07 agosto 2006

La quimera socialista cubana (III)

Un desayuno frugal con dos rebanadas de pan medio agrio y un par de lonjas de queso rancio, jugo de naranja artificial y un café con leche agüado, pasando por alto la falta de mantequilla, pero no los uniformes azules un poco raídos en las mangas que usaban las meseras, ni los zapatos gastados del barman, que contrastaba con el traje azul oscuro, aparentemente nuevo, del esbelto moreno que fungía de portero en el hall del hotel con un enorme bloque de radio en la mano.
Una de las chicas preparaba mi sandwiche y al mismo tiempo conversaba con una de sus compañeras sobre una noche de baile en algún patio detrás de una escuela en la que fulanito le había pedido que se fuera a vivir con él. La muchacha no parecía muy decidida "porque su mamá es una fiera", según dijo. "Bueno, pero si te lo propuso, piénsalo", le sugirió la amiga antes de desaparecer empujando un cubo de basura.
Bajé por la calle de La Rampa hacia el malecón.
De lado a lado había carteles con consignas revolucionarias del tipo "Socialismo o muerte", "Cuba no se vende al imperialismo", "Nuestras armas: la conciencia y las ideas", donde hallé por lo menos media docena de vehículos aparcados. Un tipo de vehículos que nunca había visto más que en fotos. Eran los denominados "bicitaxis", una especie de triciclo construido artesanalmente a partir de una bicicleta, cuya rueda trasera es reemplazada por dos ruedas más grandes sobre las que va instalada una butaca horizontal, tapizada de plásico. Algunos bicitaxis tenían un medio techo. Yo elegí uno descapotable.
Mi bicitaxista se llamaba Daniel, un mulato como de treinta y pocos años, de mediana estatura, con facciones muy finas, nariz romana, cuerpo atlético y una sonrisa blanca de dientes bien alineados. Le pregunté si podía llevarme a donde yo quisiera y me respondió "Depende" desviando su vista hacia otro lado. Entendí que debía ser más sutil. Decidí dar un paseo por los lugares que él decidiera mostrarme, o sea, por donde se hace turismo en la ciudad. Y lo cierto es que valió la pena, porque La Habana es, a pesar de la revolución, una bella ciudad.
Mientras Daniel pedaleaba, yo, más que mirar, tragaba con los ojos cada palmo de calle, edificios, balcones, monumentos, consignas y rostros. Recorrimos un buen trecho a lo largo del Malecón antes de internarnos en el casco histórico. Pero ese trayecto fue impactante: en algunas esquinas, debajo de los edificios envejecidos y arruinados, cantidad de escombros, montículos de escombros, como si la noche anterior hubiesen bombardeado la ciudad y sólo faltara sacar los cadáveres que cualquiera podría presumir se hallaban tapiados bajo los innumerables trozos de bloques, hierros, piedras y basura. ¿Y esos escombros?, pregunté a Daniel. "Es que los edificios se han ido cayendo. Unos se caen solos, otros por los golpes de huracanes". "¿Y desde cuándo están ahí?", insistí. "Desde siempre", contestó mi conductor, mirándome de reojo. Después agregó: "Pero Francia y Canadá están ayudando a restaurar algunos..., como ese, fíjese ahí", y señaló hacia uno como de cinco pisos con un gran andamio y una malla verde en el frente.
Daniel pedaleaba rítmicamente. De vez en cuando hacía comentarios acerca de ciertos sitios, incluyendo aspectos de carácter histórico o bien alguna anécdota siempre relacionada con la revolución. Sus referencias a este hecho indefectiblemente comenzaban o terminaban con la frase "nuestro padre, Fidel".
De La Habana Vieja me impresionó su arquitectura colonial. En ese espacio de la ciudad los inmuebles lucen mejor conservados. Pero los nichos de la Catedral estaban vacíos, porque la revolución mandó a quitar las imágenes de apóstoles y santos cuando prohibió la libertad de cultos, y monjas y curas de diversas congregaciones debieron decidir entre salir de la Isla o aceptar las nuevas condiciones impuestas por el régimen en los años '60.
