionario. Otro error es creer que los revolucionarios sólo pueden ser socialistas o comunistas. Pero de esto último me percaté mucho -pero mucho- más tarde. Antes de que tal cosa ocurriera, yo viví mi adolescencia entre la poesía de Neruda y la historia de la revolución bolchevique, usaba una franela dos tallas más grandes con el enorme rostro del Ché, garabateaba versos debajo de una escalera y reorganizaba el mundo a mi manera, es decir, a la manera del socialismo de librito, en un cuaderno cuadriculado. Así que mientras iba en el avión, llevaba conmigo Los versos del capitán y releía: "En plena guerra te llevó la vida a ser el amor del soldado/...Ven acá, vagabunda, ven a beber sobre mi pecho rojo rocío/No querías saber dónde andabas, eras la compañera de baile, no tenías partido ni patria/Y ahora a mi lado caminando ves que conmigo va la vida y que detrás está la muerte/...Tienes que andar sobre las espinas dejando gotitas de sangre/Bésame de nuevo, querida./Limpia ese fusil, camarada". Cuando salí del aereopuerto José Martí hacia la ciudad de La Habana era la 1:30 de la madrugada. Mi primera impresión fue lo que pude ver a través de la ventana del autopullman, en medio de la penumbra apenas iluminada por las altas farolas: una larga y desierta avenida sin baches, y, a ambos lados de ésta, galpones abandonados, completamente en ruinas, con los cristales rotos, sin puertas ni techos. Sentí por un instante la necesidad de subir nuevamente al avión. ¿Qué carajo pasó aquí?, me preguntaba una y otra vez. Me hospedé en el hotel Habana Trip Libre en el barrio de El Vedado. Una habitación amplia con dos camas y un cuarto de baño recién remodelado. Una ancha cortina de tonos pasteles cubría el gran ventanal detrás del cual yo suponía estaba el mar. Preferí posponer la vista para la mañana siguiente. Quería contemplarlo todo a la luz del día, bajo el radiante sol tropical que me permitiera absorber los más bellos colores de la Isla. Había también un televisor a color. Encendí el aparato y aparecieron, canal tras canal, imágenes en blanco y negro de una película soviética, de Fidel Castro recorriendo un mercado, de un documental sobre la naturaleza, de otro documental sobre geografía, de otro documental sobre literatura, de Fidel Castro visitando un hospital... Apagué el televisor, me di una ducha (me enjaboné con un jaboncito suizo) y subí al último piso del hotel donde algunas personas bailaban al ritmo de un merengue de Fernando Villalona. La barra estaba inmediatamente después de la entrada, la pista se situaba casi al fondo, justo enfrente de un pequeño escenario. A través del semicírculo abierto del techo se veía un cielo intensamente azul lleno de estrellas. Pedí un cubalibre que me costó $3. Después del primer sorbo me acostumbré a la media luz y pude distinguir las fisonomías de los presentes. Cubanos en guayabera atendiendo la portería, la barra y las mesas. Extranjeros con guayaberas exóticas y vestidos camiseros divirtiéndose a sus anchas, con servicio de botellas de ron, whisky y vodka en las mesas, como en cualquier discoteca del mundo. ¿Realmente estaba en Cuba? Al día siguiente me desperté como a las nueve de la mañana y lo primero que pensé fue en correr las cortinas para mirar a través del ventanal. Guardaba desde hacía años una postal de La Habana que encontré dentro de un libro en la biblioteca de mi colegio, cuando estudiaba bachillerato. La postal era en blanco y negro, pero mostraba un paisaje hermoso de la ciudad con el mar al fondo. Estaba segura que al correr las cortinas vería algo similar a esa postal. Cerré los ojos y retiré la cortina despacio, pensando que estaba justo en el lugar donde cuarenta años atrás había ocurrido una revolución que todavía era una inspiración para gentes y pueblos, que aún marcaba una tendencia, que aún levantaba ronchas, que esto y aquello y lo de más allá... Pero, cuando abrí los ojos, más allá todo era gris. El cielo estaba encapotado, el mar era una inmensidad azul encanecida y solitaria, las terrazas estaban llenas de cosas viejas, desde sillas rotas, cajas vacías, esqueletos de bicicleta, hasta bolsas curtidas, las paredes de los edificios se veían descascaradas, despintadas, curtidas, parecían desmoronarse solas. Una maraña de cables surgía sin principio ni fin de los postes de luz, una sucesión de antenas de televisión hechas con ganchos y ventiladores se tambaleaban con la brisa. Parecía un pedazo de pueblo fantasma, abandonado, envejecido, silencioso. No sé cuánto tiempo estuve ahí, mirando aquel escenario y preguntándome qué carajo pasó aquí, qué hizo la revolución. La prosa de Blas de Otero me sonó ajena como nunca: "Cuando la revolución abre las puertas al pueblo (digamos cuando el pueblo pone en marcha una revolución)... Y sucedió que una de ellas, acaso la más bella y amarga, arrancó los carteles y los monopolios que cubrían sus campos con un sudario amarillo de mil millones de dólares. Exportó a sus explotadores y saludó a los americanos, vocablo liberado también del monopolio del Norte". ¡Bella! Como para discutirlo en alguna cafetería de París. ¡Amarga! Eso lo averiguaría más tarde. El sudario amarillo sí estaba ahí, frente a mis ojos, pero no valía ni siquiera un peso cubano. ¡Americanos! ¡Vocablo liberado! ¿Dónde más lo había oído o leído? Pero lo que era cierto es que la revolución abrió las puertas al pueblo. Sí, yo vi puertas abiertas y ventanas abiertas por donde la gente entraba y salía, pero porque ya no había puertas ni ventanas. Como vi terrazas sucias, paredes mohosas, tejados remendados con cartones, como vi harapos colgados de cuerdas y varillas, secándose al sol. ¿Para eso se hizo la revolución? Después de escribir, casi al compás de mis pensamientos, media docena de páginas en mi libreta de viaje que luego me costó trabajo descifrar, decidí que era hora de empezar mi recorrido por La Habana. Sentía la necesidad de mirar, de preguntar, de descubrir, de saber más acerca de todo lo que había sucedido desde 1950 hasta entonces. ¿Cómo haría para cubrir cuarenta años en apenas dos semanas? No tenía idea, pero sabía que en cuanto pisara la calle el instinto me conduciría hacia lo que buscaba.
