07 agosto 2006

La quimera socialista cubana (III)

Un desayuno frugal con dos rebanadas de pan medio agrio y un par de lonjas de queso rancio, jugo de naranja artificial y un café con leche agüado, pasando por alto la falta de mantequilla, pero no los uniformes azules un poco raídos en las mangas que usaban las meseras, ni los zapatos gastados del barman, que contrastaba con el traje azul oscuro, aparentemente nuevo, del esbelto moreno que fungía de portero en el hall del hotel con un enorme bloque de radio en la mano.
Una de las chicas preparaba mi sandwiche y al mismo tiempo conversaba con una de sus compañeras sobre una noche de baile en algún patio detrás de una escuela en la que fulanito le había pedido que se fuera a vivir con él. La muchacha no parecía muy decidida "porque su mamá es una fiera", según dijo. "Bueno, pero si te lo propuso, piénsalo", le sugirió la amiga antes de desaparecer empujando un cubo de basura.
Bajé por la calle de La Rampa hacia el malecón.
De lado a lado había carteles con consignas revolucionarias del tipo "Socialismo o muerte", "Cuba no se vende al imperialismo", "Nuestras armas: la conciencia y las ideas", donde hallé por lo menos media docena de vehículos aparcados. Un tipo de vehículos que nunca había visto más que en fotos. Eran los denominados "bicitaxis", una especie de triciclo construido artesanalmente a partir de una bicicleta, cuya rueda trasera es reemplazada por dos ruedas más grandes sobre las que va instalada una butaca horizontal, tapizada de plásico. Algunos bicitaxis tenían un medio techo. Yo elegí uno descapotable.
Mi bicitaxista se llamaba Daniel, un mulato como de treinta y pocos años, de mediana estatura, con facciones muy finas, nariz romana, cuerpo atlético y una sonrisa blanca de dientes bien alineados. Le pregunté si podía llevarme a donde yo quisiera y me respondió "Depende" desviando su vista hacia otro lado. Entendí que debía ser más sutil. Decidí dar un paseo por los lugares que él decidiera mostrarme, o sea, por donde se hace turismo en la ciudad. Y lo cierto es que valió la pena, porque La Habana es, a pesar de la revolución, una bella ciudad.
Mientras Daniel pedaleaba, yo, más que mirar, tragaba con los ojos cada palmo de calle, edificios, balcones, monumentos, consignas y rostros. Recorrimos un buen trecho a lo largo del Malecón antes de internarnos en el casco histórico. Pero ese trayecto fue impactante: en algunas esquinas, debajo de los edificios envejecidos y arruinados, cantidad de escombros, montículos de escombros, como si la noche anterior hubiesen bombardeado la ciudad y sólo faltara sacar los cadáveres que cualquiera podría presumir se hallaban tapiados bajo los innumerables trozos de bloques, hierros, piedras y basura. ¿Y esos escombros?, pregunté a Daniel. "Es que los edificios se han ido cayendo. Unos se caen solos, otros por los golpes de huracanes". "¿Y desde cuándo están ahí?", insistí. "Desde siempre", contestó mi conductor, mirándome de reojo. Después agregó: "Pero Francia y Canadá están ayudando a restaurar algunos..., como ese, fíjese ahí", y señaló hacia uno como de cinco pisos con un gran andamio y una malla verde en el frente.
Daniel pedaleaba rítmicamente. De vez en cuando hacía comentarios acerca de ciertos sitios, incluyendo aspectos de carácter histórico o bien alguna anécdota siempre relacionada con la revolución. Sus referencias a este hecho indefectiblemente comenzaban o terminaban con la frase "nuestro padre, Fidel".
De La Habana Vieja me impresionó su arquitectura colonial. En ese espacio de la ciudad los inmuebles lucen mejor conservados. Pero los nichos de la Catedral estaban vacíos, porque la revolución mandó a quitar las imágenes de apóstoles y santos cuando prohibió la libertad de cultos, y monjas y curas de diversas congregaciones debieron decidir entre salir de la Isla o aceptar las nuevas condiciones impuestas por el régimen en los años '60.
