25 febrero 2015

Venezuela, cárcel y cementerio

Kluivert Roa (Q.E.P.D.)

Qué se puede escribir cuando no es posible describir el dolor y la indignación; cuando el miedo desaparece, aplastado por un sentimiento mucho más invasivo y terrible, que reduce a nada todos los demás sentimientos. La impotencia. Uno no sabe qué hacer con ella, de qué modo expresarla. Uno no encuentra cómo deshacerse de ella para recuperar el aliento, la movilidad, el sentido de orientación. Uno pierde repentinamente los puntos cardinales de la razón y se queda desnudo de saberes, de experiencia, de recuerdos. Desnudas y a la vista del mundo quedan nuestras tripas, revueltas por la angustia, y nuestro corazón, encogido de pena. Uno se queda con el alma en vilo, presa del asombro, de la incredulidad, de una inercia instantánea, sin poder procesar, ni aún con los sentidos, mucho menos con el entendimiento, todas las atrocidades que suceden frente a nosotros. Uno no acepta, en ningún contexto y bajo ningún pretexto, el vil asesinato de un venezolano porque pensaba distinto, porque salió a manifestar su descontento, porque quiso expresar lo que sentía, porque enarboló una bandera, o exhibió una pancarta, o elevó un papagayo. Uno no está preparado para racionalizar la indiferencia y la sangre fría con que esta tarde un policía mató a un adolescente en una calle, en medio de una manifestación. Y como no se acepta, no hay manera de conciliar el sueño, ni de ordenar las ideas sobre la almohada, ni de pedir perdón a Dios por no ser capaz de perdonar un crimen como éste y tantos otros.

Sí, uno ha leído que desgracias de esta clase fueron y son hechos cotidianos en otros países. La Historia del mundo está llena de capítulos negros, porque los hombres, siendo los únicos animales inteligentes y con alma para albergar sentimientos de amor y compasión, somos también los únicos capaces de concebir y ejecutar acciones perversas. Crueles, pues, son todos aquellos que por la fuerza imponen su voluntad, sus ideas y sus creencias a quienes logran dominar, pero uno no se imagina hasta qué extremos están dispuestos a llegar con tal de conseguir sus propósitos.  

En Venezuela ya lo sabemos. Tenemos dieciséis años viviendo y sufriendo el ensañamiento feroz del régimen más violento que ha conocido el país en el último medio siglo. Un régimen signado por la truculencia encarnizada y la intolerancia absoluta, que persigue, acosa, encarcela, tortura y asesina. Uno no se explica de dónde salió esa gente, de cual infecto abismo de esta tierra noble emergió esa horda de seres desalmados que mienten, falsean, corrompen, destruyen, sin respeto por nada ni por nadie.

De esta suerte, el régimen chavista criminaliza el derecho constitucional a la manifestación pacífica; pero además, para justificar sus ejecuciones sumarias y otorgar impunidad a soldados y policías, el militar -otro más- que ocupa y desprestigia el Ministerio de la Defensa ha hecho ley la Resolución 008610 que, contraria a la Constitución, al margen de los tratados internacionales en materia de derechos humanos suscritos por el Estado venezolano y sin el mínimo sentido común, mediante el artículo 22.7 confiere a los funcionarios militares una auténtica licencia para matar.

Y entonces, no cabe más que el horror cuando uno compara la conducta de la Guardia Nacional y de la Policía Nacional Bolivariana con los miembros de Al Qaeda y del Estado Islámico, pues la única diferencia entre unos y otros es el arma que utilizan. Los fundamentalistas musulmanes decapitan con un sable; los soldados y policías venezolanos disparan con fusiles directo a la cabeza.

A lo largo de estos cinco lustros, el socialismo del siglo XXI, que es el mismo comunismo anacrónico y criminal del siglo pasado, estampa en expedientes y epitafios sus iniciales con "S" de saqueador y sanguinario, y con "C" de cárcel y de cementerio.




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