A escasas horas, o días, o semanas del fin de una historia que cuenta ya 47 años en el calendario del pueblo cubano, La pluma liberal ha preparado una sinopsis sobre lo que ha sido una quimera de la versión caribeña del socialismo en Cuba.
Fidel Alejandro Castro Ruz (Birán, 13 de agosto de 1926)
1950: Se gradúa de abogado en la Universidad de La Habana. 1953: El 26 de julio, junto a sus compañeros de armas, intenta el asalto al Cuartel Moncada en Santiago de Cuba que resulta en fracaso con varios muertos y otros detenidos, Fidel entre éstos. Durante el juicio, pronuncia su apología "La historia me absolverá". Es sentenciado a 15 años de prisión en la Isla de Pinos. 1955: Se le concede la amnistía, pese al voto salvado de su cuñado Dr. Rafael Díaz-Balart.
Sale hacia el exilio en México, donde conocerá al argentino Ernesto Guevara. 1956: El 2 de diciembre, acompañado por 81 hombres armados, entre ellos su hermano Raúl Castro Ruz y Ernesto "Ché" Guevara, regresa a Cuba a bordo del yate Granma dispuestos a derrocar el gobierno de Fulgencio Batista, pero son repelidos por el ejército en Alegría del Pío. Decide entonces reorganizar la guerrilla en la Sierra Maestra. 1959: El 8 de enero, después de 2 años de actividades guerrilleras, entra en La Habana encabezando la marcha triunfal de los "barbudos". El 16 de febrero asume el poder como Primer Ministro. 1961: Declara públicamente el carácter socialista de la revolución cubana. 2006: El 31 de julio un vocero del gobierno cubano hace el anuncio oficial de que Fidel Castro, por razones de salud, delega "provisionalmente" el poder en su hermano Raúl Castro Ruz.
Discurso pronunciado en la Cámara de Representantes de la República de Cuba en mayo del año 1955 por el Dr. Rafael L. Díaz-Balart, en ese momento el líder de la mayoría y presidente del comité parlamentario de la mayoría en la Cámara, contra la ley que amnistió a Fidel Castro y demás asaltantes al cuartel Moncada, cuando habían cumplido solamente dos años de cárcel y después de haber sido condenados por un tribunal civil. Castro había recibido una condena de 15 años.
La Amnistía (1955) Por Rafael Díaz-Balart
Señor Presidente y Señores Representantes:
He pedido la palabra para explicar mi voto, porque deseo hacer constar ante mis compañeros legisladores, ante el pueblo de Cuba y ante la historia, mi opinión y mi actitud en relación con la amnistía que esta Cámara acaba de aprobar y contra la cual me he manifestado tan reiterada y enérgicamente.
No me han convencido en lo más mínimo los argumentos de la casi totalidad de esta Cámara a favor de esa amnistía. Que quede bien claro que soy partidario decidido de toda medida a favor de la paz y la fraternidad entre todos los cubanos, de cualquier partido político o de ningún partido, partidarios o adversarios del gobierno. Y en ese espíritu sería igualmente partidario de esta amnistía o de cualquier otra amnistía. Pero una amnistía debe ser un instrumento de pacificación y de fraternidad, debe formar parte de un proceso de desarme moral de las pasiones y de los odios, debe ser una pieza en el engranaje de unas reglas de juego bien definidas, aceptadas directa o indirectamente por los distintos protagonistas del proceso que se esté viviendo en una nación. Y esta amnistía que acabamos de votar desgraciadamente es todo lo contrario. Fidel Castro y su grupo han declarado reiterada y airadamente, desde la cómoda cárcel en que se encuentran, que solamente saldrán de esa cárcel para continuar preparando nuevos hechos violentos, para continuar utilizando todos los medios en la búsqueda del poder total a que aspiran. Se han negado a participar en todo proceso de pacificación y amenazan por igual a los miembros del gobierno que a los de oposición que deseen caminos de paz, que trabajen a favor de soluciones electorales y democráticas, que pongan en manos del pueblo cubano la solución del actual drama que vive nuestra patria.
Ellos no quieren paz. No quieren solución nacional de tipo alguno, no quieren democracia ni elecciones ni confraternidad. Fidel Castro y su grupo solamente quieren una cosa: el poder, pero el poder total, que les permita destruir definitivamente todo vestigio de Constitución y de ley en Cuba, para instaurar la más cruel, la más bárbara tiranía, una tiranía que enseñaría al pueblo el verdadero significado de lo que es tiranía, un régimen totalitario, inescrupuloso, ladrón y asesino que sería muy difícil de derrocar por lo menos en veinte años. Porque Fidel Castro no es más que un psicópata fascista, que solamente podría pactar desde el poder con las fuerzas del Comunismo Internacional, porque ya el fascismo fue derrotado en la Segunda Guerra Mundial, y solamente el comunismo le daría a Fidel el ropaje pseudo-ideológico para asesinar, robar, violar impunemente todos los derechos y para destruir en forma definitiva todo el acervo espiritual, histórico, moral y jurídico de nuestra República.
Desgraciadamente hay quienes, desde nuestro propio gobierno tampoco desean soluciones democráticas y electorales, porque saben que no pueden ser electos ni concejales en el más pequeño de nuestros municipios.
