10 enero 2011

El paradigma Vogue y las víctimas de la moda

Parece que en la sociedad actual la infancia y la adolescencia son etapas de la vida contra las que se libra una lucha implacable y peligrosa. Los niños pierden bruscamente la inocencia frente al televisor y a la computadora, de los cuales absorben, como esponjas, todo cuanto ven y escuchan. Aprenden de sus héroes y heroínas, humanos y virtuales, cómo hablar, gesticular, vestirse y comportarse. Quieren ser como ellos. Y sus padres, que por diversas razones (ocupaciones laborales, compromisos sociales, cansancio, o negligencia) delegan en los programas televisivos y en los videojuegos buena parte de la formación de sus hijos sin el mínimo control sobre dichas herramientas, permiten y en muchos casos refuerzan esa imitación, sin ninguna recomendación al respecto.

Pero eso no es todo. Hay padres que persiguen con desesperación el éxito laboral o profesional para satisfacer, además de las necesidades domésticas básicas, otras ambiciones de confort y placer, sacrificando con otras personas y en otros espacios las horas que deberían dedicar a sus hijos en el hogar. Son padres que dan prioridad a la familia en términos materiales más que emocionales, convencidos de que dar cosas es más fácil y apreciado que dar consejos y cariño. Los chamos, que nacen con el chip de la manipulación hiperdesarrollado, se aprovechan del sentimiento de culpa de los padres para fortalecer sus exigencias personales, lo que equivocadamente se entiende como que están dispuestos a subsanar sus carencias con caprichos, cuando en realidad de ningún modo se sienten compensados.

El entorno justifica la construcción de estos sucedáneos del amor y la comunicación, pero asimismo modifica los valores. En la actualidad, las familias se desenvuelven en diversos estratos de sociedades altamente competitivas en todos los aspectos. Uno de los cuales tiene que ver con la apariencia personal. La búsqueda de la perfección anatómica, la dependencia casi adictiva de la moda, la imitación al calco de los iconos de pasarela, la importancia exagerada que conceden a los personajes del espectáculo y del deporte, son factores condicionantes de la personalidad y de un determinado modelo ideal de individuo cuya más admirable cualidad no es la inteligencia, ni la cultura, ni la moralidad, sino la belleza.

El culto, en algunos casos enfermizo, a la belleza arrastra sin contemplaciones a personas de todas las edades, exponiéndolas a situaciones incontrolables hasta la fatalidad, pues, hoy en día, la estima que un individuo tiene de sí mismo depende mucho más de su apariencia que de su esencia. El hombre y la mujer modernos invierten más tiempo y dinero en su aspecto físico que en su aspecto intelectual, si calculamos que media docena de libros cuesta menos que un vestido o unos zapatos de una marca determinada; y que una entrada al teatro o al museo también cuesta menos que un tratamiento cosmetológico; y que la matrícula de un año en alguna universidad privada cuesta algo menos que una cirugía plástica.

Las referencias dominantes son gente de la farándula: las mujeres quieren parecerse a Angelina Jolie, a Jenniffer López, o a Giselle Bundchen; los hombres quieren parecerse a David Beckham, a Brad Pitt, o a Cristiano Ronaldo. Los niños y los adolescentes crecen en medio del bombardeo mediático de tales influencias en la casa, en la escuela y en la calle, de manera que no tiene nada de raro que también ellos quieran parecerse a Miley Cyrus, a Shakira, o a los Jonas Brothers.

Las imágenes siguientes, aparecidas en la última edición de la revista Vogue París, no dejan lugar a dudas. Niñas de ocho años y medio vestidas, peinadas, maquilladas y posando como top models adultas. ¿Por qué no dejan que los niños sean niños? ¿Por qué se empeñan en enturbiar la inocencia? ¿Acaso esto no es abuso infantil?








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