Aquí la gente no pierde la fe", aseguró Gregoria, una mujer de mediana edad que se me había acercado discretamente, cuando yo tomaba fotografías, para pedirme, en voz muy baja, un jabón. Mi sorpresa fue mayúscula porque habría esperado que la solicitud fuese de dinero o incluso de comida, pero ¡un jabón! "Lo siento, señora, no cargo jabones en el morral". Ella se pasó la mano por los labios indicándome que hablara más bajo. "Disculpe, ¿y un bombón?", insistió, refiriéndose a un chocolate. Hurgué en mi mochila, e imitando su discreción, saqué dos cocosettes que coloqué encima del pretil junto al que estábamos. "¿Usted es católica?", le pregunté. Me dijo que sí, que en su casa tenía las imégenes de la Virgen de la Regla, la de la Caridad del Cobre y la de Yemayá. Me contó que le habían salvado la vida a uno de sus nietos, y me sugirió que visitase la Iglesia de la Caridad del Cobre, Patrona de Cuba.
Al día siguiente, Daniel siguió pedaleando aquel triciclo bajo un sol de justicia que hacía deslizar gruesas líneas de sudor por sus sienes y espalda, goterones que dibujaban mapas en su camiseta color turquesa a medida que avanzábamos por las callejuelas del casco histórico, donde sobresalían balcones de hierro mohosos que daban la impresión de estar a punto de desplomarse, más edificios arruinados por el tiempo, ventanas con los cristales opacos, en su mayoría rotos, romanillas pálidas en las que faltaban tablillas, pero casi todos habitados.
Vi a varias personas en los balcones y a otras asomadas a las ventanas, simplemente mirando hacia la calle. "¿Qué había antes en estos edificios?", le pregunté a Daniel. "Siempre han sido viviendas, pero la mayoría fueron quedando vacías cuando los propietarios se fueron. Entonces nuestro padre Fidel se los dio al pueblo, a los que no tenían dónde vivir". "Pero los que no se fueron, se quedaron en sus casas, ¿no?" Daniel se detuvo un momento y se volvió para responderme: "Sí, los que no se fueron, se quedaron ahí. Mi mamá dice que estos apartamentos eran de los más bonitos de La Habana, porque vivía gente fina". "Pero no toda la gente fina se fue", repliqué. "Bueno, no toda, los que tenían cobres para irse, se fueron. Y en esos de allá -señaló hacia la otra acera- había oficinas de compañías, pero ahora vive gente ahí". "¿Y desde cuándo no pintan aquí?", quise saber. Daniel se sonrió y meneó la cabeza. "Es que estamos en periodo especial, no se puede gastar en esas cosas".
Al viejo pretexto del bloqueo norteamericano -que en realidad es un embargo-, se sumó en los '90 otro denominado periodo especial, eufemismo empleado por Fidel Castro para justificar, una vez más, la carencia de todo en la Isla. Pero en esta oportunidad el periodo especial correspondía a las consecuencias, sobre todo en el ámbito económico, que ha traído para Cuba el rompimiento del bloque socialista soviético, la caída del Muro de Berlín y el reconocimiento definitivo del fracaso del socialismo marxista-leninista. Cuba quedó sin los subsidios que le suministraba la URSS.Un fracaso estrepitoso del cual el dictador cubano ha hecho caso omiso.
Me pregunté si acaso Fidel se paseaba a escondidas por las calles de la ciudad y si se lamentaría de lo que hizo con ella en nombre de la revolución. En lo que hoy son espacios en ruinas, hubo en el pasado establecimientos comerciales en amplios locales y con grandes escaparates. De aquellos negocios decorados, elegantes y concurridos, sólo quedan algunos anuncios de zapaterías, sastrerías, boutiques, jugueterías, tiendas de equipos deportivos, joyerías, más boutiques, más zapaterías... totalmente saqueados y vacíos, llenos de mugre y telarañas, completamente abandonados, empañadas sus vitrinas, desprendidas sus puertas, arrancados hasta los tomacorrientes y bombillos. No me era difícil imaginar una época de dinamismo económico, de movimiento turístico, de intensa actividad comercial.