Pero no quiero cansar más a mis compañeros representantes. La opinión pública del país ha sido movilizada a favor de esta amnistía. Y los principales jerarcas de nuestro gobierno no han tenido la claridad y la firmeza necesarias para ver y decidir lo más conveniente al Presidente, al Gobierno y, sobre todo, a Cuba. Creo que están haciéndole un flaco servicio al Presidente Batista, sus Ministros y consejeros que no han sabido mantenerse firmes frente a las presiones de la prensa, la radio y la televisión. Creo que esta amnistía tan imprudentemente aprobada, traerá días, muchos días de luto, de dolor, de sangre y de miseria al pueblo cubano, aunque ese propio pueblo no lo vea así en estos momentos.
Pido a Dios que la mayoría de ese pueblo y la mayoría de mis compañeros Representantes aquí presentes, sean los que tengan la razón.
Pido a Dios que sea yo el que esté equivocado.
Por Cuba.
(Este documento le fue suministrado a Arnoldo Aguila por el Representante de la Cámara del Congreso de los Estados Unidos de América, Lincoln Díaz-Balart, hijo de Rafael Díaz Balart. En aquella época, como Rafael Díaz Balart era cuñado de Fidel Castro, muchos creyeron que había consideraciones personales involucradas en este discurso excepcionalmente lúcido, cuando lo que había era un conocimiento cabal del personaje, pues Fidel incluso le había solicitado que lo introdujera con el General Batista, antes de que éste diera el golpe de estado.)
"Un día llegará la paz con el último agotamiento, y la maternal tierra me acogerá en sus brazos. No será el fin, sino un renacimiento, será el baño y el sueño en que desaparece lo viejo y marchito y empieza a respirar lo joven y nuevo. Quiero volver a recorrer entonces, con otros pensamientos, todos esos caminos, y escuchar una y otra vez los arroyos y contemplar una y otra vez el cielo vespertino."
"El vértigo ya no existe, y tampoco la urgencia de mostrar a todos mis amores la hermosa lejanía y mi propia felicidad... Pero sonrío, y no solamente con los labios. Sonrío con el alma, con los ojos, con toda la piel... Hoy todo esto me pertenece más que entonces... Mi anhelo embriagado ya no pinta con colores de ensueño la lejanía misteriosa, mis ojos se contentan simplemente con lo que ven, porque por fin han aprendido a ver... El mundo es más hermoso. Estoy solo, y la soledad no me hace sufrir... Estoy dispuesto a morir, dispuesto a nacer de nuevo." (El caminante, Hermann Hesse)
José Antonio Delgado merece un homenaje de cada uno de los venezolanos, por su ejemplo, tenacidad y espíritu de lucha y aventura que le llevó a las cumbres más altas del mundo para plantar en ellas nuestras huellas a través de las suyas. Siempre he pensado que la prosa poética de Hermann Hesse expresa lo que siente un caminante cuando sale a explorar nuevos horizontes y a encontrarse consigo mismo. Es la convicción de que sólo en los caminos de la Naturaleza se hallan las respuestas que ansiosamente buscamos. Es una necesidad y una filosofía para sentir la vida.
La sociedad aspira a tener buenos gobernantes que les garanticen, sobre todo, la posibilidad de mejorar su calidad de vida mediante la creación de condiciones para el desenvolvimiento de sus derechos y libertades. Y la democracia es, sin duda, el sistema ideal para elegir a aquel de los candidatos que inspira mayor confianza, tanto por su personalidad y trayectoria, como por el interés de sus propuestas. Es, además, el único sistema que permite a los electores cambiar a un gobernante por otro cuando su gestión no es satisfactoria. Pero cuando en un país los partidos políticos se fracturan, los dirigentes políticos se desconectan del pueblo y el sistema democrático se resiente, sobra entonces espacio para la improvisación. Lo mismo surgen partidos electoralistas y, por consiguiente, cortoplacistas, sin formación política, sin bases ideológicas, sin disciplina partidista y sin proyectos de gobierno, que candidatos independientes, sin partido y sin doctrina, que se sienten capaces de intentarlo aunque carezcan de experiencia en tales lides. Es la distorsión de la acción política y de la función de los partidos la que promueve esta clase de estímulos y reacciones que, en determinadas circuntancias, lejos de contribuir con el restablecimiento de la confianza y la comprensión, lo que puede lograr es incrementar la confusión, acentuar la incertidumbre y propiciar decisiones impulsivas. Se supone que la política es un asunto serio, tan serio como que consiste en diseñar adecuadas políticas públicas, elaborar programas de gobierno, proponer soluciones a las necesidades de la sociedad, a partir del análisis responsable de los problemas del país y del debate de ideas en el ámbito de las diferencias ideológicas, la pluralidad partidista y el consenso de la mayoría. Sin embargo, una vez que los partidos y sus dirigentes han perdido el apoyo del pueblo, por tantas razones como ciudadanos descontentos haya, es más que probable que también la política resulte afectada negativamente en su respetabilidad y credibilidad, lo cual se traduce en expresiones del tipo "No me meto en política" o "No creo en los políticos". La siguiente fase es cuestión de actitud: el individuo defraudado en sus expectativas puede tomar cualquier decisión, desde conceder otra oportunidad al que gobierna mal, mantenerse al margen del tema, ser o parecer indiferente, asumir una posición crítica y exigente, hasta decantarse por la antipolítica. Esta última adhesión es, quizá, la que comporta mayores riesgos. La antipolítica -que algunos denominan nueva política- es la negación de los paradigmas políticos tradicionales y la adopción de nuevas fórmulas como consecuencia de la emergencia provocada por los políticos de oficio. Emergencia causada por el fracaso de los gobiernos, dadas la ineficacia e incompetencia de la mayoría de aquellos militantes que en sus respectivas gestiones se desempeñan como concejales, alcaldes, gobernadores, diputados, ministros y jefes de Estado, así como por la insatisfacción de los electores y por la decepcionante comprobación de que las estrategias políticas no son más que estrategias