Aquí la gente no pierde la fe", aseguró Gregoria, una mujer de mediana edad que se me había acercado discretamente, cuando yo tomaba fotografías, para pedirme, en voz muy baja, un jabón. Mi sorpresa fue mayúscula porque habría esperado que la solicitud fuese de dinero o incluso de comida, pero ¡un jabón! "Lo siento, señora, no cargo jabones en el morral". Ella se pasó la mano por los labios indicándome que hablara más bajo. "Disculpe, ¿y un bombón?", insistió, refiriéndose a un chocolate. Hurgué en mi mochila, e imitando su discreción, saqué dos cocosettes que coloqué encima del pretil junto al que estábamos. "¿Usted es católica?", le pregunté. Me dijo que sí, que en su casa tenía las imégenes de la Virgen de la Regla, la de la Caridad del Cobre y la de Yemayá. Me contó que le habían salvado la vida a uno de sus nietos, y me sugirió que visitase la Iglesia de la Caridad del Cobre, Patrona de Cuba.
Al día siguiente, Daniel siguió pedaleando aquel triciclo bajo un sol de justicia que hacía deslizar gruesas líneas de sudor por sus sienes y espalda, goterones que dibujaban mapas en su camiseta color turquesa a medida que avanzábamos por las callejuelas del casco histórico, donde sobresalían balcones de hierro mohosos que daban la impresión de estar a punto de desplomarse, más edificios arruinados por el tiempo, ventanas con los cristales opacos, en su mayoría rotos, romanillas pálidas en las que faltaban tablillas, pero casi todos habitados.
Vi a varias personas en los balcones y a otras asomadas a las ventanas, simplemente mirando hacia la calle. "¿Qué había antes en estos edificios?", le pregunté a Daniel. "Siempre han sido viviendas, pero la mayoría fueron quedando vacías cuando los propietarios se fueron. Entonces nuestro padre Fidel se los dio al pueblo, a los que no tenían dónde vivir". "Pero los que no se fueron, se quedaron en sus casas, ¿no?" Daniel se detuvo un momento y se volvió para responderme: "Sí, los que no se fueron, se quedaron ahí. Mi mamá dice que estos apartamentos eran de los más bonitos de La Habana, porque vivía gente fina". "Pero no toda la gente fina se fue", repliqué. "Bueno, no toda, los que tenían cobres para irse, se fueron. Y en esos de allá -señaló hacia la otra acera- había oficinas de compañías, pero ahora vive gente ahí". "¿Y desde cuándo no pintan aquí?", quise saber. Daniel se sonrió y meneó la cabeza. "Es que estamos en periodo especial, no se puede gastar en esas cosas".
Al viejo pretexto del bloqueo norteamericano -que en realidad es un embargo-, se sumó en los '90 otro denominado periodo especial, eufemismo empleado por Fidel Castro para justificar, una vez más, la carencia de todo en la Isla. Pero en esta oportunidad el periodo especial correspondía a las consecuencias, sobre todo en el ámbito económico, que ha traído para Cuba el rompimiento del bloque socialista soviético, la caída del Muro de Berlín y el reconocimiento definitivo del fracaso del socialismo marxista-leninista. Cuba quedó sin los subsidios que le suministraba la URSS.Un fracaso estrepitoso del cual el dictador cubano ha hecho caso omiso.
Me pregunté si acaso Fidel se paseaba a escondidas por las calles de la ciudad y si se lamentaría de lo que hizo con ella en nombre de la revolución. En lo que hoy son espacios en ruinas, hubo en el pasado establecimientos comerciales en amplios locales y con grandes escaparates. De aquellos negocios decorados, elegantes y concurridos, sólo quedan algunos anuncios de zapaterías, sastrerías, boutiques, jugueterías, tiendas de equipos deportivos, joyerías, más boutiques, más zapaterías... totalmente saqueados y vacíos, llenos de mugre y telarañas, completamente abandonados, empañadas sus vitrinas, desprendidas sus puertas, arrancados hasta los tomacorrientes y bombillos. No me era difícil imaginar una época de dinamismo económico, de movimiento turístico, de intensa actividad comercial.