Ahora apenas había una carnicería con la cava vacía y un hombre de brazos cruzados sobre un taburete, una bodega con dos latas de manteca y un cartón de huevos, un lúgubre y desaseado botiquín donde un hombre entrado en años, arrugas y canas despachaba un trago de ron en un vasito de plástico, una librería con unos pocos cuadernos, una docena o dos de lápices y unas cuantas cartillas de primaria. Hasta uno de los cines tenía el letrero colgando de un tilín y al nombre le faltaban cuatro letras. Las que adiviné fueron hermosas e imponentes columnas, lucían ahora despintadas, sucias, con tajos partidos y agujeros que lo mismo pudieron ser hechos a punta de martillo o de balas. Apoyados en ellas, hombres, mujeres y jóvenes, como si llevaran en esa posición toda la vida, dejaban transcurrir el tiempo mirando a quienes pasaban por la calle, bromeando y charlando. También piropeando.
Vi sus rostros, quemados por el sol, vi sus ropas de colores vivos, mucha lycra y poliéster que marcaban la figura de las mujeres, mucha guayabera blanca y amarilla en los hombres, uno que otro bluejean en los más jóvenes, y pantaloncitos cortos en los niños que corrían sin camisa saltando baches. Pero sobre todo vi sus zapatos. La mayoría usaba cholas viejas, algunas remendadas, o sandalias de plataforma, casi todas gastadas, o zapatos viejos entre los que se colaban algunos pares de zapatillas deportivas de marca, relativamente nuevos, o un par de mocasines blancos. ¿Dónde compran la ropa y los zapatos?", indagué. "Nos dan un par de zapatos cada seis meses, pero uno se resuelve por ahí, ya sabe, si no, no alcanza". Los bermudas marrones de Daniel tenían flecos, porque habían salido de un pantalón largo recortado. Usaba unas cholas negras con las suelas de medio talón gastadas. Y así pedaleaba por el centro de La Habana su triciclo con butaca tapizada de rojo en la que iba yo sentada sin dejar de preguntarme qué carajo pasó aquí.
Seguimos en "el periplo del turista" por el Castillo de la Real Fuerza, la fortaleza más antigua de Cuba, el Puerto de La Habana con sus anécdotas de piratas y corsarios, el Cementerio de Colón, que es también una atracción turística porque sus tumbas y panteones son verdaderas obras de arte, especialmente barroco, y algunos tienen sus propias historias, como una con forma de pirámide cuyo huésped, que era arquitecto, diseñó para que fuese su eterna morada, o como la "tumba del amor" donde descansan los restos del matrimonio Margarita y Modesto.
Fuimos a ver la Plaza de Colón, el Palacio Presidencial -la fachada, claro-, la Plaza de la Revolución, el memorial a Martí con su escamado monolito, la imagen de Ernesto "Ché" Guevara -frente al cual me tomé una fotografía-, el Museo de la Revolución donde se halla expuesto, dentro de un rectángulo de vidrio, el Yate Granma, y otros escenarios de acceso permitido por donde circulaban más triciclos con parejas y grupos de extranjeros abordo que apuntaban con sus cámaras hacia todas partes.
Pero el turismo aquí es capitalismo puro", le dije a Daniel. Él hizo como si no me escuchó.
Cuando nos detuvimos en la famosa Bodeguita del Medio me tomé un mojito cubano y aproveché para conversar brevemente con un señor mayor, parado entre la barra y el biombo de madera con tablillas cruzadas que había en una de las puertas. El lugar estaba a tope de turistas y cubanos. Como pude, me ubiqué ante el mostrador y, a partir de un comentario suyo, empezamos nuestra plática. Al saber que era venezolana, me contó que había estado en Venezuela "cuando mandaba Pérez Jiménez", que había trabajado en una fábrica de vidrios en Puerto Cabello, que las mujeres venezolanas eran bellas, que él se había "ajuntado" con una maracucha "de carácter recio", que había visto una corrida de toros en el Nuevo Circo de Caracas, que se vivía bien en Venezuela, y muchos otros recuerdos que la nostalgia hizo que compartiera conmigo. También me dijo que "lo malo es que tienen mucho petróleo. Eso es lo malo".