electorales. Mientras la política es acción, ejercida normalmente por políticos, la antipolítica es una reacción de la sociedad ante el desestímulo generado por aquélla. De ahí la búsqueda de actores emergentes desvinculados de los partidos y de los gobiernos, ideológicamente independientes y preferiblemente sin mácula de corrupción directa o indirecta, es decir, la búsqueda de opciones no-políticas. Esto rompe el círculo de las representaciones habituales, cada vez menos representativas, y deja espacio a cualquier ciudadano que reúna los requisitos de elegibilidad establecidos en la Ley para actuar en el escenario político. Y puede suceder, como de hecho ha sucedido en varios países del mundo, que actores, escritores, cantantes o deportistas asuman cargos públicos y lleguen incluso a ser investidos como Jefes de Estado. Tal es el caso del actor Ronald Reagan que alcanzó a ser Presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, del dramaturgo Vaclav Havel que lo fue de República Checa, del actor Arnold Schwarzenegger, actual Gobernador del Estado de California también en Estados Unidos, del cantante Rubén Blades que aspiró a la presidencia en Panamá, del futbolista Pelé que fue Ministro de Deportes en Brasil y del cantante Gilberto Gil, actual Ministro de Cultura de ese país. En Venezuela, después de cuatro décadas en las que predominó la política -que luego degeneró en politiquería-, la mayoría del pueblo, decepcionada por el exceso de ineficacia y asqueada por los excesos de corrupción, asumió la antipolítica como reacción. Surgió entonces un actor emergente, no del ambiente artístico, intelectual, ni deportivo, sino de los cuarteles. Y el pueblo apostó por él como mejor opción por ser una opción no-política. Al cabo de casi ocho años de gobierno, el representante de la dicha opción ha resultado más adicto a la política que cualesquiera de los que le antecedieron. Hasta hace un par de días, los precandidatos dispuestos a disputarle a Hugo Chávez la presidencia en las elecciones pautadas para el 3 de diciembre de 2006 eran Julio Borges por Primero Justicia, Vicente Brito por Movimiento Republicano y Red Cívica Nacional, Sergio Omar Calderón por Copei, Alvaro Carrillo, independiente, Pablo Medina por Causa R, William Ojeda por Un Solo Pueblo, José Ignacio de Oliveiras, independiente, Teodoro Petkoff, Manuel Rosales por Nuevo Tiempo, Cecilia Sosa por Partido Federal Republicano, Roberto Smith por Venezuela de Primera y Enrique Tejera Paris por Solidaridad Independiente. A esta docena de aspirantes se ha sumado ahora un verdadero outsider, Benjamín Rausseo, humorista de profesión, conocido en el patio como Er Conde del Guácharo y en la nobleza internacional como Policarpio Tercero, monarca del Reino de Musipán, con un partido político creado en un-dos-tres al que ha denominado Piedra. Y mientras los demás precandidatos -políticos de oficio- se promocionan con uno o dos lemas, el actor emergente ha traído consigo todo un repertorio de eslóganes y dichos que, en menos de veinticuatro horas de haber entrado en la contienda pre-electoral, ya son estribillos que repiten casi todos los venezolanos. Por qué se postula y para qué son preguntas indisociables de otras como por qué ha logrado tanta y tan inmediata receptividad su candidatura, qué espera el elector de un candidato como él, por qué parece haber eclipsado a todos los demás... Hasta hace unas pocas semanas, Teodoro Petkoff punteaba en las encuestas como el favorito de los sectores de oposición, incluso de aquellos que no confían plenamente en él o que albergan dudas acerca de su talante democrático, puesto que él representa, en opinión de muchos, la opción, más que política, electoral, para enfrentar a Chávez, y que algunos expresan aduciendo que el hecho de apoyarlo "no significa que votaré por Petkoff, sino que votaré en contra de Chávez". Apenas Manuel Rosales se postuló como precandidato y se inscribió para las elecciones primarias, la balanza se inclinó a su favor, al punto que muchos de los que pensaban apoyar a Teodoro Petkoff cambiaron su preferencia por éste, aun cuando en el pasado apoyara a Chávez, pero según algunos "ninguno de los que se han postulado gustan, pero Rosales es el que disgusta menos". Ahora Benjamín Rausseo -¿o es Er Conde del Guácharo?- parece haber captado casi todo el respaldo de los sectores de la oposición y hasta de algunos sectores del chavismo que se sienten marginados, utilizados o desencantados del gobierno que eligieron, y para quienes Benjamín Er Conde "es mi peor es nada". ¿Cómo hay que interpretar estas adhesiones efímeras, volubles e inconsistentes? ¿Cómo otorgar credibilidad a las encuestas o qué margen de error es posible estimar en ellas si las tendencias son de tal volatilidad? ¿Con qué criterio decide cada elector por quién votar? ¿En qué piensan cuando votan? Dada la suspicacia que produce Petkoff en algunas personas, o la duda que despierta Rosales por su antecedente chavista, o la popularidad del outsider, uno está obligado a preguntarse ¿a quién están apoyando quienes les apoyan: a Petkoff el ex-socialista o al crítico de Chávez, a Rosales el ex-chavista o al buen Gobernador, al ciudadano Benjamín Rausseo o al personaje Er Conde del Guácharo? Debo decir que sostengo una teoría sobre los criterios de elección de los venezolanos, que no es el caso explicarla en esta ocasión, pero que deduzco de nuestra volubilidad ideológica y de nuestra propensión a lo que denomino "all easy and fast" (todo fácil y rápido), y que se patentiza en el hecho recurrente de que, en vez de pensar el voto atendiendo a las propuestas, más bien sentimos al candidato según nos agrade o no. Esta forma de entender la política y de asumir la responsabilidad del sufragio nos ha vuelto electoralmente emocionales y políticamente irracionales. Por nuestro propio bienestar y el del país, deberíamos saber que, en política, apostar por el mal menor de entre los peores es un acto desesperado, pero hacerlo por mera simpatía hacia la persona en lugar de porque sus ideas y propuestas nos parecen razonables, viables y buenas, es un error que se paga caro y con amargura.
