18 junio 2010

El día que conocí a José Saramago


La noticia me golpea apenas despliego la primera página de la prensa digital española. El escritor portugués José Saramago, Premio Nobel de Literatura en 1998, falleció esta madrugada en su casa de Lanzarote. Tenía 87 años y estaba fatalmente enfermo.

Los buenos escritores no deberían morir o, en todo caso, deberían de tener más de una vida. También los poetas, los pintores, los músicos, en fin, los cultores y hacedores de cualquier género artístico que interpretan, reflejan y reiventan la vida a través de sus obras.

Para mi, Saramago es clase aparte. Lo conocí en Madrid, durante una conferencia en la Biblioteca Nacional a la que asistí contra lluvia y viento. Fue en las postrimerías del invierno en 2005. Ese día me fugué de la clase de última hora y salí disparada de la universidad. Una garúa persistente y prolongada entorpecía el tráfico. Un viento malhumorado destruía los paragüas. Un montón de gente llenaba los andenes del Metro en Getafe. El trayecto se me hizo más largo que de costumbre, pero llegué a tiempo para elegir una silla en la cuarta fila del salón donde se realizaría el acto. Para entonces Rosa Regás era la Directora General de la Biblioteca Nacional.

Al cabo de veinte minutos de espera, durante los cuales algunos de los asistentes no hicimos otra cosa que comentar sus libros, Saramago entró acompañado de su esposa, Pilar del Río, y de otras cuatro personas que compartieron la mesa del podio con él. En el salón había tanta gente que muchos tuvieron que permanecer de pie durante toda la charla. Era un hombre alto, delgadísimo y huesudo. Vestía un traje gris y una corbata oscura. Entró moviendo la cabeza como un ventilador en mínima velocidad, mirando alternativamente de un lado al otro del salón. Saludó con una amplia sonrisa en la que sus labios desaparecieron y sus gafas se agrandaron.

Habló un poco de su vida en Portugal, de sus lecturas juveniles mientras trabajaba en diversos oficios. Dijo que aprendió a escribir leyendo a otros autores. Su español tenía un marcado acento portugués y con frecuencia parecía que intercalaba palabras en esta lengua, pero era por la pronunciación. Dijo que escribía en portugués y luego su esposa traducía sus textos. Ella, sentada en la tercera fila, entre el público, le devolvía una mirada cargada de admiración y asentía con cierta timidez. Habló acerca de algunas de sus obras, en particular, de "El evangelio según Jesucristo", "El año de la muerte de Ricardo Reis", "La caverna" y sus "Ensayo sobre la ceguera" y "Ensayo sobre la lucidez". Hizo algunas precisiones respecto de su estilo literario: porqué inserta los diálogos en la narración, porqué casi no usa puntos y aparte, porqué escribe de corrido, porqué en algunas obras -por ejemplo, en Caín- no usa versales para los nombres propios...

Me quedé hasta el último minuto, cuando ya toda la audiencia se había marchado, para saludarle personalmente. Mientras firmaba algunos libros que los asistentes llevaron, conversé unos minutos con su esposa Pilar y fue ella quien nos presentó. "Esta es chica es venezolana", le dijo. Saramago estrechó mi mano y se inclinó para intercambiar un beso en la mejilla. Y antes de que yo le dijera algo, me lanzó la pregunta que, desde 1999, suelen hacernos los extranjeros: "¿Cómo está Chávez?" Debe estar bien, porque sigue en el poder, le contesté. El se rió, echando la cabeza hacia atrás. Y a usted, ¿por qué le agrada un tipo como Chávez?, le pregunté. Me respondió con una generalidad: "Todos los pueblos necesitan una revolución para madurar". Caminamos juntos hasta el hall de la Biblioteca Nacional. Por supuesto, le expresé mi admiración por su talento y su trabajo de escritor. Pero también le manifesté que no compartía en lo absoluto su postura respecto del gobierno de mi país. Como en ese momento no cargaba ningún libro suyo en mi mochila, aceptó estampar su autógrafo en mi libreta de apuntes. Me dio un par de consejos acerca del oficio de escritor y nos despedimos.

Antes de sumergirme en la estación del Metro de Colón, llamé por el celular a mi amigo Gabriel Planas para contarle que acababa de conocer a Saramago. Eran las 9 de la noche en Madrid... y las 3 de la madrugada en Venezuela. Pero a Gabo no le importó que le despertara, porque nadie mejor que él entendía la importancia de este encuentro. Espero que ahora, estando ambos en el mismo sitio, se hagan buenos amigos.


3 comentarios :

  1. Felicidades por el texto Liliana, y un saludo afectuoso, lamentablemente vuelvo a saber de ti a raíz de la muerte de uno de los últimos titanes del siglo XX.


    Rodrigo Suárez Andrade

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  2. Gracias, Rodrigo. No sabíamos el uno del otro desde nuestros tiempos en Madrid, y ahora este viaje de Saramago nos permite reencontrarnos, aunque sea virtualmente. Un abrazo, amigo.

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  3. Hola me ha gustado tú blog.
    Personalmente he de reconocer que tengo prejuicios contra Saramago. Es que dice unas cosas. Eso de "Todos los pueblos necesitan una revolución". Es lo que la izquierda viene diciendo sobre España desde siempre, que España tiene pendiente una revolución burguesa como en Francia, y parece como algo inexorable, ignorando que es una revolución, que para mi es algo como un parentesis en la justicia para ajustar cuentas pendientes.
    Buscaba vo, cuando encontré tú blog, una noticía que escuche en la radio, no se si se produjo en la Onu, o en que organismo, pero al parecer se planteo una resolución a favor del aborto libre, y los organizadores muy ufanos pensaron que podían contar con Rusia, pero se quedaron de piedra al comprobar como Rusia voto en contra. La razón es muy simple, tras decadas de aborto, Rusia pierde medio millón de habitantes cada año, la esperanza de vida a bajado a consecuencia del alcoholismo, y sabe mejor que nadie hacia donde conduce ese tipo de sociedad.
    bueno lo mio no es la sintesís. Te seguire.

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