Hablaba despacio y bajito, se reía con un jiji como de comiquita. Manoseaba todo el tiempo un habano larguísimo que nunca encendió. Tomaba sorbos cortitos, como si sólo probara la bebida, y constantemente miraba hacia los lados. Más de media hora después, en un tono menos divertido, mencionó a Chávez, recién electo presidente, a quien dijo haber visto un par de veces en La Habana el año anterior. "Ese Chávez es muy amigo de Cuba, le gusta venir aquí". Entonces se quedó callado, como dejándome el turno. Yo preferí referirme a un poema de Nicolás Guillén que, enmarcado en un cuadro, colgaba de una de las paredes del local. El viejo no le dio importancia a mi curiosidad. Quiso saber, en cambio, qué me parecía la Isla y, un poco más tarde, por qué había venido. "Vine a buscar la revolución". Miró hacia la calle, miró hacia el interior del local y llevándose el habano a la boca, preguntó: "¿Y ya la encontró?" Hasta ese momento no me lo había planteado tan a rajatabla. "No sé, como que todavía no", contesté. Le invité a un trago, que aceptó encantado. En el segundo o tercer sorbo le comenté que la Bodeguita estaba llena de turistas, que la mayoría eran europeos, que eso era bueno para la economía cubana, porque la Isla tenía muchos sitios interesantes, pero que no me parecía justo que hubiera discriminación, porque los turistas disfrutaban de todo y de nada los cubanos. "El turismo es un negocio -murmuró-, y en Cuba siempre lo fue". "Pero esta apertura es nueva", acoté. "Cambios en el sistema", dijo. Se metió el habano en el bolsillo de la camisa y escurrió el vaso. Antes de despedirse, repitió: "Cambios en el sistema. Ya verá". Me dio una palmadita en el hombro y se fue.
La frase me sonó a una advertencia.
Regresé al triciclo y continuamos el paseo hacia el barrio chino de La Habana. El sol reventaba sobre la ciudad. El calor era intenso. La negra piel de los hombros y espalda de Daniel brillaba bajo una capa de sudor. Los músculos de sus poderosas piernas se tensaban a ritmo de pedal en una pendiente que cualquier bicicleta normal habría superado sin mayor esfuerzo. Me sentí como una dama china de la novela El palanquín de las lágrimas.
Le propuse a Daniel que me llevara a algún restaurante para almorzar. Le dejé la elección del lugar. Me condujo a un paladar, especie de comedor casero con tres o cuatro mesas a lo sumo y un menú restringido, regentado por personas o familias, que deben pagar al gobierno más de lo que ganan por concepto de impuestos. Le convidé a comer, pero se excusó con una muy buena razón: "No está permitido". Me quedé de una pieza.
El paladar en el que entré tenía tres mesas y doce sillas, lo atendía un hombre alto y delgado llamado Gonzalo, de profesión dramaturgo, cuya esposa, Angela, era la cocinera, aunque había estudiado para ser bibliotecaria. El menú del día presentaba tres opciones: moros y cristianos con huevo, pescado y ensalada, carne de cerdo, boniato y ensalada. Me decidí por los moros y cristianos con huevo, y un refresco cuya marca en mi vida había probado. Pedí el plato de la segunda opción para llevársela a Daniel, que me esperaba con su triciclo en una esquina, tranquilamente sentado hablando con otro colega de oficio. Cuando le extendí la bolsa con comida, dudó antes de tomarla. Inmediatamente me pidió que la llevara en el asiento hasta cuando me dejara en el hotel. "¿Y no tienes hambre? -le pregunté. Llevas todo el día pedaleando". Con una hermosa sonrisa blanca admitió que estaba hambriento, "pero si me ven comiendo pueden llamarme la atención". Cuando llamar la atención equivale a un castigo mucho más severo que un regaño o una multa, nadie en su sano juicio se atreve a correr el riesgo, ni siquiera por hambre.
Me agradeció el gesto y, por primera vez, percibí que empezaba a sentir un poco de confianza. Sucedió cuando me preguntó cómo era la vida en Venezuela. No fue una pregunta trivial formulada por mera curiosidad o cortesía. Había una inquietud en ella, una necesidad de saber algo que quizá él imaginaba, o de corroborar alguna información de la que tenía poca certeza.
"¿Qué quieres saber?" Pensó un instante antes de expresarlo: "¿Se vive bien allá? ¿Se gana dinero?" El trayecto de regreso al hotel lo hicimos a pedal lento, mientras entre ambos fluía un diálogo en el que Daniel hacía las preguntas y yo proveía las respuestas.