En el marco del Seminario Ideológico Internacional "El socialismo científico" que se celebra actualmente en Caracas, han surgido ciertas posiciones que merece la pena destacar, una de ellas de carácter conceptual y la otra con visos formativos, todo esto en torno a la propuesta promovida por Hugo Chávez de lo que él denomina "Socialismo del siglo XXI".
La primera, que pretende justificar el fracaso del modelo socialista en los países que durante casi medio siglo lo adoptaron con penosos resultados, ha sido emitida por el Secretario General del PCV, Oscar Figuera: "No fue el socialismo lo que fracasó en el siglo XX sino la ausencia de lo que él significa..., en ninguna parte los clásicos plantearon que todos los bienes deban ser del Estado. Sólo los medios fundamentales". (Diario Ultimas Noticias, 19/07/06, p.16)
La segunda, que afirma el objetivo del gobierno venezolano de formar a los jóvenes universitarios en el ideario socialista propuesto por la "revolución bolivariana", según lo expresa Andrés Eloy Ruíz, Rector de la UBV: "Las universidades deben ser espacios abiertos para la discusión del socialismo del siglo XXI". (Diario El Universal, 19/07/06, p. I-8)
Lo que cada quien entiende
Es comprensible que en una sociedad como la venezolana, en la que las diferencias entre ricos y pobres estuvieron durante décadas aplacadas por la existencia y preeminencia de una clase media trabajadora, proactiva, generadora de recursos humanos, intelectuales, materiales y económicos, promotora de la iniciativa privada y portaestandarte principal del ejercicio de la libertad individual, el tema de las ideologías sea, a estas alturas, algo que crea dudas y temores. Quienes saben que el sustento en la vida se gana trabajando, poco dispuestos están a emplear parte de su tiempo en estudiar, analizar y debatir las teorías políticas y económicas de Locke, Tocqueville, Constant, Proudhon, Fourier, Owen, Smith, Marx, Fichte, Keynes o Hayek. Estos asuntos los dejan en manos de los que a estos menesteres se dedican. La mayoría de las personas se conforma con saber que existen unas "ideas" que encajan en los "títulos" de socialismo, comunismo y liberalismo, pero no tienen tiempo o interés en profundizar acerca de aquéllas. El resultado es que de unas y otras sólo conocen la definición "popular", generalmente, difundida de manera un tanto distorsionada. Se confunde "socialismo" con "comunismo" y se les entiende como sinónimos. Igual se piensa que el liberalismo es la expresión política del capitalismo y el antecedente histórico del neoliberalismo. En una reciente encuesta de calle realizada de manera informal por un canal de televisión y con resultados no vinculantes desde el punto de vista estadístico, la periodista Carla Angola formulaba la siguiente pregunta: ¿Sabe Ud. qué es el socialismo? De poco más de media docena de encuestados, algunos declararon no saber, otros contestaron evasivamente y apenas dos personas se aproximaron a la respuesta correcta. Sin embargo, uno de los encuestados contestó, sonriente, más o menos en los siguientes términos: "Es algo bueno porque ayuda a los pobres". Las personas tienen sus propias ideas acerca de algunas ideas, especialmente en cuestiones políticas, quizá porque se trata de temas abiertos en los que nadie nunca -afortunadamente- ha podido decir la última palabra. El problema, no obstante, se plantea de acuerdo con un esquema al parecer distinto del que ha propuesto Hugo Chávez para su "socialismo del siglo XXI". Mientras éste intenta convencer a la gente de la importancia de lo humano sobre lo económico, la gente sigue convencida de lo contrario, aun cuando consideren acertada dicha afirmación, pero únicamente en el plano teórico. En el plano práctico, la ideología, ya sea socialista, comunista o liberal, sólo es útil en la medida en que comporte beneficios económicos.
Lo que parece ser El comunismo
Los primeros vestigios del comunismo surgen de las ideas de Platón contenidas en La República o el Estado, según la cual la propiedad privada es fuente de egoísmo como la riqueza lo es de la corrupción, especialmente pública. Todas las demás teorías comunistas que se han desarrollado con posterioridad tienen su origen en el comunismo platónico. La riqueza es dañina y deriva en inmoralidad, por tanto hay que ponerla al margen del Estado y de la sociedad. Solamente los medios de producción pueden ser privados, mientras se establecen las bases y los mecanismos adecuados para la estatización del aparato productor, porque "Lo que caracteriza al comunismo no es la abolición de la propiedad sin más, sino la abolición de la propiedad burguesa. (...) En este sentido, los comunistas pueden resumir su teoría en esta única expresión: supresión de la propiedad privada". (Marx, K.: Manifiesto comunista, Alianza Editorial, Madrid, 2004, p.59) El consumo de los bienes es común, por cuanto se intenta impedir que unas personas consuman más que otras. De ahí que el principio dominante sea el de fraternidad (obligatoria), según el cual todo debe ser compartido con todos, a los fines de erradicar toda desigualdad económica. La sociedad en la que rige el sistema comunista es -o debe ser- fundamentalmente ascética, conducirse conforme con la rígida disciplina que impone la austeridad y la mediocridad como formas de vida. Los comunistas no tienen intereses propios, sino colectivos, entendiendo por tales los intereses de todo el proletariado. Esto, desde luego, excluye los intereses de los sectores no proletarios. El comunismo anula la individualidad y suprime la libertad individual. "Se trata, efectivamente, de la supresión de la personalidad, independencia y libertad burguesas" (Idem, p.61)El comunismo aboga por la supresión del Estado.
