El socialismo se vende como bueno, aduciendo que el capitalismo es malo, porque éste hace a los hombres egoístas, ambiciosos, consumistas y avaros. Pretende que todos los medios de producción estén en manos del Estado, cuando es un hecho difícil de refutar que en cuanto el Estado pone sus garras en dichos medios, los arruina, desmejora en todos los aspectos la situación laboral de sus trabajadores y condena al pueblo a arrastrarse por la calle de la amargura.
La prosperidad de una nación depende en buena parte del talento, determinación y capacidad de sus ciudadanos para llevar a cabo sus planes particulares de desarrollo tecnológico y progreso económico, cuya repercusión e influencia en la sociedad son inevitables.
History Channel presenta en estos días un documental titulado "Gigantes de la industria" (The Men Who Built America), que narra cómo un pequeñísimo grupo de hombres realizaron sus ideas, amasaron sus fortunas y contribuyeron a la construcción de Estados Unidos de América después de la Guerra de Secesión que tuvo lugar entre 1861 y 1865.
Cornelius Vanderbilt, John D. Rockefeller, Andrew Carnegie y J.P. Morgan fueron capaces de vislumbrar rendijas de luz a través de la oscuridad, de encontrar opciones para surgir en medio de la crisis, de impulsar la economía nacional a partir de su ambición de riqueza, de disparar la industrialización del país y producir cambios favorables en el estilo de vida de los norteamericanos mediante la ejecución de sus objetivos individuales, lo que además incluyó brindar a otros, como los inventores Thomas A. Edison y Nicola Tesla, la oportunidad y los recursos necesarios para demostrar la utilidad de sus innovaciones.
Eran hombres con instinto e inteligencia, una voluntad inquebrantable, una estricta disciplina de trabajo, una seguridad en sí mismos a prueba de obstáculos y de fracasos, y una confianza plena en el honor de la palabra. Eran también -todo hay que decirlo- hombres extremadamente codiciosos, competitivos y audaces; tan poco escrupulosos como bien dispuestos a borrar la línea entre el bien y el mal para defender sus fortunas y alcanzar sus metas; decididos a aplastar a sus rivales con tal de conservar el monopolio de sus empresas; indiferentes a las terribles condiciones laborales de sus trabajadores. En 1865, la regla era que no había reglas, puesto que el país recién despertaba de la pesadilla de la guerra.
Vanderbilt conectó a más de la mitad de la nación mediante su red ferroviaria y construyó la primera estación central de trenes en Nueva York; Rockefeller, gracias a sus refinerías de petróleo que producían primero keroseno y más tarde gasolina, iluminó los hogares de ricos y pobres, y facilitó el funcionamiento de los nuevos motores de combustión interna; Carnegie construyó el primer puente que unió las costas Este y Oeste del país a través del río Mississippi, e impulsó las construcciones de otros puentes, edificios y rascacielos con la industrialización del acero; Morgan electrificó todo el territorio norteamericano al financiar los inventos de Edison y adoptar la corriente alterna de Tesla.
Estos hombres, con sus virtudes y sus vicios, sus aciertos y sus excesos, marcaron el rumbo por donde Estados Unidos se encaminaría para transformarse, en apenas tres décadas, en una potencia mundial. En ese trayecto, legaron voluntariamente a sus compatriotas una parte de su multimillonario patrimonio personal mediante donaciones, subvenciones y fundaciones dedicadas a la salud, la educación, las artes y la investigación científica, que al día de hoy se han multiplicado en provecho también de personas e instituciones de otros países.
En la historia industrial de Venezuela destacan familias exitosas de la talla de los Boulton, los Mendoza Fleury, los Bigott, los Mendoza Goiticoa y los Cisneros, cuyas empresas han destinado, casi desde sus inicios, una parte de sus ingresos a la constitución y apoyo de fundaciones de carácter filantrópico que han redundado en beneficio de muchísimos venezolanos.
La prosperidad de una nación depende en buena parte del talento, determinación y capacidad de sus ciudadanos para llevar a cabo sus planes particulares de desarrollo tecnológico y progreso económico, cuya repercusión e influencia en la sociedad son inevitables.
History Channel presenta en estos días un documental titulado "Gigantes de la industria" (The Men Who Built America), que narra cómo un pequeñísimo grupo de hombres realizaron sus ideas, amasaron sus fortunas y contribuyeron a la construcción de Estados Unidos de América después de la Guerra de Secesión que tuvo lugar entre 1861 y 1865.
Cornelius Vanderbilt, John D. Rockefeller, Andrew Carnegie y J.P. Morgan fueron capaces de vislumbrar rendijas de luz a través de la oscuridad, de encontrar opciones para surgir en medio de la crisis, de impulsar la economía nacional a partir de su ambición de riqueza, de disparar la industrialización del país y producir cambios favorables en el estilo de vida de los norteamericanos mediante la ejecución de sus objetivos individuales, lo que además incluyó brindar a otros, como los inventores Thomas A. Edison y Nicola Tesla, la oportunidad y los recursos necesarios para demostrar la utilidad de sus innovaciones.
Eran hombres con instinto e inteligencia, una voluntad inquebrantable, una estricta disciplina de trabajo, una seguridad en sí mismos a prueba de obstáculos y de fracasos, y una confianza plena en el honor de la palabra. Eran también -todo hay que decirlo- hombres extremadamente codiciosos, competitivos y audaces; tan poco escrupulosos como bien dispuestos a borrar la línea entre el bien y el mal para defender sus fortunas y alcanzar sus metas; decididos a aplastar a sus rivales con tal de conservar el monopolio de sus empresas; indiferentes a las terribles condiciones laborales de sus trabajadores. En 1865, la regla era que no había reglas, puesto que el país recién despertaba de la pesadilla de la guerra.
Vanderbilt conectó a más de la mitad de la nación mediante su red ferroviaria y construyó la primera estación central de trenes en Nueva York; Rockefeller, gracias a sus refinerías de petróleo que producían primero keroseno y más tarde gasolina, iluminó los hogares de ricos y pobres, y facilitó el funcionamiento de los nuevos motores de combustión interna; Carnegie construyó el primer puente que unió las costas Este y Oeste del país a través del río Mississippi, e impulsó las construcciones de otros puentes, edificios y rascacielos con la industrialización del acero; Morgan electrificó todo el territorio norteamericano al financiar los inventos de Edison y adoptar la corriente alterna de Tesla.
Estos hombres, con sus virtudes y sus vicios, sus aciertos y sus excesos, marcaron el rumbo por donde Estados Unidos se encaminaría para transformarse, en apenas tres décadas, en una potencia mundial. En ese trayecto, legaron voluntariamente a sus compatriotas una parte de su multimillonario patrimonio personal mediante donaciones, subvenciones y fundaciones dedicadas a la salud, la educación, las artes y la investigación científica, que al día de hoy se han multiplicado en provecho también de personas e instituciones de otros países.
En la historia industrial de Venezuela destacan familias exitosas de la talla de los Boulton, los Mendoza Fleury, los Bigott, los Mendoza Goiticoa y los Cisneros, cuyas empresas han destinado, casi desde sus inicios, una parte de sus ingresos a la constitución y apoyo de fundaciones de carácter filantrópico que han redundado en beneficio de muchísimos venezolanos.