02 agosto 2006

La quimera socialista cubana (II)

Viajé a Cuba en abril de 1999. Fui a buscar la revolución, la última y la más próxima en el tiempo y el espacio. Fue como ir en busca de todas las revoluciones, francesa, bolchevique, china, irlandesa..., porque todas las revoluciones se parecen. Tenía la certeza de que en cuanto llegase a la Isla sería capaz de reconocer en ella la calva de Lenin, los mofletes de Mao, las gafas de Fidel, la boina del Ché, la sonrisa de Camilo, que encontraría a Hemingway bebiendo en La Bodeguita del Medio y a García Márquez buscando un Macondo en Matanzas.
La revolución es una tentación que sólo atrae desde la adolescencia. No conozco a nadie que se haya vuelto revolucionario después de grande. La revolución nace con los primeros sueños, sobre todo cuando lo que se quiere es cambiar el mundo. Y al mundo no lo cambian quienes están conformes con lo que hay, sino quienes se sienten desubicados e inconformes. Un error es creer que son esas las únicas condiciones necesarias para ser revolucionario. Otro error es creer que los revolucionarios sólo pueden ser socialistas o comunistas. Pero de esto último me percaté mucho -pero mucho- más tarde.
Antes de que tal cosa ocurriera, yo viví mi adolescencia entre la poesía de Neruda y la historia de la revolución bolchevique, usaba una franela dos tallas más grandes con el enorme rostro del Ché, garabateaba versos debajo de una escalera y reorganizaba el mundo a mi manera, es decir, a la manera del socialismo de librito, en un cuaderno cuadriculado.
Así que mientras iba en el avión, llevaba conmigo Los versos del capitán y releía: "En plena guerra te llevó la vida a ser el amor del soldado/...Ven acá, vagabunda, ven a beber sobre mi pecho rojo rocío/No querías saber dónde andabas, eras la compañera de baile, no tenías partido ni patria/Y ahora a mi lado caminando ves que conmigo va la vida y que detrás está la muerte/...Tienes que andar sobre las espinas dejando gotitas de sangre/Bésame de nuevo, querida./Limpia ese fusil, camarada".
Cuando salí del aereopuerto José Martí hacia la ciudad de La Habana era la 1:30 de la madrugada. Mi primera impresión fue lo que pude ver a través de la ventana del autopullman, en medio de la penumbra apenas iluminada por las altas farolas: una larga y desierta avenida sin baches, y, a ambos lados de ésta, galpones abandonados, completamente en ruinas, con los cristales rotos, sin puertas ni techos. Sentí por un instante la necesidad de subir nuevamente al avión. ¿Qué carajo pasó aquí?, me preguntaba una y otra vez.
Me hospedé en el hotel Habana Trip Libre en el barrio de El Vedado. Una habitación amplia con dos camas y un cuarto de baño recién remodelado. Una ancha cortina de tonos pasteles cubría el gran ventanal detrás del cual yo suponía estaba el mar. Preferí posponer la vista para la mañana siguiente. Quería contemplarlo todo a la luz del día, bajo el radiante sol tropical que me permitiera absorber los más bellos colores de la Isla.
Había también un televisor a color. Encendí el aparato y aparecieron, canal tras canal, imágenes en blanco y negro de una película soviética, de Fidel Castro recorriendo un mercado, de un documental sobre la naturaleza, de otro documental sobre geografía, de otro documental sobre literatura, de Fidel Castro visitando un hospital... Apagué el televisor, me di una ducha (me enjaboné con un jaboncito suizo) y subí al último piso del hotel donde algunas personas bailaban al ritmo de un merengue de Fernando Villalona. La barra estaba inmediatamente después de la entrada, la pista se situaba casi al fondo, justo