El socialismo
La palabra socialismo fue acuñada en Inglaterra en 1835. Y, a diferencia del comunismo, se deriva, junto con el economismo, de una misma fuente, pero se expresan de maneras distintas. Mientras el comunismo se plantea objetivos en el presente, el socialismo está orientado hacia el futuro. El comunismo es acción, y el socialismo, un ideal. El comunismo pretende ser una ciencia, en tanto el socialismo es un hecho social y, en ese sentido, objeto de la ciencia. El comunismo persigue la estatización de los medios de producción; el socialismo se propone socializarlos, es decir, incorporar las funciones industriales y comerciales a las funciones de la sociedad, pero a través del Estado, lo que viene a desembocar en una estatización de la economía. Por cuanto el socialismo surge del individualismo revolucionario, considera que el aspecto económico es prioritario con respecto incluso al Estado, de ahí que no persiga la supresión de éste, sino llegar a convertirlo en el centro de la actividad económica. El socialismo impone un sistema de organización de la sociedad bajo la dirección de un único ente rector -el Estado- que dirige, ordena, controla, vigila y distribuye todos los sectores de la sociedad y a sus individuos. El sistema socialista concentra y centraliza la actividad económica tanto del Estado como de los particulares. El socialismo se ha denominado "filosofía económica de las clases que sufren" porque su principal finalidad consiste en mejorar las condiciones de vida de los individuos menos favorecidos, procurando la disminución de desigualdades especialmente en el ámbito de las relaciones económicas. Por lo tanto, entre sus funciones está regular la economía, moderar el poder de los capitalistas y, progresivamente, lograr la desaparición de éstos mediante su incorporación al sector de los trabajadores comunes. El capital pasa de los particulares a la sociedad, pero representada ésta en la figura suprema del Estado como órgano planificador. Entre las características de ambas doctrinas, encontramos que el núcleo ideológico radica esencialmente en el aspecto económico. El comunismo lo plantea -con palabras de Marx- con base en la "lucha de clases" y en la idea de que "el capital es un poder social" que no debe estar en manos de los particulares, sino del colectivo proletario. El socialismo, por su parte, sostiene que el capital es un poder económico en sí mismo que debe concentrarse en el Estado para que éste planifique todas las actividades comerciales e industriales y sea el que distribuya los beneficios y las cargas entre los individuos, de acuerdo con los principios de igualdad y justicia social. En realidad, el socialismo lo que hace es matizar la estatización del aparato productivo empleando el eufemismo de socialización, pero el fin no es distinto de aquel que persigue el comunismo: concentrar toda la actividad económica en el Estado. Como tampoco es distinto el medio para lograrlo, que no es otro que la negación de la libertad individual y, por consiguiente, la libertad económica. Este somero análisis de las diferencias entre comunismo y socialismo pone en evidencia que, tanto para los primeros promotores de ambas corrientes ideológicas como para sus actuales defensores, el fin último de sus esfuerzos por aplicar cualesquiera de estos sistemas es incorporar todos los bienes de producción al Estado y, si no abolir, al menos reducir al mínimo necesario los bienes susceptibles de ser propiedad privada de los individuos. El patrimonio personal quedaría así circunscrito a cosas tan elementales para la supervivencia como las prendas de vestir, los utensilios de cocina y limpieza, los artículos para la higiene personal y quizá un número limitado de libros, discos y retratos.
El socialismo en las aulas
El objetivo del gobierno de impartir el "socialismo del siglo XXI" como cátedra en las universidades del país sería admisible si, al mismo tiempo, el nuevo pénsum de estudios incluyera el liberalismo y las demás teorías políticas como materias. Pero en vista de que el interés por promover las ideas socialistas en su versión bolivariana y en el contexto de la revolución homónima es, sin lugar a dudas, encaminar a los jóvenes estudiantes hacia una concepción determinada de la política, con fines bien específicos, es de suponer que el programa de dicha asignatura ha sido diseñado no tanto para el conocimiento como para la acción, eventual y efectiva, en ciertos escenarios ya previstos y de acuerdo con unas precisas directrices.
Conclusión
A modo de conclusión, se harán las siguientes recomendaciones, dirigidas especialmente a los compatriotas venezolanos: deben saber que nuestros derechos y libertades están consagrados y garantizados en la Constitución nacional; que para ejercerlos adecuadamente conviene tener alguna claridad sobre los valores y principios en los que se sustentan, a saber: libertad, justicia, igualdad, solidaridad, democracia, responsabilidad social, preeminencia de los derechos humanos, ética y pluralismo político; que para decidir acerca de una cuestión cualquiera capaz de afectar, positiva o negativamente, estos derechos, libertades y deberes debemos conocer el anverso y el reverso de dicha cuestión; que las ideologías se cuestionan, se discuten, se apoyan o se rechazan, se asumen con convicción o se adoptan por obligación o necesidad, se atacan o se defienden, pero cuando se intenta aplicar una determinada ideología para ejecutarla como plan de vida que rija todos nuestros actos e incluso justifique nuestras omisiones, hay que saber de ella y de sus opuestos tanto como sea posible para evitar cometer más errores de los que estamos dispuestos a asumir responsablemente.
Las sociedades, si no se estancan, evolucionan o involucionan. En Venezuela se han dado los tres fenómenos en épocas distintas y en distintos planos. La evolución empezó cuando fue derrocada la dictadura militar del Gral. Marcos Pérez Jiménez en el año 1958 y entramos en la era democrática. El estancamiento se produjo cuando fuimos indiferentes al hecho de que la alternancia del poder entre dos partidos dominantes no supuso, en realidad, cambios de fondo, sino apenas de forma. Las doctrinas diferían en los adjetivos: socialdemocracia y democracia cristiana, mas no en lo sustantivo, que habría sido comprobar que cualesquiera de ellos lo hacía mejor que el otro porque impulsaba el proceso evolutivo nacional. Hace casi ocho años el país decidió dar un triple salto al elegir la opción, para entonces aún indefinida -al menos, expresamente- del chavismobolivariano, encarnada en una revolución desbordante de toda clase de adjetivos. El salto ha sido hacia atrás, y ahora estamos en plena involución. No obstante, las filiales internacionales del holding socialista-comunista se reunen en Caracas para revisar su ejercicio político y hallar el modo de llenar de contenido esa nueva franquicia denominada "socialismo del siglo XXI".