Ahora apenas había una carnicería con la cava vacía y un hombre de brazos cruzados sobre un taburete, una bodega con dos latas de manteca y un cartón de huevos, un lúgubre y desaseado botiquín donde un hombre entrado en años, arrugas y canas despachaba un trago de ron en un vasito de plástico, una librería con unos pocos cuadernos, una docena o dos de lápices y unas cuantas cartillas de primaria. Hasta uno de los cines tenía el letrero colgando de un tilín y al nombre le faltaban cuatro letras. Las que adiviné fueron hermosas e imponentes columnas, lucían ahora despintadas, sucias, con tajos partidos y agujeros que lo mismo pudieron ser hechos a punta de martillo o de balas. Apoyados en ellas, hombres, mujeres y jóvenes, como si llevaran en esa posición toda la vida, dejaban transcurrir el tiempo mirando a quienes pasaban por la calle, bromeando y charlando. También piropeando.
Vi sus rostros, quemados por el sol, vi sus ropas de colores vivos, mucha lycra y poliéster que marcaban la figura de las mujeres, mucha guayabera blanca y amarilla en los hombres, uno que otro bluejean en los más jóvenes, y pantaloncitos cortos en los niños que corrían sin camisa saltando baches. Pero sobre todo vi sus zapatos. La mayoría usaba cholas viejas, algunas remendadas, o sandalias de plataforma, casi todas gastadas, o zapatos viejos entre los que se colaban algunos pares de zapatillas deportivas de marca, relativamente nuevos, o un par de mocasines blancos. ¿Dónde compran la ropa y los zapatos?", indagué. "Nos dan un par de zapatos cada seis meses, pero uno se resuelve por ahí, ya sabe, si no, no alcanza". Los bermudas marrones de Daniel tenían flecos, porque habían salido de un pantalón largo recortado. Usaba unas cholas negras con las suelas de medio talón gastadas. Y así pedaleaba por el centro de La Habana su triciclo con butaca tapizada de rojo en la que iba yo sentada sin dejar de preguntarme qué carajo pasó aquí.
Seguimos en "el periplo del turista" por el Castillo de la Real Fuerza, la fortaleza más antigua de Cuba, el Puerto de La Habana con sus anécdotas de piratas y corsarios, el Cementerio de Colón, que es también una atracción turística porque sus tumbas y panteones son verdaderas obras de arte, especialmente barroco, y algunos tienen sus propias historias, como una con forma de pirámide cuyo huésped, que era arquitecto, diseñó para que fuese su eterna morada, o como la "tumba del amor" donde descansan los restos del matrimonio Margarita y Modesto.
Fuimos a ver la Plaza de Colón, el Palacio Presidencial -la fachada, claro-, la Plaza de la Revolución, el memorial a Martí con su escamado monolito, la imagen de Ernesto "Ché" Guevara -frente al cual me tomé una fotografía-, el Museo de la Revolución donde se halla expuesto, dentro de un rectángulo de vidrio, el Yate Granma, y otros escenarios de acceso permitido por donde circulaban más triciclos con parejas y grupos de extranjeros abordo que apuntaban con sus cámaras hacia todas partes.
Pero el turismo aquí es capitalismo puro", le dije a Daniel. Él hizo como si no me escuchó.
Cuando nos detuvimos en la famosa Bodeguita del Medio me tomé un mojito cubano y aproveché para conversar brevemente con un señor mayor, parado entre la barra y el biombo de madera con tablillas cruzadas que había en una de las puertas. El lugar estaba a tope de turistas y cubanos. Como pude, me ubiqué ante el mostrador y, a partir de un comentario suyo, empezamos nuestra plática. Al saber que era venezolana, me contó que había estado en Venezuela "cuando mandaba Pérez Jiménez", que había trabajado en una fábrica de vidrios en Puerto Cabello, que las mujeres venezolanas eran bellas, que él se había "ajuntado" con una maracucha "de carácter recio", que había visto una corrida de toros en el Nuevo Circo de Caracas, que se vivía bien en Venezuela, y muchos otros recuerdos que la nostalgia hizo que compartiera conmigo. También me dijo que "lo malo es que tienen mucho petróleo. Eso es lo malo".