enfrente de un pequeño escenario. A través del semicírculo abierto del techo se veía un cielo intensamente azul lleno de estrellas. Pedí un cubalibre que me costó $3. Después del primer sorbo me acostumbré a la media luz y pude distinguir las fisonomías de los presentes. Cubanos en guayabera atendiendo la portería, la barra y las mesas. Extranjeros con guayaberas exóticas y vestidos camiseros divirtiéndose a sus anchas, con servicio de botellas de ron, whisky y vodka en las mesas, como en cualquier discoteca del mundo. ¿Realmente estaba en Cuba?
Al día siguiente me desperté como a las nueve de la mañana y lo primero que pensé fue en correr las cortinas para mirar a través del ventanal. Guardaba desde hacía años una postal de La Habana que encontré dentro de un libro en la biblioteca de mi colegio, cuando estudiaba bachillerato. La postal era en blanco y negro, pero mostraba un paisaje hermoso de la ciudad con el mar al fondo. Estaba segura que al correr las cortinas vería algo similar a esa postal. Cerré los ojos y retiré la cortina despacio, pensando que estaba justo en el lugar donde cuarenta años atrás había ocurrido una revolución que todavía era una inspiración para gentes y pueblos, que aún marcaba una tendencia, que aún levantaba ronchas, que esto y aquello y lo de más allá...
Pero, cuando abrí los ojos, más allá todo era gris. El cielo estaba encapotado, el mar era una inmensidad azul encanecida y solitaria, las terrazas estaban llenas de cosas viejas, desde sillas rotas, cajas vacías, esqueletos de bicicleta, hasta bolsas curtidas, las paredes de los edificios se veían descascaradas, despintadas, curtidas, parecían desmoronarse solas. Una maraña de cables surgía sin principio ni fin de los postes de luz, una sucesión de antenas de televisión hechas con ganchos y ventiladores se tambaleaban con la brisa. Parecía un pedazo de pueblo fantasma, abandonado, envejecido, silencioso. No sé cuánto tiempo estuve ahí, mirando aquel escenario y preguntándome qué carajo pasó aquí, qué hizo la revolución.
La prosa de Blas de Otero me sonó ajena como nunca: "Cuando la revolución abre las puertas al pueblo (digamos cuando el pueblo pone en marcha una revolución)... Y sucedió que una de ellas, acaso la más bella y amarga, arrancó los carteles y los monopolios que cubrían sus campos con un sudario amarillo de mil millones de dólares. Exportó a sus explotadores y saludó a los americanos, vocablo liberado también del monopolio del Norte".
¡Bella! Como para discutirlo en alguna cafetería de París. ¡Amarga! Eso lo averiguaría más tarde. El sudario amarillo sí estaba ahí, frente a mis ojos, pero no valía ni siquiera un peso cubano. ¡Americanos! ¡Vocablo liberado! ¿Dónde más lo había oído o leído? Pero lo que era cierto es que la revolución abrió las puertas al pueblo. Sí, yo vi puertas abiertas y ventanas abiertas por donde la gente entraba y salía, pero porque ya no había puertas ni ventanas. Como vi terrazas sucias, paredes mohosas, tejados remendados con cartones, como vi harapos colgados de cuerdas y varillas, secándose al sol. ¿Para eso se hizo la revolución?
Después de escribir, casi al compás de mis pensamientos, media docena de páginas en mi libreta de viaje que luego me costó trabajo descifrar, decidí que era hora de empezar mi recorrido por La Habana. Sentía la necesidad de mirar, de preguntar, de descubrir, de saber más acerca de todo lo que había sucedido desde 1950 hasta entonces. ¿Cómo haría para cubrir cuarenta años en apenas dos semanas? No tenía idea, pero sabía que en cuanto pisara la calle el instinto me conduciría hacia lo que buscaba.

