02 agosto 2006

La quimera socialista cubana (II)

Viajé a Cuba en abril de 1999. Fui a buscar la revolución, la última y la más próxima en el tiempo y el espacio. Fue como ir en busca de todas las revoluciones, francesa, bolchevique, china, irlandesa..., porque todas las revoluciones se parecen. Tenía la certeza de que en cuanto llegase a la Isla sería capaz de reconocer en ella la calva de Lenin, los mofletes de Mao, las gafas de Fidel, la boina del Ché, la sonrisa de Camilo, que encontraría a Hemingway bebiendo en La Bodeguita del Medio y a García Márquez buscando un Macondo en Matanzas.
La revolución es una tentación que sólo atrae desde la adolescencia. No conozco a nadie que se haya vuelto revolucionario después de grande. La revolución nace con los primeros sueños, sobre todo cuando lo que se quiere es cambiar el mundo. Y al mundo no lo cambian quienes están conformes con lo que hay, sino quienes se sienten desubicados e inconformes. Un error es creer que son esas las únicas condiciones necesarias para ser revolucionario. Otro error es creer que los revolucionarios sólo pueden ser socialistas o comunistas. Pero de esto último me percaté mucho -pero mucho- más tarde.
Antes de que tal cosa ocurriera, yo viví mi adolescencia entre la poesía de Neruda y la historia de la revolución bolchevique, usaba una franela dos tallas más grandes con el enorme rostro del Ché, garabateaba versos debajo de una escalera y reorganizaba el mundo a mi manera, es decir, a la manera del socialismo de librito, en un cuaderno cuadriculado.
Así que mientras iba en el avión, llevaba conmigo Los versos del capitán y releía: "En plena guerra te llevó la vida a ser el amor del soldado/...Ven acá, vagabunda, ven a beber sobre mi pecho rojo rocío/No querías saber dónde andabas, eras la compañera de baile, no tenías partido ni patria/Y ahora a mi lado caminando ves que conmigo va la vida y que detrás está la muerte/...Tienes que andar sobre las espinas dejando gotitas de sangre/Bésame de nuevo, querida./Limpia ese fusil, camarada".
Cuando salí del aereopuerto José Martí hacia la ciudad de La Habana era la 1:30 de la madrugada. Mi primera impresión fue lo que pude ver a través de la ventana del autopullman, en medio de la penumbra apenas iluminada por las altas farolas: una larga y desierta avenida sin baches, y, a ambos lados de ésta, galpones abandonados, completamente en ruinas, con los cristales rotos, sin puertas ni techos. Sentí por un instante la necesidad de subir nuevamente al avión. ¿Qué carajo pasó aquí?, me preguntaba una y otra vez.
Me hospedé en el hotel Habana Trip Libre en el barrio de El Vedado. Una habitación amplia con dos camas y un cuarto de baño recién remodelado. Una ancha cortina de tonos pasteles cubría el gran ventanal detrás del cual yo suponía estaba el mar. Preferí posponer la vista para la mañana siguiente. Quería contemplarlo todo a la luz del día, bajo el radiante sol tropical que me permitiera absorber los más bellos colores de la Isla.
Había también un televisor a color. Encendí el aparato y aparecieron, canal tras canal, imágenes en blanco y negro de una película soviética, de Fidel Castro recorriendo un mercado, de un documental sobre la naturaleza, de otro documental sobre geografía, de otro documental sobre literatura, de Fidel Castro visitando un hospital... Apagué el televisor, me di una ducha (me enjaboné con un jaboncito suizo) y subí al último piso del hotel donde algunas personas bailaban al ritmo de un merengue de Fernando Villalona. La barra estaba inmediatamente después de la entrada, la pista se situaba casi al fondo, justo enfrente de un pequeño escenario. A través del semicírculo abierto del techo se veía un cielo intensamente azul lleno de estrellas. Pedí un cubalibre que me costó $3. Después del primer sorbo me acostumbré a la media luz y pude distinguir las fisonomías de los presentes. Cubanos en guayabera atendiendo la portería, la barra y las mesas. Extranjeros con guayaberas exóticas y vestidos camiseros divirtiéndose a sus anchas, con servicio de botellas de ron, whisky y vodka en las mesas, como en cualquier discoteca del mundo. ¿Realmente estaba en Cuba?
Al día siguiente me desperté como a las nueve de la mañana y lo primero que pensé fue en correr las cortinas para mirar a través del ventanal. Guardaba desde hacía años una postal de La Habana que encontré dentro de un libro en la biblioteca de mi colegio, cuando estudiaba bachillerato. La postal era en blanco y negro, pero mostraba un paisaje hermoso de la ciudad con el mar al fondo. Estaba segura que al correr las cortinas vería algo similar a esa postal. Cerré los ojos y retiré la cortina despacio, pensando que estaba justo en el lugar donde cuarenta años atrás había ocurrido una revolución que todavía era una inspiración para gentes y pueblos, que aún marcaba una tendencia, que aún levantaba ronchas, que esto y aquello y lo de más allá...
Pero, cuando abrí los ojos, más allá todo era gris. El cielo estaba encapotado, el mar era una inmensidad azul encanecida y solitaria, las terrazas estaban llenas de cosas viejas, desde sillas rotas, cajas vacías, esqueletos de bicicleta, hasta bolsas curtidas, las paredes de los edificios se veían descascaradas, despintadas, curtidas, parecían desmoronarse solas. Una maraña de cables surgía sin principio ni fin de los postes de luz, una sucesión de antenas de televisión hechas con ganchos y ventiladores se tambaleaban con la brisa. Parecía un pedazo de pueblo fantasma, abandonado, envejecido, silencioso. No sé cuánto tiempo estuve ahí, mirando aquel escenario y preguntándome qué carajo pasó aquí, qué hizo la revolución.
La prosa de Blas de Otero me sonó ajena como nunca: "Cuando la revolución abre las puertas al pueblo (digamos cuando el pueblo pone en marcha una revolución)... Y sucedió que una de ellas, acaso la más bella y amarga, arrancó los carteles y los monopolios que cubrían sus campos con un sudario amarillo de mil millones de dólares. Exportó a sus explotadores y saludó a los americanos, vocablo liberado también del monopolio del Norte".
¡Bella! Como para discutirlo en alguna cafetería de París. ¡Amarga! Eso lo averiguaría más tarde. El sudario amarillo sí estaba ahí, frente a mis ojos, pero no valía ni siquiera un peso cubano. ¡Americanos! ¡Vocablo liberado! ¿Dónde más lo había oído o leído? Pero lo que era cierto es que la revolución abrió las puertas al pueblo. Sí, yo vi puertas abiertas y ventanas abiertas por donde la gente entraba y salía, pero porque ya no había puertas ni ventanas. Como vi terrazas sucias, paredes mohosas, tejados remendados con cartones, como vi harapos colgados de cuerdas y varillas, secándose al sol. ¿Para eso se hizo la revolución?
Después de escribir, casi al compás de mis pensamientos, media docena de páginas en mi libreta de viaje que luego me costó trabajo descifrar, decidí que era hora de empezar mi recorrido por La Habana. Sentía la necesidad de mirar, de preguntar, de descubrir, de saber más acerca de todo lo que había sucedido desde 1950 hasta entonces. ¿Cómo haría para cubrir cuarenta años en apenas dos semanas? No tenía idea, pero sabía que en cuanto pisara la calle el instinto me conduciría hacia lo que buscaba.

Continuará...


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