Son las 5:15 de la mañana de un lunes de trabajo como cualquier otro. En la parada del Metrobús ya hay treinta personas en fila. Todavía está oscuro, pero las calles empiezan a llenarse, poco a poco, de sonidos de motores en marcha. Tomo el primer café del día mientras observo cómo el cielo cambia sus tonos desde el negro cerrado de la noche hacia los matices de un azul todavía indefinido. A las 5:30 en punto el transporte se detiene y los pasajeros, que ya son más de cincuenta, suben y se acomodan. Cuando el largo autobús de color verde arranca, en la parada permanecen siete personas. Para entonces, el techo de la ciudad se ha pintado de azul lila, el Ávila se ha desperezado y yo me sirvo la segunda taza de café, deseando que la tranquilidad del alba se prolongue durante toda la jornada.
No será así, lo sé de sobra. Ya es una rareza que a esta hora algún conductor no haya tocado su bocina, o que algún autobusete no haya pasado por la calle dejando una estela de música a todo volumen. Me conecto a la Internet para dar un vistazo a los diarios digitales. Las noticias me devuelven a la cotidianidad de la que todos quisiéramos huir. "En Venezuela ocurrieron 200 mil asesinatos durante los últimos 14 años". "Van 454 cuerpos ingresados a Bello Monte durante octubre". Todos los ruidos de esta urbe enloquecida no alcanzan a apagar los gritos de dolor e impotencia. No me conformo. Busco una noticia buena, una que sea capaz de opacar con su belleza las fealdades de esta realidad. Consigo algunas en la sección deportiva, pero no son suficientes.
A las 6:35 de la mañana, la luz que iluminó los lienzos de Reverón se desparrama, dorada y tibia, sobre Caracas. En la parada, casi un centenar de personas espera el siguiente Metrobús para ir a sus sitios de trabajo, a sus escuelas y a sus universidades, para hacer las diligencias del día y las colas frente a los supermercados. Miro a toda esa gente y me pregunto si todos volverán ilesos a sus casas esta tarde. Supongo que se habrán encomendado a Dios antes de salir. La fe es lo único que nos queda cuando se vive en el más completo desamparo, pero ni siquiera la fe nos salva de la maldad. "Robaron a feligreses durante una misa en Valencia".
No será así, lo sé de sobra. Ya es una rareza que a esta hora algún conductor no haya tocado su bocina, o que algún autobusete no haya pasado por la calle dejando una estela de música a todo volumen. Me conecto a la Internet para dar un vistazo a los diarios digitales. Las noticias me devuelven a la cotidianidad de la que todos quisiéramos huir. "En Venezuela ocurrieron 200 mil asesinatos durante los últimos 14 años". "Van 454 cuerpos ingresados a Bello Monte durante octubre". Todos los ruidos de esta urbe enloquecida no alcanzan a apagar los gritos de dolor e impotencia. No me conformo. Busco una noticia buena, una que sea capaz de opacar con su belleza las fealdades de esta realidad. Consigo algunas en la sección deportiva, pero no son suficientes.
A las 6:35 de la mañana, la luz que iluminó los lienzos de Reverón se desparrama, dorada y tibia, sobre Caracas. En la parada, casi un centenar de personas espera el siguiente Metrobús para ir a sus sitios de trabajo, a sus escuelas y a sus universidades, para hacer las diligencias del día y las colas frente a los supermercados. Miro a toda esa gente y me pregunto si todos volverán ilesos a sus casas esta tarde. Supongo que se habrán encomendado a Dios antes de salir. La fe es lo único que nos queda cuando se vive en el más completo desamparo, pero ni siquiera la fe nos salva de la maldad. "Robaron a feligreses durante una misa en Valencia".
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