Continuará...


01 agosto 2006

La quimera socialista cubana (I)

A escasas horas, o días, o semanas del fin de una historia que cuenta ya 47 años en el calendario del pueblo cubano, La pluma liberal ha preparado una sinopsis sobre lo que ha sido una quimera de la versión caribeña del socialismo en Cuba.


Fidel Alejandro Castro Ruz (Birán, 13 de agosto de 1926)




1950: Se gradúa de abogado en la Universidad de La Habana.
1953: El 26 de julio, junto a sus compañeros de armas, intenta el asalto al Cuartel Moncada en Santiago de Cuba que resulta en fracaso con varios muertos y otros detenidos, Fidel entre éstos. Durante el juicio, pronuncia su apología "La historia me absolverá". Es sentenciado a 15 años de prisión en la Isla de Pinos.
1955: Se le concede la amnistía, pese al voto salvado de su cuñado Dr. Rafael Díaz-Balart.

La advertencia que nadie escuchó

Sale hacia el exilio en México, donde conocerá al argentino Ernesto Guevara.
1956: El 2 de diciembre, acompañado por 81 hombres armados, entre ellos su hermano Raúl Castro Ruz y Ernesto "Ché" Guevara, regresa a Cuba a bordo del yate Granma dispuestos a derrocar el gobierno de Fulgencio Batista, pero son repelidos por el ejército en Alegría del Pío. Decide entonces reorganizar la guerrilla en la Sierra Maestra.
1959: El 8 de enero, después de 2 años de actividades guerrilleras, entra en La Habana encabezando la marcha triunfal de los "barbudos". El 16 de febrero asume el poder como Primer Ministro.
1961: Declara públicamente el carácter socialista de la revolución cubana.
2006: El 31 de julio un vocero del gobierno cubano hace el anuncio oficial de que Fidel Castro, por razones de salud, delega "provisionalmente" el poder en su hermano Raúl Castro Ruz.


La advertencia que nadie escuchó

...Bien vale también para nosotros


Discurso pronunciado en la Cámara de Representantes de la República de Cuba en mayo del año 1955 por el Dr. Rafael L. Díaz-Balart, en ese momento el líder de la mayoría y presidente del comité parlamentario de la mayoría en la Cámara, contra la ley que amnistió a Fidel Castro y demás asaltantes al cuartel Moncada, cuando habían cumplido solamente dos años de cárcel y después de haber sido condenados por un tribunal civil. Castro había recibido una condena de 15 años.

La Amnistía (1955) Por Rafael Díaz-Balart

Señor Presidente y Señores Representantes:

He pedido la palabra para explicar mi voto, porque deseo hacer constar ante mis compañeros legisladores, ante el pueblo de Cuba y ante la historia, mi opinión y mi actitud en relación con la amnistía que esta Cámara acaba de aprobar y contra la cual me he manifestado tan reiterada y enérgicamente.