Esta es una nueva sección de La pluma liberal, en la que aparecerán transcritos textualmente algunos párrafos de obras cuyos autores han dedicado, a través de todas las épocas y en las diversas sociedades, su talento y su pluma a exaltar, defender y divulgar las ideas de libertad y justicia.
Citas para la reflexión se estrena con un extracto de Sobre la libertad, probablemente la obra más importante del pensador inglés John Stuart Mill (1806-1873), presentada bajo el título "¿En qué consiste la tiranía de la mayoría?".
"(...); el pueblo que ejerce el poder no es siempre el mismo pueblo sobre el cual es ejercido; y el "gobierno de sí mismo" del que tanto se habla, no es el gobierno de cada uno por sí, sino el gobierno de cada uno por todos los demás. Además la voluntad del pueblo significa, prácticamente, la voluntad de la porción más numerosa o más activa del pueblo; de la mayoría o de aquellos que logran hacerse aceptar como tal; el pueblo, por consiguiente, puede desear oprimir a una parte de sí mismo, y las precauciones son tan inútiles contra esto como contra cualquier otro abuso del Poder.
(...) Como las demás tiranías, esta de la mayoría fue al principio temida, y lo es todavía vulgarmente, cuando obra, sobre todo, por medio de actos de las autoridades públicas. Pero las personas reflexivas se dieron cuenta de que cuando es la sociedad misma el tirano -la sociedad colectivamente, respecto de los individuos aislados que la componen- sus medios de tiranizar no están limitados a los actos que puede realizar por medio de sus funcionarios políticos. La sociedad puede ejecutar, y ejecuta, sus propios decretos; y si dicta malos decretos, en vez de buenos, o si los dicta a propósito de cosas en las que no debería mezclarse, ejerce una tiranía social más formidable que muchas de las opresiones políticas, ya que si bien, de ordinario, no tiene a su servicio penas tan graves, deja menos medios de escapar a ella, pues penetra mucho más en los detalles de la vida y llega a encadenar el alma. Por eso no basta la protección contra la tiranía del magistrado. Se necesita también protección contra la tiranía de la opinión y sentimiento prevalecientes; contra la tendencia de la sociedad a imponer, por medios distintos de las penas civiles, sus propias ideas y prácticas como reglas de conducta a aquellos que disienten de ellas y, si fuera posible, a impedir la formación de individualidades originales y a obligar a todos los caracteres a moldearse sobre el suyo propio".
(MILL, John Stuart: Sobre la libertad, 16ª ed., Alianza Editorial, Madrid, 2001, pp.61-62.)
La desgracia de los pueblos es que no aprenden de las experiencias históricas. La indiferencia o el desinterés en lecciones de la Historia se observa con mayor claridad en los países menos desarrollados, por ejemplo, los de América Latina. Me ocuparé, sin embargo, de hacer el parangón con respecto a Venezuela, entre otras razones, porque... su gobierno presenta en la actualidad unas características que obligan a reflexionar, más que en las causas, en los efectos y consecuencias de una determinada concepción política e incluso filosófica acerca del Estado.
Es bien sabido que la II Guerra Mundial (1939-1945) dejó a casi toda Europa en escombros, llenó de prisioneros los trenes y sembró de cadávares los campos. Un hombre, un solo hombre, logró que una nación entera asumiera sus ideas como un dogma de fe, obedeciera sus órdenes y asimilara su persona a la de un ser supremo. Su poder se extendió más allá de las fronteras alemanas, en un afán de conquista, depuración y dominio bajo la égida del nacionalsocialismo. Ese hombre fue Adolf Hitler.
En el libro Mi lucha (Editorial Epoca, México D.F., 1984)que escribió durante su presidio en Lansberg en 1924 -un híbrido entre autobiografía, fundamento ideológico y programa político-, el futuro Führer expresa su percepción de la sociedad: "La masa del pueblo es incapaz de distinguir dónde acaba la injusticia de los demás y dónde comieza la suya propia. La gran mayoría del pueblo es, por naturaleza y criterio, de índole tan femenina, que su modo de pensar y obrar se subordina más a la sensibilidad anímica que a la reflexión".(1984:76)
Por esta extrema sensibilidad que descarta todo viso de razón, ya sea por limitaciones naturales o por pereza mental, el autor sostiene que "El Estado tiene por lo tanto la obligación de controlar su educación y oponerse al abuso".(1984:100) Se refiere, desde luego, al abuso de "pésimos educadores, ignorantes o incluso mal intencionados" que pudieran influir inconvenientemente, entre otras cosas, en las decisiones electorales de "la masa [que] decide situaciones..., precisamente el grupo más numeroso...: un hato de ingenuos y de crédulos".(1984:100)
Pero no basta con que el Estado subordine la enseñanza a sus propios ideales, objetivos y fines, el autor afirma que es preciso, además, controlar a los medios de comunicación: "La prensa, ante todo, debe ser objeto de una estricta vigilancia, porque la influencia que ejerce sobre esas gentes es la más eficaz y penetrante de todas... Jamás debe el Estado dejarse sugestionar por la cháchara de la llamada libertad de prensa. Rigurosamente y sin contemplaciones el Estado tiene que asegurarse de este poderoso medio de la educación popular y ponerlo al servicio de la nación".(1984:100)
En materia laboral, Hitler, convencido de la importancia de ejercitar el cuerpo más que la mente, desdeña el trabajo intelectual concentrado en círculos "tan exclusivistas y... tan esclerosados que han perdido todo contacto vivo con las clases inferiores". (1984:160) En su lugar, exalta las mayores ventajas que supone para la comunidad el desempeño fabril de obreros, artesanos y técnicos, pues redunda mucho más en beneficio de la comunidad.