Hablaba despacio y bajito, se reía con un jiji como de comiquita. Manoseaba todo el tiempo un habano larguísimo que nunca encendió. Tomaba sorbos cortitos, como si sólo probara la bebida, y constantemente miraba hacia los lados. Más de media hora después, en un tono menos divertido, mencionó a Chávez, recién electo presidente, a quien dijo haber visto un par de veces en La Habana el año anterior. "Ese Chávez es muy amigo de Cuba, le gusta venir aquí". Entonces se quedó callado, como dejándome el turno. Yo preferí referirme a un poema de Nicolás Guillén que, enmarcado en un cuadro, colgaba de una de las paredes del local. El viejo no le dio importancia a mi curiosidad. Quiso saber, en cambio, qué me parecía la Isla y, un poco más tarde, por qué había venido. "Vine a buscar la revolución". Miró hacia la calle, miró hacia el interior del local y llevándose el habano a la boca, preguntó: "¿Y ya la encontró?" Hasta ese momento no me lo había planteado tan a rajatabla. "No sé, como que todavía no", contesté. Le invité a un trago, que aceptó encantado. En el segundo o tercer sorbo le comenté que la Bodeguita estaba llena de turistas, que la mayoría eran europeos, que eso era bueno para la economía cubana, porque la Isla tenía muchos sitios interesantes, pero que no me parecía justo que hubiera discriminación, porque los turistas disfrutaban de todo y de nada los cubanos. "El turismo es un negocio -murmuró-, y en Cuba siempre lo fue". "Pero esta apertura es nueva", acoté. "Cambios en el sistema", dijo. Se metió el habano en el bolsillo de la camisa y escurrió el vaso. Antes de despedirse, repitió: "Cambios en el sistema. Ya verá". Me dio una palmadita en el hombro y se fue.
La frase me sonó a una advertencia.
Regresé al triciclo y continuamos el paseo hacia el barrio chino de La Habana. El sol reventaba sobre la ciudad. El calor era intenso. La negra piel de los hombros y espalda de Daniel brillaba bajo una capa de sudor. Los músculos de sus poderosas piernas se tensaban a ritmo de pedal en una pendiente que cualquier bicicleta normal habría superado sin mayor esfuerzo. Me sentí como una dama china de la novela El palanquín de las lágrimas.
Le propuse a Daniel que me llevara a algún restaurante para almorzar. Le dejé la elección del lugar. Me condujo a un paladar, especie de comedor casero con tres o cuatro mesas a lo sumo y un menú restringido, regentado por personas o familias, que deben pagar al gobierno más de lo que ganan por concepto de impuestos. Le convidé a comer, pero se excusó con una muy buena razón: "No está permitido". Me quedé de una pieza.
El paladar en el que entré tenía tres mesas y doce sillas, lo atendía un hombre alto y delgado llamado Gonzalo, de profesión dramaturgo, cuya esposa, Angela, era la cocinera, aunque había estudiado para ser bibliotecaria. El menú del día presentaba tres opciones: moros y cristianos con huevo, pescado y ensalada, carne de cerdo, boniato y ensalada. Me decidí por los moros y cristianos con huevo, y un refresco cuya marca en mi vida había probado. Pedí el plato de la segunda opción para llevársela a Daniel, que me esperaba con su triciclo en una esquina, tranquilamente sentado hablando con otro colega de oficio. Cuando le extendí la bolsa con comida, dudó antes de tomarla. Inmediatamente me pidió que la llevara en el asiento hasta cuando me dejara en el hotel. "¿Y no tienes hambre? -le pregunté. Llevas todo el día pedaleando". Con una hermosa sonrisa blanca admitió que estaba hambriento, "pero si me ven comiendo pueden llamarme la atención". Cuando llamar la atención equivale a un castigo mucho más severo que un regaño o una multa, nadie en su sano juicio se atreve a correr el riesgo, ni siquiera por hambre.
Me agradeció el gesto y, por primera vez, percibí que empezaba a sentir un poco de confianza. Sucedió cuando me preguntó cómo era la vida en Venezuela. No fue una pregunta trivial formulada por mera curiosidad o cortesía. Había una inquietud en ella, una necesidad de saber algo que quizá él imaginaba, o de corroborar alguna información de la que tenía poca certeza.
"¿Qué quieres saber?" Pensó un instante antes de expresarlo: "¿Se vive bien allá? ¿Se gana dinero?" El trayecto de regreso al hotel lo hicimos a pedal lento, mientras entre ambos fluía un diálogo en el que Daniel hacía las preguntas y yo proveía las respuestas.

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