No me han convencido en lo más mínimo los argumentos de la casi totalidad de esta Cámara a favor de esa amnistía. Que quede bien claro que soy partidario decidido de toda medida a favor de la paz y la fraternidad entre todos los cubanos, de cualquier partido político o de ningún partido, partidarios o adversarios del gobierno. Y en ese espíritu sería igualmente partidario de esta amnistía o de cualquier otra amnistía. Pero una amnistía debe ser un instrumento de pacificación y de fraternidad, debe formar parte de un proceso de desarme moral de las pasiones y de los odios, debe ser una pieza en el engranaje de unas reglas de juego bien definidas, aceptadas directa o indirectamente por los distintos protagonistas del proceso que se esté viviendo en una nación. Y esta amnistía que acabamos de votar desgraciadamente es todo lo contrario. Fidel Castro y su grupo han declarado reiterada y airadamente, desde la cómoda cárcel en que se encuentran, que solamente saldrán de esa cárcel para continuar preparando nuevos hechos violentos, para continuar utilizando todos los medios en la búsqueda del poder total a que aspiran. Se han negado a participar en todo proceso de pacificación y amenazan por igual a los miembros del gobierno que a los de oposición que deseen caminos de paz, que trabajen a favor de soluciones electorales y democráticas, que pongan en manos del pueblo cubano la solución del actual drama que vive nuestra patria.

Ellos no quieren paz. No quieren solución nacional de tipo alguno, no quieren democracia ni elecciones ni confraternidad. Fidel Castro y su grupo solamente quieren una cosa: el poder, pero el poder total, que les permita destruir definitivamente todo vestigio de Constitución y de ley en Cuba, para instaurar la más cruel, la más bárbara tiranía, una tiranía que enseñaría al pueblo el verdadero significado de lo que es tiranía, un régimen totalitario, inescrupuloso, ladrón y asesino que sería muy difícil de derrocar por lo menos en veinte años. Porque Fidel Castro no es más que un psicópata fascista, que solamente podría pactar desde el poder con las fuerzas del Comunismo Internacional, porque ya el fascismo fue derrotado en la Segunda Guerra Mundial, y solamente el comunismo le daría a Fidel el ropaje pseudo-ideológico para asesinar, robar, violar impunemente todos los derechos y para destruir en forma definitiva todo el acervo espiritual, histórico, moral y jurídico de nuestra República.

Desgraciadamente hay quienes, desde nuestro propio gobierno tampoco desean soluciones democráticas y electorales, porque saben que no pueden ser electos ni concejales en el más pequeño de nuestros municipios.

Pero no quiero cansar más a mis compañeros representantes. La opinión pública del país ha sido movilizada a favor de esta amnistía. Y los principales jerarcas de nuestro gobierno no han tenido la claridad y la firmeza necesarias para ver y decidir lo más conveniente al Presidente, al Gobierno y, sobre todo, a Cuba. Creo que están haciéndole un flaco servicio al Presidente Batista, sus Ministros y consejeros que no han sabido mantenerse firmes frente a las presiones de la prensa, la radio y la televisión. Creo que esta amnistía tan imprudentemente aprobada, traerá días, muchos días de luto, de dolor, de sangre y de miseria al pueblo cubano, aunque ese propio pueblo no lo vea así en estos momentos.

Pido a Dios que la mayoría de ese pueblo y la mayoría de mis compañeros Representantes aquí presentes, sean los que tengan la razón.

Pido a Dios que sea yo el que esté equivocado.

Por Cuba.

(Este documento le fue suministrado a Arnoldo Aguila por el Representante de la Cámara del Congreso de los Estados Unidos de América, Lincoln Díaz-Balart, hijo de Rafael Díaz Balart. En aquella época, como Rafael Díaz Balart era cuñado de Fidel Castro, muchos creyeron que había consideraciones personales involucradas en este discurso excepcionalmente lúcido, cuando lo que había era un conocimiento cabal del personaje, pues Fidel incluso le había solicitado que lo introdujera con el General Batista, antes de que éste diera el golpe de estado.)