Hitler dejó claramente establecida en su libro toda una serie de aspectos esenciales en la vida social, económica y cultural, como el matrimonio, que según él debe tender únicamente a la procreación de seres material y moralmente sanos, a cuyos fines el Estado debe dedicar los recursos más modernos a este servicio, o como la situación de las personas física o mentalmente discapacitadas, las que, para impedir que sigan "transmitiendo por herencia sus defectos" deben ser declaradas inaptas para la procreación y sometidas "al tratamiento práctico".(1984:148) Desde luego, a estas alturas de la Historia, el mundo sabe muy bien en qué consistió ese "tratamiento práctico".
En el ámbito político, el Capítulo V contiene su visión de lo que es -o debe ser- el Estado nacionalsocialista, basada fundamentalmente en el principio de selección de los más fuertes y mejor dotados, en una concepción fundada en "la idea de la personalidad y no en la mayoría". (1984:165) Dicho de otro modo, la ideología nacionalsocialista establece el culto a la personalidad y se aleja hacia el extremo opuesto de la democracia y el consenso.
Es de suprema importancia considerar este aspecto para comprender el análisis comparativo que me he propuesto desarrollar. Bastarán unas pocas expresiones sobradamente esclarecedoras del problema que hoy en día distorsiona el estado de la democracia venezolana y que, como se verá más adelante, justifica el título de este ensayo.
El culto a la personalidad tiene su razón de ser, en primer lugar, en que de acuerdo con el principio de selección, son siempre menos los "elegidos" y, en segundo lugar, en la necesidad de dejar actuar a los más capaces, indefectiblemente una minoría, en representación de los más numerosos que, por su misma condición, están llamados a obedecer. Si una comunidad ha entendido esto, entonces "... deberá encarnar la aspiración de colocar cabezas por encima de la masa y hacer que, consiguientemente, ésta se subordine a aquéllas". (1984:167)
Una vez mentalizado el pueblo acerca de tal exigencia, convencido hasta la médula de sus limitaciones racionales, morales y culturales, así como de su pertenencia a un sector de la sociedad que debe, por su propio bien, ser conducido hacia donde mejor les conviene, según el criterio de los "elegidos", no le queda otra que rendir culto y jurar fidelidad a éstos. Pues es la misión del Estado nacionalsocialista "velar por el bienestar de sus ciudadanos reconociendo, en todos los aspectos, la significación que encarna la personalidad...". (1984:168)
Es por ello que para Hitler -y para otros muchos que en el mundo han sido y son personalistas por naturaleza y convicción-, "la mejor constitución política de un Estado y su forma de gobierno, es aquella que con la seguridad más natural lleva a situaciones de importancia preponderante en influencia directora, a los más calificados elementos de la comunidad nacional". (Ibidem)
Sólo una definición como ésta acerca de las funciones y fines del Estado puede hacer comprensible la siguiente afirmación: "Desaparecen las decisiones por mayoría y sólo existe la personalidad responsable". (Ibidem) [Negrillas adrede]
Esto explica, también, el rechazo a la sociedad organizada al margen de la estructura del Estado, y la indispensabilidad de controlar y dirigir todas las formas de asociación, especialmente los sindicatos.
Con respecto a las organizaciones políticas, Hitler sostiene: "Los partidos políticos se prestan a compromisos; las concepciones ideológicas jamás. Los partidos políticos cuentan con competidores; las concepciones ideológicas suponen y proclaman su infalibilidad". (1984:171)
Aunque en este trabajo hemos abordado apenas unos cuantos de los muchos tópicos que aparecen delineados en el "catecismo político" hitleriano, sirven, sin embargo, al propósito de demostrar las muy preocupantes similitudes entre la ideología nacionalsocialista de Adolf Hitler y la ideología nacionalsocialista de Hugo Chávez.
Indistintamente del contexto histórico-filosófico en el que el actual gobernante venezolano pretende enmarcar su programa de ideologización de las masas, desarrollo "endógeno" integral y expansión mundial, promoviendo, simultáneamente, el anti-imperialismo norteamericano y el neoimperialismo latinoamericano, encarnado, por supuesto, en su persona, se trata sin duda de un proyecto que amenaza con cercenar la libertad de los venezolanos, como de hecho ha estado ocurriendo desde el año 2002.
A nivel internacional suele comentarse que en Venezuela, si bien el Estado de derecho es bastante cuestionable, dada la fusión o confusión funcional de los poderes públicos, así como la persecución y privación de libertad contra varios comunicadores sociales y dirigentes sindicales y políticos, se mantiene, no obstante, un espacio suficientemente amplio para la libertad de expresión e información. Arguyen, en este sentido, que los canales privados de radio, prensa y televisión transmiten programas en los que tanto periodistas como oyentes, lectores y televidentes manifiestan públicamente sus opiniones y críticas sobre el gobierno.
Lo que parece no advertir la observación internacional es que la supuesta amplitud de ese espacio se va reduciendo cada día más, gracias a la intervención estatal mediante una serie de medidas, especialmente fiscales y morales, que presionan la actividad económica y el libre ejercicio profesional de los medios de comunicación.
Comoquiera que sea, lo que interesa destacar es el riesgo inminente en que se hallan la libertad y los derechos fundamentales de los venezolanos, ante la insistencia del gobierno actual en hacer del culto a la personalidad del líder un dogma de fe para las masas populares. Esto conllevaría directamente a un sistema totalitarista en el cual todos los aspectos de la vida pública y privada de los venezolanos serían vigilados, controlados, determinados y dirigidos por la voluntad de un solo hombre. Este hombre es Hugo Chávez.